El camino de Jesús lo fue, más que otra cosa, de fe que Jesús nos ofreció fue, más que otra cosa, de fe. Él mismo fue el que definió, para nosotros, esta virtud cuando Tomás, en su incredulidad, manifestó su duda tras la resurrección: “feliz el que crea sin haber visto”, dijo. Ese camino lo estableció para que nosotros, sus discípulos, hiciéramos de él nuestra senda hacia el Reino de Dios. Pero, a veces tergiversamos esa fe porque nos interesa o porque los demás así lo quieren y somos y actuamos de forma políticamente correcta; vendemos ese depósito profundo que Dios nos regala por una pasión por el siglo, tierra que pisamos por un tiempo. Esta es nuestra cruz, nuestra propia cruz que, a veces, rechazamos.
El camino de Jesús tenía un sustento fundamental en la oración. A través de ella habla con su Padre, le llama Abbá, pide por aquellos que le injurian y escupen y muestra, sobre todo, una actitud misericordiosa. Y nosotros, en caso de que no nos limitemos a repetir oraciones aprendidas y demos un paso más hacia una relación más cercana con Dios, ¿qué pedimos? Quizá lo hagamos por los demás, ¿por el bien de nuestros enemigos? Esta también es nuestra cruz que, en otras ocasiones dejamos olvidada en algún recodo del camino que nos lleva al definitivo reino de Dios.
El camino de Jesús estaba sometido, entera e indisolublemente, a la voluntad de su Padre. Celebramos, cuando corresponde y en nuestro corazón siempre, que Jesús hizo lo que quería el Creador: ser misericordioso. Por eso murió pero no, como puede creerse por error, como si Dios quisiera que tuviera esa muerte, y muerte de cruz. Sin embargo, podemos preguntarnos cuántas veces actuamos, antes de hacerlo, tratando de conocer cuál sería la voluntad de Dios para esa concreta ocasión, cuántas veces sometemos nuestro gusto a lo mandado por el Padre, en cuántas ocasiones nos negamos a nosotros mismos para no ser nada sino lo que Dios quiera. Ese quehacer continuo, difícil, de vernos en Sus manos y mirar para otro lado es nuestra cruz que debemos cargar con gozo.
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