14.12.25

Imaginación y Fe: recuperando el asombro de Belén

            «Ahora, dulcísimo Señor, ya que eres Rey, ¿por qué yaces en un establo?».                    
                                                 Gerda Luise Matthée-Schmidt. 

 
 
 
 
 
 

Bajó el amor en Navidad,
primoroso y sobrehumano.
Nació el amor en Navidad.
Ángeles y estrellas lo
anunciaron.

Christina Rossetti

                                                  

                                                                     

                                                                    

                                                              

                              

Créanme si les digo que la imaginación es el centro de todos los bienes. Y que, si la descuidamos, se convertirá en poco tiempo en el centro de todos los males. Por ello, su cuidado y educación son de capital importancia.

Uno de los ámbitos fundamentales donde la imaginación inclina la balanza es el de nuestras creencias más profundas. A mediados del siglo XIX, el cardenal Newman ofreció un diagnóstico —y una profecía— sobre la importancia decisiva de la imaginación en la vida de los hombres, que hoy se revela esencial.

Newman consideraba que el poder de la secularización —incipiente en su tiempo, imperante hoy— radicaba «en su dominio sobre nuestra imaginación»; sí, sobre nuestra imaginación. Esto no debería sorprendernos: un dogma de fe, antes de formularse como definición, cobra vida en cada persona como «una impresión en la imaginación».

Newman atribuyó parte de la culpa de este pernicioso efecto a la falta de lectura de la Biblia (muy acusada en los países católicos de entonces, y hoy todavía más). Esta carencia limita enormemente a los hombres, pues «no han impreso en sus corazones la vida de nuestro Señor y Salvador tal y como nos la dan los Evangelistas. Creen simplemente con el intelecto, no con el corazón». Para Newman, la lectura de la Biblia podría «plantar» las «grandes verdades dogmáticas del Evangelio en el ámbito de la imaginación».

Por supuesto, hoy existen otras razones que Newman, obviamente, no pudo llegar a contemplar. Algunas son poderosísimas, como el dominio que sobre nosotros ejercen los medios de comunicación y entretenimiento de masas, que impulsan incansablemente la secularización y conforman (o, mejor dicho, deforman) nuestra imaginación. Así, el descreimiento se extiende por causa de la imaginación, no de la razón; una imaginación que, siguiendo las palabras de Newman, «presenta una visión posible y plausible de las cosas que asedia y al final vence a la mente».

Como insistió el santo cardenal al final de su vida, no es «la razón la que está en contra de nosotros, sino la imaginación»; el problema de la mente contemporánea es que, tras vivir inmersa en la ciencia y descuidar los Evangelios, al volver a la Escritura experimenta «una total extrañeza ante lo que lee, lo cual le parece un mejor argumento contra la Revelación que cualquier prueba formal».

Este problema también fue examinado por G. K. Chesterton unos años después. Según él, uno de los propósitos de la imaginación es lograr que lo vulgar y corriente vuelva a ser asombroso y extraordinario. Para Chesterton, la imaginación desempeña un papel vital en nuestro contexto postcristiano, donde, debido a nuestra excesiva familiaridad con la revelación divina, permanecemos indiferentes y mal instruidos, conservando apenas una leve sombra de fe. Escribió en su obra Ortodoxia:

«La función de la imaginación no es tanto hacer que las cosas extrañas se asienten, como hacer que las cosas asentadas se vuelvan extrañas; no tanto hacer que las maravillas sean hechos, como hacer que los hechos sean maravillas».

Este diagnóstico sobre la descristianización de Occidente como ruptura y abandono del cultivo de la imaginación debe ser tenido en cuenta por todo padre o maestro que tenga en sus manos la formación de un niño. La imaginación es fundamental para la vida cristiana y su cosmovisión. Como escribió Newman en su Gramática del asentimiento:

«El corazón se alcanza comúnmente no a través de la razón, sino a través de la imaginación».

Pero, ¿qué es la imaginación católica? No es una facultad restringida por doctrinas, sino una visión basada en la creencia de que el mundo creado, perceptible a través de los sentidos, encierra un significado sacramental, simbólico y parcialmente velado; y que ese significado adquiere sentido más allá de este mundo, en una vida verdadera, futura y eterna.

Cuando esta imaginación se educa hacia el bien, la verdad y la belleza, y se ejercita tanto sobre la realidad creada como sobre obras inspiradas por esa visión sacramental, surge la oportunidad de implicar al niño o al joven, atrayéndolo hacia la verdad. Sabemos por los antiguos filósofos que el inicio de esta educación es el asombro y el gusto por la belleza, necesariamente vinculado a los otros dos trascendentales (lo verdadero y lo bueno) que Dante consideraba esenciales para una educación genuina.

Finalmente, este desarrollo de la imaginación forma a los jóvenes para perseguir el bien —el propio y el común—, que es el bien propio de todo hombre. Al entrar en las experiencias de los demás mediante la imaginación, nos sentimos impulsados a actuar y desarrollamos lazos, afectos y empatía, contribuyendo al desarrollo y fomento del bien común a través de la caridad.

Como algunos sabrán y otros sospechan, esa visión sacramental que alimenta la imaginación está estrechamente vinculada a los otros dos aspectos que menciono constantemente en este blog: la belleza y la realidad.

Así pues, ¿qué mejor momento para iniciar esa educación y cultivo virtuoso de la imaginación que la Navidad? La Navidad es Misterio, es Milagro, es Belleza, Bien y Verdad. Lo acontecido en Belén hace más de dos mil años es la mayor de las historias, el más grande de los acontecimientos que ha visto el mundo, así que… ¿y si nos acercamos a esta increíble Historia de la mano de algunos artistas y sus obras, concebidas, como diría Tolkien, «según la ley en la que fuimos creados»?

Sin embargo, quizá esto no resulte tan fácil en nuestro mundo de hoy. Porque, si aprovechamos estas fechas para acercarnos al escaparate de cualquier librería, observaremos —salvadas las excepciones— tres categorías de historias etiquetadas como “relatos de Navidad", tres tipos de historias que —como les he comentado— alimentarán, para bien o para mal, la imaginación de nuestros hijos. Y lo cierto es que solo una de estas tres categorías representa el verdadero significado de la Navidad, tanto desde una perspectiva cristiana como original (que son realmente la misma). Se trata de tres tipos de relatos que podríamos describir del siguiente modo:

1.- Cuentos de Invierno (Navidad para los Sentidos): Historias desarrolladas en un ambiente invernal (nieve, frío, chimeneas) que utilizan las costumbres navideñas (cena, árbol, nacimiento) como un simple telón de fondo escénico, sin conexión real con el significado espiritual o trascendental de la festividad.

2.- Cuentos de Humanismo Desarraigado (Navidad para las Emociones): Historias que promueven un mensaje de “buenismo” o solidaridad humanitaria, tomando el sentimiento asociado a la Navidad, pero desarraigándolo de su origen (el nacimiento de Cristo). Resultan impostadas al omitir la causa fundamental de los buenos sentimientos que se celebran.

3.- Verdaderos Relatos de Navidad (Navidad Original): Son aquellos que escasean y cuyo tema central es el nacimiento del Niño Dios en Belén. Estos relatos pueden abordar el evento de forma literal, simbólica, o explorando su poder transformador en la vida de los hombres. ¿Qué posee de singular este relato? Posee carne y polvo, humildad y grandeza, gloria y sencillez, y, además, captura la ironía suprema que define la Navidad original: la Omnipotencia hecha fragilidad.

El predominio de las dos primeras categorías es un intento de apropiación cultural; un acto cuasi parasitario de pretender quedarse con la herencia (la fiesta, la paz, la alegría) mientras se repudia al testador (Cristo). En esencia, un intento de mantener los frutos del árbol después de haberlo talado, lo cual, como sabemos, es algo inviable.

¿Y entonces, qué? ¿Qué podemos hacer?

Como cristianos, debemos vivir lo que profesamos y enseñar a nuestros hijos a hacer lo mismo. Y por ello, debemos educar su imaginación para que sea cristiana. Para ello, les propongo lo siguiente:

•Poner nombre a las cosas: No llamar “cuento de Navidad” a cualquier historia con nieve y regalos. Enseñemos a nuestros hijos a distinguir lo que es un mero cuento de invierno de una historia buenista, y todo ello de un verdadero cuento de Navidad, aquel que hable realmente del Niño Jesús que nace.

•Recobrar la historia original: Volvamos a leer el Evangelio de la Natividad, y hagámoslo en voz alta; es una hermosa costumbre que los niños disfrutan y sienten profundamente. En nuestra casa ha sido una vieja y querida costumbre de familia que conservamos con empeño.

•Vivir la Tradición en familia: Organicemos con nuestros hijos pequeños retablos navideños, representaciones teatrales del Belén, recitaciones de poesías o cantemos a viva voz los villancicos de siempre antes de abrigarnos para salir a la Misa del Gallo. Que conozcan y vivan de verdad la tradición cristiana de la Navidad. Y, a partir de ahí, escribir, contar, recontar y leer historias que nazcan de Belén, viajen a Belén y terminen en Belén. Recuerdo con cariño las «funciones» navideñas de mis hijas y sus primos, tanto más encantadoras cuanto más pequeños eran.

•Restaurar la Belleza: Exijamos belleza y profundidad en los relatos cristianos que traigamos a casa, que regalemos, que contemos o leamos. Tanto en la forma como en el fondo. Rechacemos esa literatura torpemente moralizante, esa literatura comercial y vacua, llena de luces, voces y colores, pero vacía de Verdad.

Porque lo cierto es que lo que vemos en las librerías no es algo casual ni esporádico. Es el reflejo de una cultura que ha querido conservar la luz, el calor, la ternura y el afecto, pero que ha desconectado la fuente de la que brota todo ello.

Los tres tipos de relatos son las tres posturas, cada vez más distantes, que como sociedad hemos ido tomando respecto de Belén. Pero solo el tercer tipo de historia se atreve a entrar en la cueva y proclamar a viva voz:

«¡Todo esto existe porque ahí, en ese pesebre, pasó algo que cambió el mundo para toda la eternidad!».

Contémoslo así.

25.11.25

De nuevo, a vueltas con el amor

                                    «El banco junto al mar» Eyre Crowe (1824-1910).

                    

          

«Amar es querer el bien para el otro».

Tomás de Aquino. Suma Teológica, I-II, q. 26, a. 4.

     

                         

«Sea, pues, el amar: querer para alguien lo que se tiene por bueno —por causa de él, y no de uno mismo— y ser capaz de realizarlo, en la medida de lo posible».

Aristóteles. Retórica. II, 4.

 

 

Y seguimos con el amor. Como vimos en algunas entradas precedentes, el amor es un concepto muy maltratado, lleno de aristas y honduras varias, pero que hoy se ha banalizado al punto de su total vaciamiento. Por ello urge rescatar aquello que el amor es en realidad. Y nada mejor como acudir a la Philosophia perennis, a Aristóteles y a Santo Tomás de Aquino.

Recordábamos en esas entradas previas cómo para estos maestros el amor no es meramente una emoción (una “pasión” del apetito sensitivo), sino, sobre todo –sin olvidar lo conveniente de que vaya acompañado del afecto– un acto de la voluntad. Su definición canónica es «velle alicui bonum»: querer el bien para el otro. De esta manera, la esencia del amor es la donación de sí mismo, lo que paradójicamente culmina en un “círculo virtuoso” (como lo llamó el Estagirita) que revierte en el bien propio.

Dentro de este marco se distinguen dos tipos principales de amor: el amor de concupiscencia, que supone el querer algo para uno mismo, por causa del deseo, de la utilidad o de la conveniencia; y el amor de benevolencia, que consiste en querer el bien del otro por el otro mismo y no por las razones antes expuestas de placer o utilidad. No se trata de amores contrapuestos, ni de uno malo y otro bueno. Cada uno es conveniente en su medida, aunque entre ellos hay un orden que respetar.

El amor verdadero, además, está anclado en la realidad; requiere conocer la verdad del otro y ayudarle a alcanzar su telos (su plenitud), entregándose plenamente y sin reservas a ello. Por ello, el amor auténtico es una elección constante y voluntaria, no un sentimiento caprichoso. No se da igual a todos, ni se recibe igual de todos. Requiere una elección y es, en toda su hondura y vida, un hacer voluntario, constante y dedicado; preferentemente lleno de afecto: un hacer de amor.

Esta visión clásica del amor, que es elección y no capricho, que es hacer y no solo sentir, se refleja de manera magistral en la literatura. Veamos algunos ejemplos:

 

En Sarah, sencilla y alta (1985), Patricia MacLachlan nos demuestra que no siempre el amor entre un hombre y una mujer nace con una pasión, con un enamoramiento. En la novela el amor de utilidad da paso al amor de amistad, para culminar finalmente con el amor de benevolencia.

La breve historia, que nos habla sobre la familia, el amor y la dura vida en la frontera del Medio Oeste a fines del siglo XIX, se inicia cuando el granjero viudo Jacob Witting, con dos hijos a su cargo, Anna y Caleb, decide, a través de un anuncio periodístico, buscar esposa. Sarah Wheaton, desde la lejana costa de Maine, responde y acepta visitarlos por un mes. Sarah trae consigo alegría, pero su nostalgia por su amado mar preocupa a los niños. Finalmente, aunque extraña Maine y su mar, la protagonista se queda con los Witting, concluyendo la novela con el anuncio de la boda de Jacob y Sarah.

La relación entre Jacob y Sarah comienza por una necesidad práctica: él necesita ayuda en la granja y en la educación de sus hijos, ella necesita un hogar. Es lo que Aristóteles llamaría una “amistad basada en la utilidad".

El amor se manifiesta a través del sacrificio de Sarah, quien deja el horizonte inacabable de su amado mar en Maine por el igualmente inacabable horizonte de la pradera. Santo Tomás explica que la unión que el amor implica y el bien a que da lugar, a veces requiere la renuncia a otros bienes. Sarah elige el “bien de las personas” (la familia) sobre el bien del “placer estético“ y subjetivo que representa su nostalgia del mar, ordenando sus afectos correctamente. De esta manera, a través de la convivencia y el sacrificio compartido, la amistad basada en la utilidad se transfigura en un amor de benevolencia que culmina en el matrimonio.

Un amor que se presenta en esta breve novela despojado de sentimentalismo romántico, alineándose perfectamente con la visión clásica del amor como una decisión racional y un compromiso de la voluntad.

La obra, que fue continuada por cinco secuelas (de las cuales dos ha sido traducidas al castellano: Como una alondra y Caleb, todas editadas por Noguer) ganó la Medalla Newbery y dio lugar a una exitosa adaptación para la televisión protagonizada por Glenn Close y Christopher Walken.

 

Natalia Sanmartin Fenollera, en su novela El despertar de la Señorita Prim (2013), nos enseñan varias cosas sobre el amor: Primero, que nada es querido si no es previamente conocido, recogido en el famoso dicho del monje medieval Ricardo de San Víctor, «Ubi amor, ibi oculus». Segundo, que la virtud consiste en el «ordo amoris» del que bien habló San Agustín, es decir, amar las cosas según su orden natural.

En la visión moderna romántica, el amor es un sentimiento ciego. En la visión clásica, el amor sigue al conocimiento, y viceversa. Solo el que ama ve. Solo el que ama conoce. Y solo el que conoce puede amar. Hay una conexión inquebrantable entre lo que amamos y lo que conocemos. El amor dirige nuestra mirada y atención hacia aquello que sea lo que amamos. Ello implica una forma de “ver” más allá de lo superficial, una comprensión profunda que viene del afecto.

En la novela, asistimos a una seducción, a un cortejo entre el Hombre del Sillón y Prudencia Prim, pero que resulta atípico y desconcertante para los estándares modernos. Él no trata de seducir los sentimientos de ella (su apetito sensitivo), sino de despertar su intelecto y mover su voluntad. Su objetivo no es la posesión material, ni la satisfacción personal, ni sensitiva ni intelectual. No desea conquistarla para sí, ni para exhibirla como trofeo; no desea someterla o domeñarla. No; él actúa buscando únicamente su bien. La mira y desea su bien. Y sabe que su bien está en la Verdad, pues ella está perdida.

Y para ello, él la ama con un amor de benevolencia exigente: no la halaga (amor de lisonja), no la engaña, sino que la confronta con su ignorancia. Para él, amar a Prudencia Prim significa sacarla de la caverna de la modernidad y mostrarle la luz del sol del mediodía. Y solo así ella conoce; ella ve. Y ella comienza a amar.

Y aquí entramos en la segunda cuestión amatoria: El «ordo amoris» agustiniano. Prudencia llega a San Ireneo de Arnois dando valor a las cosas incorrectas; hay en ella un desorden original que relega lo esencial a un rincón oscuro. Y así ostenta orgullosa sus títulos académicos, su “independencia", tan moderna ella, su eficiencia burocrática y organizativa; pero no es feliz; se encuentra insatisfecha, sin saber por qué. Sin todavía saber que su amor, aquello a lo que ama, apunta erróneamente.

Solo a través del mismo amor puede curarse. Y ese amor la espera en el Hombre del Sillón, quien encarna el orden correcto. Él ama a Dios, y a la Belleza y la Verdad por encima de la utilidad y el éxito social o profesional. Y deposita su amor en algo intangible y nada crematístico o rentable: la educación de sus sobrinos.

Y cuando Prudencia comienza a conocerle, a ver su realidad, comienza a disiparse la niebla que traía consigo y le impedía ver, comienza a comprender ese orden, y comienza a nacer en ella una atracción hacia él. Y se enamora de él porque él ama algo más grande que ella (algo que la trasciende y le trasciende a él, a ambos). El Hombre del Sillón resulta atractivo precisamente porque su centro de gravedad es Dios, no sí mismo, ni nada de lo que diga o haga, y eso ofrece a Prim una seguridad que trasciende lo físico y que la traspasa llevándola a donde él está, hacia ese centro vital que es Dios.

El matrimonio al que apunta muy sutilmente la novela no es un fin en sí mismo, al igual que no lo es la relación entre los protagonistas hasta ese momento. Se trata de un instrumento, de un medio para un fin. El Hombre del Sillón actúa como una causa eficiente instrumental; él es la herramienta que la Providencia usa, mediante el amor humano entre un hombre y una mujer, para llevar a Prim hacia la fe. Él no busca “sentirse bien” con ella, busca salvarla de su error. Ella no busca a un hombre que la consienta o la mime, sino a uno que la eleve. Este es, probablemente, uno de los ejemplos más puros de ‘Amor de Benevolencia’ guiado por la virtud de la Prudencia que puede encontrarse en la literatura contemporánea: amar al otro es querer su bien, y ¿qué mayor bien puede haber que ayudarle a encontrar la Verdad?

 

Por último, en Retorno a Brideshead (1945), Evelyn Waugh nos muestra la idea más dura y difícil, pero muy verdadera, sobre el amor: a veces, el amor a Dios (Bien Supremo) exige sacrificar el amor humano (Bien Deleitable), en un acto de voluntad extremo. Y esto no nos vacía, como podríamos pensar, sino que nos llena.

Charles Ryder y Julia Flyte están casados con sus respectivos cónyuges, pero ello no evita que entre ellos nazca una pasión amorosa ilícita. La vorágine de la pasión adúltera que les envuelve les lleva a plantearse el romper, a través del divorcio, sus respectivos matrimonios con el fin de casarse civilmente entre ellos. Su instinto y su emoción (su amor concupiscente) les dice a voz en grito que tienen derecho a ser felices, aunque para ello deban romper promesas humanas y divinas.

Pero algo sucede. El padre de Julia, Lord Marchmain –un pecador empedernido y apóstata–, de modo impensable, se arrepiente en su lecho de muerte, lo que conmueve a Julia de una manera muy profunda (ella ve en ello la acción de la Gracia). Todo ello la lleva de nuevo ante Dios, retomando una conciencia de pecado olvidada, y adoptando una decisión difícil y dolorosa: la de romper con Charles.

Julia afronta el trance amoroso más decisivo de su vida con un duro ejercicio de su voluntad. Renuncia a su amor (Charles); pero no porque no lo ame, sino porque comprende que vivir en pecado (un adulterio permanente) destruiría su relación con un Bien superior. Esa renuncia es un acto de amor heroico: Julia sacrifica su felicidad temporal para no perder su felicidad eterna, y Charles acepta ese sacrificio cuando finalmente se convierte al catolicismo.

    

Son solo tres ejemplos –hay muchos más–, pero suficientemente ilustrativos; tres ejemplos que apuntan en la dirección correcta: que el amor no es simplemente algo que “nos pasa", sino algo que “hacemos", una virtud que se construye día a día, con la decisión constante e infatigable de buscar el bien del otro.

4.11.25

El peligro de los círculos internos

       «La pequeña Torre de Babel». Obra de Pieter Brueghel el Viejo (1525-1569).

                              

                              

                    

                    

           

«Para un joven, que apenas comienza su vida adulta, el mundo parece estar lleno de “adentros”, lleno de deliciosas intimidades y confidencias en las que desea entrar. Pero si sigue ese deseo, no llegará a ningún “adentro” que merezca la pena alcanzar. El verdadero camino va en la dirección opuesta. Es como la casa en “Alicia a través del espejo"».

C. S. Lewis. El círculo interior.

 

 

 

Suele ser un ansia bastante extendida entre los adolescentes y los jóvenes (y no tan jóvenes, como veremos) la de pertenecer a un determinado “círculo”, a una determinada “élite”, “camarilla” o “grupo”, asociados bien a algún tipo de poder, bien a un determinado estatus, o bien a un cierto saber oculto o secreto. Es el querer estar dentro. En el lado bueno de una línea que nadie ve, pero todos notan. Básicamente, dos son los motivos que impulsan esa ansia, casi destructiva: por un lado, el sentir que se está por encima de los demás, que se sabe algo que ellos no saben. Y, por otro, la necesidad de que te acepten, de que alguien te mire y diga: “Vale, tú también formas parte”, “eres uno de los nuestros”.

Pero hay en este deseo tan común peligros que me gustaría comentar.

De entrada, hemos de reconocer que el deseo de ser parte de un círculo o comunidad es inherente al ser humano. Todos anhelamos sentirnos aceptados, especiales o “en el grupo o lugar correcto". Sin embargo, si no se le ponen límites, este deseo puede convertirse en una obsesión corruptora.

Muy probablemente en el origen de la mayor y más constante de las herejías, el gnosticismo, esté el deseo desaforado y descontrolado de esa exclusividad. Esa herejía se ha repetido muchas veces en la larga historia de la Iglesia, bajo diversos disfraces: marcionismo, maniqueísmo, paulicianismo, albigensianismo, y catarismo. Hoy todavía persiste: pensadores como Voegelin, y antes Belloc y Dawson, la han identificado como soterrada en ideologías seculares tales como el comunismo, el liberalismo e incluso el posmodernismo. Como sabemos, una de las características de esa herejía (la enseñanza de algo que no es accesible a la mayoría sino solo a unos pocos iniciados) se ajusta a una de las características definitorias de los círculos sociales cerrados y, en último término, a ese deseo de pertenecer y ser reconocido.

Sin embargo, aun sin caer en los ambientes de la ideología gnóstica (que participan de otras particularidades), el deseo inmoderado de pertenecer a estos círculos internos o íntimos presenta, como he dicho, peligros. Para un somero tratamiento de los mismos, me basaré en lo expuesto en su día por C. S. Lewis.

En su discurso “The Inner Ring” (dictado en 1944 en el King’s College de la Universidad de Londres, e incluido en el libro “The Weight of Glory”), Lewis explora la tendencia humana de buscar pertenecer a grupos exclusivos o “círculos internos” o “íntimos” y advierte sobre los peligros éticos y espirituales que esto conlleva.

Lewis define los “Inner Rings” como grupos sociales o profesionales que se caracterizan por su exclusividad y jerarquía invisible. No son instituciones formales (como un club cultural o de recreo), sino redes informales basadas en conexiones, secretos compartidos o estatus.

Lewis sugiere que este anhelo de pertenencia, aunque tenga un origen natural, puede acarrear una de las corrupciones más sutiles del alma, pues el individuo puede transformar la búsqueda de la verdad o del bien en un simple afán de reconocimiento, riqueza, poder o fama.

Esta obsesión corruptora opera en dos niveles: el del engaño de la exclusividad, que consiste en ofrecer una falsa promesa de felicidad y éxito al acceder al círculo —ya que, una vez dentro, siempre habrá otro más restringido al que aspirar, una suerte de Torre de Babel infinita que escalar—, generando así un ciclo vicioso de insatisfacción; y el de la pérdida de autenticidad, pues, para ser admitidas, las personas suelen renunciar a sus principios, e incluso mentir, adular, manipular o traicionar a otros.

Este deseo desaforado puede llegar a ser tan fuerte que, a veces, las personas pierden su virginidad o se inician en vicios (como fumar o emborracharse, o cosas peores) no por impulso sexual o por gusto, sino para evitar ser los “no iniciados” y quedar “afuera” cuando la promiscuidad o el vicio están de moda o se estima importante ser uno de los pocos que “saben” cómo son o funcionan las cosas.

Lewis argumenta que estos grupos suelen operar bajo códigos morales distorsionados que imponen a los nuevos asociados con una finalidad de aplacamiento y control. Así, la lealtad al grupo se antepone a la verdad. Lo que importa no es hacer el bien, sino mantener el estatus dentro del círculo y promover el beneficio del grupo. Igualmente, se fomenta el desprecio hacia los “externos” o los “no iniciados”, creándose una dinámica de buenos y malos, de nosotros frente a ellos, donde los de fuera son vistos como inferiores o despreciables. Por último, se produce una corrupción del carácter, con un vaciamiento de la persona, pues su identidad pasa a depender de la aprobación ajena, no de sus creencias ni de su conciencia.

Frente a estos peligros, Lewis propone la verdadera amistad como fundamento y argamasa de lo que llama “comunidades auténticas”: aquellas basadas no en el hermetismo secreto, sino en intereses compartidos, en creencias o valores comunes —como la verdad, el arte o el servicio—, y en la apertura y universalidad. Es verdad que la amistad es, por naturaleza, exclusiva; uno es amigo de unos pocos (Aristóteles hasta se preguntaba si de alguno); no se puede ser amigo de todos, no se puede ser amigo de la «humanidad». Pero la verdadera amistad es tambien abierta y pública, y se basa en dar, no en recibir; se basa en el amor, no en el poder. 

Estas comunidades amicales huyen de la exclusividad y del secretismo y se sustentan en el bien, pues, del mismo modo que el sol difunde su luz, el bien es por naturaleza difusivo de sí.

Entre los ejemplos de tales comunidades se encuentran los equipos deportivos, los grupos de estudio o las comunidades religiosas que anteponen el bien común al estatus, la influencia o el poder; entre ellas, destaca especialmente la Iglesia católica, con su espíritu público, abierto y universal.

Tal es así, que en su preclaro librito, Cartas del Diablo a su Sobrino, Lewis vuelve a advertirnos: el demonio Escrutopo aconseja a su sobrino a tentar a los humanos con el deseo de ser parte de élites sociales o intelectuales con el fin de corromperlos; concretamente el ideal de esta táctica de corrupción sería «hacer del cristianismo una religión misteriosa, en la que él [el tentado] se sienta uno de los iniciados».

Lewis persiste en alertar sobre el riesgo moral de estos grupos:

«De todas las pasiones, la pasión por ser del círculo íntimo es la más hábil en hacer a un hombre, que todavía no es mala persona, cosas malas. (…). El deseo de estar del lado de adentro de una línea invisible ilustra esta regla. En cuanto seas gobernado por ese deseo nunca podrás obtener lo que quieres. Estás intentando pelar una cebolla: si tienes éxito, no quedará nada».

Y es que, el verdadero peligro de los círculos internos no es que existan (parece inevitable que sea así), sino que los deseemos por razones equivocadas. Hasta que muramos, habrá algo dentro de nosotros que anhele ser el hombre importante, ser el que sabe, el que está en el secreto. 

Por ello conviene mantenerse en guardia: la búsqueda obsesiva de pertenecer a estos grupos vacía el alma y aleja al individuo de la vida virtuosa y verdadera. En lugar de perseguir exclusivos círculos de poder, estatus o influencia, cultivemos, y enseñemos a nuestros hijos a cultivar, relaciones basadas en la verdad, la honestidad y el amor al prójimo.

Y como de costumbre, la literatura nos propone ejemplos instructivos y deleitosos.

El mismo Lewis comenzaba su discurso con una cita de Guerra y Paz de Tolstoi, donde el subteniente Boris Dubretskoi descubre que en el Ejército coexisten dos jerarquías o sistemas: el sistema oficial, público y conocido de todos, basado en las ordenanzas militares, la disciplina y la jerarquía oficial, y un segundo sistema «más real», pero no escrito, invisible, sin reglas formales, ni admisión explícita. Desde adentro se refieren a sí mismos como «nosotros» o «toda la gente sensible en este lugar»; desde afuera, la gente los llama «la camarilla» o «el círculo íntimo».

Pero hay muchos más ejemplos. En El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, por ejemplo, Gatsby, el protagonista, está obsesionado por entrar el círculo, la élite aristocrática de East Egg (representada por Tom y Daisy Buchanan), llevado por su deseo de recuperar a Daisy. Pero ello no le traerá felicidad, sino insatisfacción y muerte.

En Las Crónicas de Narnia, del propio Lewis, Edmund traiciona a sus hermanos para ser aceptado en el círculo exclusivo de la Bruja Blanca.

En El Señor de las Moscas, la famosa novela de William Golding, el círculo interno está representado por el grupo «fuerte» de Jack. Finalmente, la dinámica «nosotros» frente a «ellos» destruye la comunidad original y lleva al asesinato y la barbarie.

En Rebelión en la Granja, también de Orwell, el círculo exclusivo es la elite gobernante, constituida por el cerdo Napoleón y sus seguidores, quienes crean un régimen exclusivo bajo el cínico lema «todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros». Ello los vuelve opresores, traicionando los ideales iniciales de la revolución, al priorizar el estatus sobre el bien de la comunidad.

Finalmente, en Hamlet, de William Shakespeare, el círculo lo constituye la corte real, marcada por el secretismo y la traición. Polonio y Rosencrantz/Guildenstern buscan entrar en esa camarilla, traicionando a Hamlet. La lealtad al círculo interno anula la auténtica lealtad: a la verdad y a la amistad.

En contraposición, Tolkien muestra un claro contra ejemplo en la Comunidad del Anillo con un modelo totalmente opuesto: no cerrado, sino abierto y servicial; no interesado, sino amical. Es una comunidad ordenada al bien común, no al poder, el estatus o el dinero. Nadie entra por estos intereses particulares, sino por vocación. Pide mucho más de lo que ofrece.

El propio nombre —Fellowship, “compañerismo”— es la antítesis del “Inner Ring”: en lugar de excluir, integra; en lugar de dominar, sirve. En sus miembros —especialmente en Frodo, Aragorn y Gandalf— se cumple la paradoja evangélica: «Si alguno quiere ser el primero, deberá ser el último de todos y el servidor de todos».

Como vemos, la buena literatura nos muestra a las claras que los «círculos internos» son una trampa recurrente: prometen pertenencia, estatus y poder (y, sobre todo, algo más sutil y demoníaco: el anhelo de ser admitido, de ser «uno de ellos», de no quedar fuera), pero exigen lealtad desmedida, pérdida de identidad, renuncia a la moral y, a menudo, entrega de la propia vida. Como advirtió Lewis, su atractivo radica en una ilusión perversa: la de que su exclusividad nos hará felices, cuando en realidad nos vacía y nos aliena.

Todos estos libros (y muchos otros no citados), al exponer estos peligros, nos invitan a crear comunidades abiertas, basadas en valores compartidos y en la amistad (como ocurre en El Señor de los Anillos), huyendo de esos corruptos círculos de exclusividad.

14.10.25

La moderna herejía del amor: de la firme voluntad al placer efímero

                                     «Dante y Beatriz». Cesare Saccaggi (1868-1934).

          

               

        

               

«Aunque yo hable la lengua de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que resuena o címbalo que retiñe. Y aunque tenga don de profecía, y sepa todos los misterios, y toda la ciencia, y tenga tanta fe que logre trasladar montañas, si no tengo amor, nada soy».

San Pablo. 1 Corintios 13, 1-2.



«Las cosas buenas pasan, al igual que las malas,

Mientras tú y yo permanecemos».

G. K. Chesterton. Canción de boda.

     

               

  

        

En una entrada anterior hablé del vicio de la lujuria y de los efectos demoledores que su práctica desatada está causando en las almas de muchos, especialmente en niños y jóvenes. Hoy continúo abordando este tema, pero enfocado en un aspecto muy concreto de esa labor de demolición: la destrucción del amor entre los dos sexos.

El concepto sagrado del Amor —entendido hasta hace no mucho por sabios y legos como una elevada voluntad de entrega al bien del otro— ha sido reducido por las ideologías modernas a una mera parodia de sí mismo. No es la primera vez que les hablo del amor; del amor como un «sí quiero» dicho al ser del otro, un «sí quiero» que implica una entrega, un cuidado, una generosidad que trasciende la mera inclinación sensual del momento. Un compromiso que va más allá del estrecho ámbito de la carne, para hacerse otro con uno mismo y uno mismo con otro, y proyectarse, incluso, más allá de este mundo.

    

El Amor como Voluntad y Donación

Esta idea es tan antigua como el hombre, aunque su comprensión plena llegó más tarde, en lo que algunos llamamos «la plenitud de los tiempos». Cierto es que los antiguos griegos y romanos ya comprendían con claridad meridiana la distinción entre Eros y Ágape. Aristóteles en su Retórica nos dice que amar es «querer el bien para otro en cuanto otro», y Cicerón, en De Officiis, enseñaba que el verdadero amor reside en «desear el bien del amado por el amado mismo», no por provecho propio.

Pero es el cristianismo el que, no a través de razones o leyes, sino por medio de una Persona, elevó esta entrega a una virtud que nos trasciende y es don, regalo: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13); «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 13, 34-35); «Abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne» (Marcos 10, 6-9).

El amor entre sexos, como una derivada del Amor con mayúsculas, fue, en todo caso, un acto de la voluntad, que debía ir convenientemente acompañado por el afecto natural y la apetencia legítima —dones del Creador para atraer a los esposos a su función primordial—, pero que jamás debía reducirse a ellos.

Mas una moderna herejía transita entre nosotros, empañándolo todo de ponzoña y proclamando que «sin sexo no hay amor», convirtiendo así lo accesorio en principal y lo sagrado en una transacción fisiológica. De esta guisa, si no hay desde un principio (y en ocasiones solo tiene lugar ese principio) pasión ardiente y desenfrenada, entrega carnal, no hay compromiso ni, por supuesto, amor. Se confunde el preludio con la sinfonía, la chispa con el fuego, la semilla con el árbol. Lo verdaderamente moderno es reducir el amor al sexo, y luego el sexo al placer, para finalmente replegarse sobre uno mismo, centrando el actuar propio en una acción dirigida exclusivamente a la autosatisfacción inmediata y egoísta.

    

La Esclavitud Disfrazada de Libertad

No contentos con esta actitud, los modernos y sus ideologías se ensañan en destruir con minuciosa premeditación lo que pudiera quedar: Se nos enseña —con una persistencia digna de mejor causa— que el amor sería una simple reacción química, una sacudida del sistema nervioso, un impulso de la carne que algunos se molestan en disfrazar de lirismo; pero que ni falta hace. Es más, ese lirismo se nos presenta como un vestigio trasnochado que solo aporta estorbos y cadenas donde no debe haberlas.

Sin embargo, lo que hay tras esa persecución del sexo desligado de propósito, de esa mecanicista y química relación, es, sin duda, cadenas, y de las más gruesas; ocurre que son más invisibles para el hombre moderno que el aire mismo que respira.

Y así, ese pseudoamor se disfraza de felicidad, de autorrealización, mas, como bien sabían los antiguos, la lujuria desbocada y desnuda genera insatisfacción y tristeza, pues exige novedad constante e intensidad creciente, llevando al alma a un abismo de vacío, irritación e infelicidad. Catulo ya lamentó este regalo envenenado en sus versos a Lesbia: «Amo y odio. ¿Por qué? Quizá preguntes./Ignoro, pero así me atormento». Y Edgar Morin, recogiendo un antiguo adagio atribuido a Galeno, nos dice agudamente:

«Y el verdadero amor se reconoce en que sobrevive al coito, mientras que el deseo sin amor se disuelve en la famosa tristeza poscoital: “Homo tristis post coitum” [El hombre está triste después del coito]. Quien es sujeto del amor es “felix post coitum” [feliz después del coito]».

Porque, el hedonista, lejos de hallar saciedad, descubre que su apetito crece a cada instante, como el fuego con el aceite. San Agustín confesó con amarga elocuencia el tiempo perdido persiguiendo esos placeres vacuos e insaciables: «Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva… / Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera» (Confesiones, X). El placer buscado por sí mismo aparta al hombre del Amor verdadero y, por lo tanto, de su propio destino.

Y es que el amor, el de verdad, transciende el momento, trasciende el acto; es incluso más grande que nosotros mismos. Nos transforma, nos eleva, nos vincula con lo eterno. Es una llama que consume, sí, pero no los cuerpos, sino los orgullos, los temores y los egoísmos. Y solo entonces es fecundo. Solo entonces es gozoso. Solo entonces es libre.

Como nos dice el Apóstol en su conocida carta a los Corintios:

«El amor es paciente; el amor es benigno, sin envidia; el amor no es jactancioso, no se engríe; no hace nada que no sea conveniente, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se regocija en la injusticia, antes se regocija con la verdad; todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca se acaba».

De no ser así, no tendremos amor sino otra cosa; no solo nos esclavizaremos a nuestras pasiones fingiendo libertad, sino que, tras este juego de manos, ocultaremos a nuestros ojos el centro de la tragedia: la cosificación del prójimo y la deificación del yo. Cuando el placer de uno –y de esta manera uno mismo– se erige en dios, el otro deviene en cosa. El cuerpo ajeno es reducido a un medio para la autosatisfacción, negándose así su dignidad de persona. Y así, la relación deja de ser un encuentro de dos almas para convertirse, en el mejor de los casos, en una transacción, y en el peor en una explotación; sin que el amor siquiera llegue a nacer.

Porque el amor, el verdadero amor, es donación, que, como sabemos, es lo opuesto al intercambio comercial, y al uso y al abuso: Es entrega, no apropiación; es servicio, no exigencia. Como dice el filósofo alemán Josef Pieper, «el amor es, por naturaleza, algo no debido. Es esencialmente, y por lo tanto siempre, un don. Es, estrictamente hablando, el don por excelencia». Y en un ambiente así, en el que el amor se compra o se vende, es esperable que muera o que ni tan siquiera surja.

Nos hemos vuelto en nuestra presunta modernidad, incapaces de experimentar la plenitud de un amor, el de verdad, que exige sacrificio, paciencia y, sobre todo, una mirada que ve al otro, no como remedio para nuestras necesidades o caprichos, sino como un ser digno de ser amado por sí mismo.

En resumen, hemos trocado el oro de la voluntad amorosa por la escoria del placer egoísta o el vacuo sentimentalismo. Y en este cambio, sin duda, hemos perdido. Solo el verdadero amor, aquel que brota de una voluntad libre y orientada al bien del otro, es un manantial de vida; su distorsión, en cambio, como hoy ocurre, no es sino un camino hacia la perdición del alma.

    

Matrimonio y Fecundidad

Cierto es que este amor mundano va comúnmente asociado a la pasión. Pero esta pasión, inicialmente voluble y animal, se purifica por su propia fecundidad, como nos dice Chesterton. Y así el amor, en un sentido material, será reconocido por sus frutos.

Pero para que el amor dé los frutos adecuados, no puede discurrir sin cauce alguno: precisa de un lugar donde crecer, florecer y fructificar, donde dar aquello para lo que fue hecho, y ese lugar es el matrimonio católico: una alianza libre y fiel entre un hombre y una mujer, indisolublemente unida y abierta al milagro de la vida, como reflejo del amor de Dios. Es ahí –en ese matrimonio– donde el sexo cumple su propósito y es ahí donde contribuye al pleno florecimiento humano. 

En uno de sus más significativos –y desconocidos– discursos sobre el matrimonio (dirigido a Mary Anne Bowden, la hija de uno de sus mejores amigos), el cardenal Newman escribe estas hermosas palabras sobre el profundo significado del amor matrimonial, como apego irrevocable y comunión inescindible y fiel con otra persona, fundamento real e imprescindible de la familia y de toda sociedad humana:

«Dos criaturas mortales de Dios, colocadas en este mundo rudo, expuestas a sus muchas fortunas, destinadas al sufrimiento y la muerte, se dan la mano y se dan la fe el uno al otro de que cada uno amará al otro por completo hasta la muerte. De ahora en adelante, cada uno está hecho para el otro; cada uno posee los afectos del otro de una manera trascendente; cada uno ama al otro mejor que a cualquier otra cosa; cada uno es todo para el otro; cada uno puede confiar en el otro sin reservas; cada uno es del otro irreversiblemente».

Es mucho lo que aquí está en juego: la familia, la sociedad misma y, en último término, nuestra propia humanidad. Y a pesar de ello, hace ya demasiado tiempo que hemos dejado de defender esta verdad, con las consecuencias que que hoy padecemos. Joseph Sobran lo explica, como siempre, con gran claridad:

«Una vez que la familia se debilita, la dignidad del individuo se debilita. Las personas se vuelven todas intercambiables, sin compromisos especiales y duraderos con los demás. El matrimonio se reduce a un “pedazo de papel", mera convención burguesa. En un entorno moral así, es difícil argumentar contra el aborto. Si las personas son intercambiables, las más indefensas entre ellas se vuelven desechables. (Uno comienza a escuchar el argumento a favor de la eutanasia y el infanticidio: la categoría de lo “no deseado” se expande)».

Por eso debemos comenzar por rescatar al amor de verdad; para nosotros, y especialmente, para nuestros hijos; ese que nace de Aquel «que mueve el sol y las demás estrellas».

Y en este asunto –como en casi todos–, en la buena literatura encontramos referencias útiles y enriquecedoras. Hay mucho donde elegir. Ya hemos hablado de la maestra de las maestras: Jane Austen, y a sus novelas les remito. Pero, igualmente, hay otras obras, que aun siendo «para jóvenes», ofrecen una antropología del amor mucho más profunda que mucha literatura adulta contemporánea, y desde luego, que la literatura para jóvenes que se fabrica hoy. Su actualidad está precisamente en rechazar la reducción del amor a puro sexo, por naturaleza insatisfactorio, o a una emoción, y por tanto a un sentimiento, volátil y pasajero.

Dos mujeres pueden ser nuestro primer puerto de atraque: Lucy Maud Montgomery y Louisa May Alcott. Su obra constituye un contundente alegato literario contra la concepción moderna del amor reducido al mero apetito sexual, al placer egoísta o al sentimiento efímero. Ambas autoras defienden el amor como acto voluntario de entrega desinteresada, donde el deseo sensual es un componente natural, pero subordinado al bien del otro. En sucesivas entradas lo comprobaremos, examinando algunas de sus obras.

4.10.25

Las pandillas juveniles en cinco libros

                         Ilustración para «El aula volante», de Walter Trier (1890-1951).

  

      

 

«¡Y pensar que cuando crezcamos podemos ser tan tontos como ellos!».

Louis Pergaud. La guerra de los botones




«Pero no soy ningún héroe. No sabía lo importante que era para mí venir aquí. Solo vine a luchar, como los demás. Como ellos, como mis amigos».

Ferenc Molnár. Los chicos de la calle Pál




«Hay que aprender a tragarse los golpes, como dicen los boxeadores. Hay que aprender a tragarlos y a digerirlos. Si no, a la primera bofetada que te dé la vida, te quedarás aturdido».

Erich Kästner. El aula voladora




«Éramos todo lo que teníamos… Moriríamos el uno por el otro. Esa era la cosa con los Greasers».

Susan E. Hinton. Rebeldes

            

            

«—¡«Guillermo»! —le dijo en tono de reproche—. ¡Si tú no cesas de pelearte con esas terribles bandas por todo el pueblo!».

Richmal Crompton. Guillermo el gangster

 

 

 

LA GUERRA DE LOS BOTONES, de Louis Pergaud (1912)

 

Louis Pergaud, conocido como «el Balzac de los animales» por su maestría para contar historias del mundo animal —ámbito en el que se prodigó abundantemente—, usó su destacada capacidad de observación, su habilidad con las palabras y su experiencia como maestro rural para ofrecernos, en su novela titulada La guerra de los botones (1912), una crónica muy realista y, a la vez, divertida y amena, de una parte fundamental del crecimiento adolescente masculino: las pandillas y las rivalidades y peleas que estas traen inevitablemente consigo.

En su prefacio, Pergaud se sincera sobre su intención:

«Quería devolver un momento de mi vida de chaval, de nuestra vida entusiasta y brutal de salvajes vigorosos, en lo que tenía de franco y heroico, es decir, liberado de las hipocresías de la familia y la escuela».

Lo cierto es que la historia se cuenta sola. Es otoño en Francia —uno se lo imagina con ese cielo raro, gris cansado como diría Lorca, como de metal—, y unos chicos de dos pueblecitos del Midi francés, Longeverne y Velrans, se están peleando a muerte. Literalmente. No con navajas, machetes, pistolas ni nada parecido, pero casi. El gran Lebrac (Pacho en alguna traducción), que es como el jefe supremo de los primeros, organiza a los suyos como si fueran Napoleón. Pero los del otro lado no se quedan atrás.

Mientras en la escuela todos tienen que fingir que son alumnos modelo —para que no los castiguen y puedan salir a pelear—, fuera, en la libertad del campo, son infantería de choque, comandos, soldados rasos, subtenientes, generales, tesoreros, espías, o lo que toque. Esta dualidad casi esquizoide se explica por el concepto que el autor tenía de lo que les esperaba a los chicos en la escuela: «educar a un niño no es más que enseñarle a fingir».

Y entonces, al salir de las clases, los chicos dejan de fingir, y empieza la guerra. Una guerra sin cuartel ni reserva. Ropas hechas trizas. Heridas y golpes. Pero también mucho heroísmo, camaradería, arrojo y valor. Y para los que tienen la mala suerte de ser hechos prisioneros, el castigo es humillante: el desafortunado chico es azotado, desvestido y devuelto con los pantalones por los tobillos, con todos los botones arrancados por el enemigo como trofeo. Lebrac/Pacho y su ejército dan un golpe estratégico al entrar desnudos en batalla, pero su triunfo dura poco… Y aquí, en medio de la batalla, se erige sobre los demás un alma grande encerrada en un cuerpo pequeño; un héroe peculiar, para nada semejante a los guardianes platónicos; no hay en él mucho del alma irascible ni de la virtud marcial de Lebrec/Pacho; pero sigue siendo un héroe: les hablo del Petit Gibus (o el Chiquiclac, según las traducciones), un pequeño luchador cuya lealtad, valor y pureza de corazón son inolvidables.

Y así, en el libro, todo, o casi todo, se torna lucha, escaramuza, emboscada y fragor. Uno no sabe si reírse o llorar. Los chicos entran en combate y luchan sin denuedo ni fatiga, pero, claro, eso no podía durar. Nada dura. Siempre sucede algo. Todo es un desastre, pero un desastre glorioso.

Así que, luego, tras los combates, llega la frustración del armisticio, de la mutua claudicación, cuando los dos jefes de bandas, Lebrac/Pacho y el Azteca, se ven obligados a reconciliarse: «Es por mi padre, —también es por el mío. —¡Y pensar que cuando seamos mayores, a lo mejor seremos tan tontos como ellos!». ¡Qué clarividencia!, y también, qué tristeza: el conformismo y la crudeza de lo real comienzan a imponerse sobre la espontaneidad y la maravilla de lo imposible propios de los muchachos, cuando estos empiezan a hacerse hombres.

Hay algo de salvaje en todo eso. Y también de espontáneo, fresco y auténtico. Algo crudo, sí, pero también bello y divertido. Pergaud no solo era un hábil contador de historias; también tenía un oído bárbaro: las palabras, los insultos, el tono y las formas de ese mundo juvenil… todo suena real. Uno se mete en esa pandilla y la ve como propia, como la suya; y ya no quiere salir. Como pasa con el libro; cuando empiecen a leerlo no podrán parar.

 

LOS CHICOS DE LA CALLE PÁL, de Ferenc Molnár (1907)

 

Ferenc Molnár, un escritor húngaro conocido por sus obras de teatro (lo que lo convirtió, probablemente, en el dramaturgo más célebre de Hungría), se descolgó, allá por 1907, con una novela juvenil, titulada Los chicos de la calle Pál, que hizo historia; y no solo en Hungría —donde se lee en todos los colegios—, pues se ha traducido a más de cuarenta idiomas.

Lo curioso es que Molnár ni siquiera pensaba escribir para muchachos. Pero le salió esta historia y, no se sabe cómo, pero el caso es que logró meterse en la cabeza de unos críos de Budapest de finales del siglo XIX como si fuera uno de ellos. Nada de filosofía educativa. Nada de niños modelo. Muy lejos de la Condesa de Segur y el padre Coloma. Solo muchachos que se la juegan en un solar que para ellos es más que la patria.

La historia trata de una banda de chavales —sí, una pandilla de verdad, no como esas de hoy en día que solo chatean—, “Los chicos de la calle Pál”, que se enfrentan a otra banda, “Los camisas rojas”, en una guerra total y gloriosa. Sudor y polvo, palos, códigos de honor, traiciones, y todo eso.

Y un par de personajes de una pieza: un tipo pequeñajo que se llama Nemecsek. Es el más flacucho, el más ninguneado, pero también el más valiente de todos. Un chico con más agallas que cien adultos juntos. Y que purifica todo lo espurio e impuro de estas luchas con un final glorioso. Y, a su lado, y al frente de todos los demás chicos de la banda, un líder natural, Boka, protector y proveedor (organiza el botín, lidera los ataques), con el que siempre se puede contar para capitanear la tropa.

Y tras las vicisitudes, afanes y tribulaciones, llenas de contiendas y mil batallas, de victorias y derrotas, un final inesperado que deja un cierto amargor en la boca, un final que preludia el ocaso de una infancia memorable, con el primer encuentro con la muerte y la lección de que, a veces, el esfuerzo y el sacrificio parecen ser en vano. Aunque algunos sabemos que no lo son.

Como dice Carmen Bravo-Villasante: «una gran novela, en la que los principales rasgos de la psicología infantil están muy bien estudiados, así como la acción dramática, que en todo momento interesa y que está impregnada de poesía y de fino humorismo». Una novela lúdica y emocionante que ni ustedes ni sus hijos se pueden perder, en la que el mundo de la infancia y su paso a la madurez, tierno e implacable a la vez, está maravillosamente descrito.



EL AULA VOLADORA, de Erich Kästner (1933)

 

Ahora cambiamos de tercio. Sí, seguimos con pandillas, amistad, enfrentamientos y contiendas, es verdad. Pero el escenario cambia. De un mundo abierto —las calles de Budapest o las campiñas y bosques del Midi francés— pasamos a un espacio interior: un internado situado en la Alta Baviera alemana, más asfixiante, más condicionado, más solitario.

Hay algo singular en El aula voladora (1933), la novela de Erich Kästner, que permite, al menos, dos lecturas: una divertida y otra más dura y amarga. Los jóvenes verán en ella una novela de internado, llena de travesuras y peleas. Pero Kästner sabía de lo que hablaba y quiso contarnos algo más. Y así, la novela se transforma de repente en un pequeño diario lleno de tenues temores y penas, escrito con esa letra temerosa y torpe de niños que crecen solos y que todavía creen que la vida puede mejorar.

Los protagonistas han sido, en cierta forma, dejados de lado. Como ocurre en todos los internados, en el de la novela, el Gimnasio Johann-Sigismund, la ausencia paterna flota en el ambiente. Además, otras circunstancias nada halagüeñas pesan sobre los muchachos: Martin lidia con la pobreza que le aprieta como un zapato dos tallas menor; Johnny, con la orfandad, aunque nadie lo diga en voz alta; y Matthias, con ese temperamento irascible que siempre lo mete en líos. Cada uno lleva su batalla secreta como puede. Y, sin embargo, juntos, consiguen superar todo ello. Su amistad, inquebrantable y leal, aunque se revele por momentos torpe, imperfecta, a veces ridícula, se convierte en un salvavidas que funciona mejor que cualquier abrazo, abrigo o sermón.

El centro de la historia es la rivalidad entre el Gimnasio y otra escuela, la Realschule, que desemboca en una pelea (una especie de ordalía, un duelo de Dios) entre los dos campeones de cada bando, Matthias y Wawerka, y una reñida pelea de bolas de nieve entre todos los chicos. Los protagonistas ganan ambas contiendas, aunque la victoria no sea tan dulce, pues terminan siendo castigados por el director del colegio. Otras partes de la trama incluyen los ensayos y la representación de una obra de teatro delirante escrita por Johnny, titulada El aula voladora, y la amistad de los chicos con un médico que ha abandonado su profesión y que vive en un compartimento de tren desguazado. Por una circunstancia relacionada con los chicos, el hombre se rehabilita profesionalmente, convirtiéndose al final de la historia en el nuevo médico de la escuela.

El libro no engaña, pues crecer sigue siendo duro, los mayores siguen estando distraídos o ausentes, y la vida adulta llega a bocanadas que ahogan por momentos. Pero Kästner es tierno y melancólico, y eso ayuda. Ayuda a entender que el “aula voladora” no es tanto un escenario escolar o una farsa teatral, como la metáfora de lo que significa crecer: despegar sin estar del todo preparado, dar saltos en el vacío confiando en que algo o alguien va a sostenerte. Y ahí están los camaradas, los compañeros, los amigos.

Aun así, hay un resquicio luminoso que se abre en cada página y que tiene por nombre esperanza; algo que, como sabemos, no se inculca ni se enseña; algo que se regala y que llega de improviso, suavemente, como la luz mortecina entre las persianas de la ventana de un dormitorio de internado. Pero, como también sabemos, hay que aceptar ese regalo; y parece que Martin, Johnny y Matthias lo hacen, lo que convierte la lectura de este libro en algo especial.

 
REBELDES, de Susan E. Hinton (1967)
 
Y siguiendo con las guerras entre pandillas, Rebeldes, de S. E. Hinton es otro clásico. Más moderno, más duro. 
 
El narrador es Ponyboy, un nombre que ya nos dice bastante sobre él. Es un Greaser, es decir, pertenece al bando de los chicos pobres, los que no tienen ni para ropa buena, pero tienen orgullo que, a veces, vale más. Los otros son los Socs (abreviatura de Socials), los niños ricos, los pijos, los que tienen de todo. Entre ambos bandos existe un conflicto inevitable que se desarrolla en Tulsa, Oklahoma, en 1965. 
 
Pero esta guerra no nos es contada por Ponyboy como un cuento de niños; se asemeja más a una tragedia griega de Sófocles o Eurípides: aquí hay muerte, entre grasa, aceite y coches de los buenos, entre puñetazos y patadas, navajas y alguna pistola, entre angustias y risas. Hay muerte y tristeza, pero también fraternidad, valentía y compromiso.
 
Hinton no se anda por las ramas; ella tenía 16 años cuando escribió la novela, y estaba sintiendo en sus carnes y en su alma aquello que trataba de contar. Así que parece una más. Semeja alguien que ha vivido lo que relata. Por eso no extraña que escriba como si estuviera ahí, en medio de los Grasers o de los Socs. 
 
Y lo que cuenta, como venimos comentando en las demás novelas, excede el tiempo y el espacio. Es de hoy tanto como lo fue de ayer. Porque sigue habiendo muchachos como Johnny que se parten el alma y se deja la piel, sino la vida, por unos niños desconocidos, y chicos como Ponyboy que solo quieren entender qué han venido a hacer a este mundo y cuál es su lugar en él. Y, sobre todo, la novela trata de grupos de muchachos, de bandas y pandillas que les sirven de andamiaje espiritual y físico, y les proporcionan refugio e identidad.
 
El libro fue controvertido en su momento y sigue generando debate, hasta el punto de que ha sido prohibido en algunas escuelas y bibliotecas estadounidenses por su contenido explícito, que incluye violencia, consumo de alcohol y tabaco por menores, lenguaje fuerte y disfunción familiar (lo que en mi opinión no lo descalifica, sino que solo exige —como en muchos otros libros— una conversación previa y un seguimiento de la lectura por parte de los padres). A pesar de esto, se utiliza como parte del plan de estudios de literatura y lengua en muchas escuelas de secundaria y preparatoria en Estados Unidos.
 
La novela tuvo una exitosa y conocida adaptación cinematográfica que fue dirigida en 1983 por Francis Ford Coppola.
    
 
GUILLERMO EL GÁNGSTER, de Richmal Crompton (1927).
 
 

Y finalizo con uno de mis favoritos: el inefable e incorregible, pero puro e insobornable, Guillermo Brown.

Es verdad que Guillermo y su pandilla, los Proscritos (los leales Pelirrojo, Enrique y Douglas), rivalizan constantemente con otras bandas de chicos, especialmente con la del cursi e insoportable Humberto Lane, los Lanistas, el grupo de los estirados. También es cierto que, en la mayoría de los casos, tales disputas suelen resolverse —casi siempre a favor de nuestros héroes, para deleite de los lectores— mediante métodos alejados de las leyes de la física.

Más bien, estas confrontaciones grupales se deciden a través de la estratagema y el sarcasmo, en un sorprendente plano intelectual muy distante de las peleas físicas directas. La buena de Crompton —como maestra que era— no podía permitir que la pasión animal que burbujea por las venas de todo escolar que se precie trascendiera a sus libros. Como diría Guillermo: «Los adultos, siempre arruinando las cosas. Siempre». Menos mal que, al menos, dejó entrever en sus historias el ingenio, el ridículo y la astucia que tan a menudo emplean los Proscritos para doblegar al adversario.

De todas formas, a veces a los adultos se nos escapa. A veces, la vigilancia falla. Es lo que pasa con los niños, te descuidas y…¡zas!, te la lían. Da igual lo que intentes, no puedes mantener todo el tiempo la cautela y la prudencia (los pobres Troyanos lo atestiguan). Siempre hay un momento en el que algo pasa. Y en las historias de Guillermo, Crompton bajó la guardia allá por el año 1927, en un relato contenido en el libro titulado Guillermo el gánster. En el relato, llamado precisamente Guillermo el gánster, asistimos gozosos a una batalla campal entre los Proscritos y las bandas de los odiosos Humberto Lane y Bertie Banks. Por una vez, en lugar de una humillación elegante, tenemos una derrota ignominiosa. Una auténtica y gloriosa paliza. No me resisto a reproducir el fragmento:   

 
«En la zona del césped que se vislumbraba por la ventana apareció una masa de niños luchando. Guillermo se había apresurado a repartir las armas entre su banda y cayeron por sorpresa sobre sus enemigos. Unos luchaban cuerpo a cuerpo, y otros disparaban sus pistolas de agua, tiradores y cerbatanas.
 
(…) En el exterior la lucha se intensificaba. Pelirrojo había conseguido derribar a Huberto Lane en el centro de un macizo de rosales y le estaba haciendo tragar tierra. Bertie Frank, aturdido por el agua disparada con su propia pistola, y cegado temporalmente por un corcho lanzado con su propia escopeta de aire comprimido, intentaba, sin conseguirlo, encaramarse a un haya para buscar refugio en sus ramas. Todo el jardín era escenario de una batalla campal en la que se luchaba, forcejeaba y disparaba.
 
(…) La lucha alcanzó aún mayor fiereza, y luego hubo una vergonzosa retirada por parte de Huberto Lane, Bertie Frank y sus secuaces, que pusieron pies en polvorosa con el mayor desorden, seguidos muy de cerca por la banda de los Proscritos que blandían sus armas con aire triunfal».
 
 
 
EPÍLOGO
 
Todos estos libros —situados en Hungría, Francia, Alemania, Norteamérica e Inglaterra— tienen una cosa en común, además de su tema y sus protagonistas: nos muestran a los chicos tal como son, no como los adultos quieren que sean. Y tal como son aquí y allí, entonces y ahora; así de terca es la naturaleza humana.
 
En todos ellos hay inseguridad y coraje, rabia y miedo, lealtad y compromiso, todo apuntalado con códigos extraños y exigentes, pero más verdaderos que los del colegio o los de los campos de juego. Y sí, son violentos a veces. Pero también, en el fondo y en la superficie, fieles y valientes. A su manera.
 
Porque son adolescentes, jóvenes que se abren al mundo y a la vida con más miedo que vergüenza; y eso requiere valor y reconocimiento. Ya lo creo que sí.