3.07.25

Uno de los grandes males de nuestro tiempo: la lujuria

                           

                            «Paolo y Francesca». Obra de Frank Dicksee (1853-1928).

 

    

   

«Facilis descensus Averno».

Virgilio. Eneida

   

«Un mundo viejo se está muriendo, un mundo nuevo tarda en nacer,
y en ese claroscuro surgen los monstruos».

Antonio Gramsci. Cuadernos de la cárcel

   

«El estado del hombre moral es de tranquilidad y paz; el estado de un hombre inmoral es de inquietud perpetua».

Marqués de Sade

  

   
«La lujuria es una cosa débil, pobre, quejumbrosa y susurrante en comparación con la riqueza y energía del deseo que surgirá cuando la lujuria haya sido eliminada».

C. S. Lewis

   

«La raza humana está bajo el poder del diablo más por la lujuria que por todos los demás vicios».

San Bernardo

   

 

 

Creo que es hora de hablar de un asunto del que pocos quieren hablar y que, sin embargo, es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo.

«¿A qué problema se refiere?», preguntarán ustedes.

El filósofo Edward Feser lo expresa así:

«El mundo está ardiendo por lo que la gente está “haciendo en el dormitorio”: millones de bebés abortados, millones de niños sin padre atados a la delincuencia y a la pobreza, millones marcados por el divorcio y la inestabilidad familiar, millones de adictos a la pornografía, millones de mujeres solas después de ser usadas por hombres, innumerables mentes desordenadas que ni siquiera saben de qué sexo son».

Este es el mundo que dejamos a nuestros hijos. Un mundo marcado por un pecado especialmente desestabilizador, que proyecta su oscura sombra sobre la sociedad que lo acoge: la lujuria.

Porque no se engañen: los pecados sexuales atacan directamente nuestra naturaleza social, al desestabilizar a la familia, célula básica de toda sociedad. Mas, a un tiempo, atacan también a nuestra naturaleza racional. Como enseñan Tomás de Aquino y, antes que él, Platón y Aristóteles, la lujuria, más que cualquier otro pecado, lleva consigo la tendencia a subvertir el pensamiento racional, oscureciendo el intelecto. Sobre esto ya les he hablado aquí.

Por todo ello, estos pecados de la carne son muy graves, aun no siendo los más graves. Y, en este momento, destacan negativamente sobre casi todos los demás, actuando como cargas de detonación colocadas estratégicamente en los pilares maestros de nuestra cultura y sociedad. De hecho, como nos dice Aquino, la lujuria es un vicio capital, «en razón precisamente de lo que hay de particularmente vehemente en su objeto, que hace que los hombres se encuentren extremadamente llevados a él».

La Iglesia lo ha entendido siempre así. Tradicionalmente, enumera los peores pecados sexuales junto con aquellos que «claman venganza al Cielo». Así que, desengáñense: no se puede estar a favor de nada bueno sin estar en contra de la inmoralidad sexual. La moral sexual es la base de la civilización porque da forma al fundamento mismo de esta: la familia.

Feser lo resume bien:

«Como habría predicho Tomás de Aquino, la fornicación generalizada ha dado lugar a un enorme número de niños pobres, niños delincuentes y niños muertos. Así, el sexo, que tiene como fin natural la generación, crianza y educación de los niños, ahora conduce regularmente, a través de la ilegitimidad y el aborto, al empobrecimiento, la corrupción moral y el asesinato de los niños».

Pero la negativa de Occidente a reconocer esta realidad, excluye –o quizá solo hace muy difícil– cualquier posibilidad de restauración de una civilización que semeja ya perdida. Esto se manifiesta en desórdenes como el divorcio, el sexo prematrimonial y casual, el aborto, el falso “matrimonio” entre personas del mismo sexo, la castración masiva de niños o la pornografía al alcance de cualquiera –incluso de los más pequeños–. Y esta falta de reconocimiento muestra cuán profunda es su depravación.

La estrategia del enemigo y el verdadero propósito del sexo

Como hemos constatado tristemente estos días, muchos, o bien no perciben el peligro, o bien lo devalúan o no lo consideran urgente. Pero el Enemigo, por supuesto, no actúa así. Wilhelm Reich escribió: «El proceso sexual de la sociedad siempre ha sido el núcleo de su proceso cultural». Y Engels observó que en cada gran revolución la cuestión del “amor libre” salta al primer plano.

El Enemigo y sus adláteres comprenden la importancia crucial del sexo y, sobre todo, de la concepción que sobre este reside en las mentes de los hombres. Asmodeo y sus ayudantes están siendo tremendamente eficaces en su labor de incitación, mentira y confusión. El amor que invocaban ante Dante, en su morada infernal, Francesca y Paolo (los protagonistas del cuadro que encabeza el artículo), era equívoco; era un instinto animal disfrazado bajo la sagrada palabra “amor", un falso amor, retorcido y aberrante en su objeto (en este caso, a causa de su relación adulterina). Así, lo que invocan en su defensa Francesca y Paolo no es lo mismo que arrastrará a Dante, de la mano de su Beatriz, hasta la visión última del Paraíso; ni nace del Amor que, como origen y final de todo, «mueve al Sol y a las demás estrellas». Se trata de una aviesa utilización de la idea de amor, que solo conserva de él el nombre, y que, habiendo extraviado el rumbo, flota, desordenado y perdido, en una dirección equivocada.

Y es que hemos olvidado lo esencial: que el sexo no es un mero placer egoísta. Su finalidad es fundar familias. El placer sexual es bueno, pero siempre dentro del matrimonio, ordenado principalmente a la procreación, y secundariamente, como remedio de la concupiscencia. Marido y mujer tienen el deber moral y social de mantener una vida sexual sana, porque un matrimonio sólido es la base de la crianza y formación de los hijos.

Y este olvido nos está costando demasiado.

La fuerza del impulso sexual y sus peligros

No se trata pues de algo trivial. El impulso sexual tiene una enorme fuerza perturbadora. La carne es débil. Francis Burton, en su Anatomía de la melancolía, escribe sobre la fuerza tormentosa del sexo desatado y ajeno a la templanza:

«La sabiduría de Salomón se extinguió en el fuego de la lujuria; la fortaleza de Sansón se debilitó; las hijas de Lot olvidaron su piedad; los hijos de Elí, la gravedad del sacerdocio; el respeto por la vejez se perdió en los ancianos que quisieron violar a Susana; Absalón echó a perder el amor filial para con su madrastra; Amnón, el amor fraterno hacia su hermana. Las leyes divinas y humanas, los preceptos, las exhortaciones, el temor de Dios y de los hombres, los recursos honestos y deshonestos, el buen nombre, la fortuna, la vergüenza, la desgracia y el honor no pueden hacer frente a esa pasión, sofocarla o resistirla».

Shakespeare lo describe en su soneto 129 como algo que «despilfarra el aliento», «criminal», «brutal», que en su posesión provoca locura y, tras el gozo, deja desprecio y vacío. «Todo esto el mundo sabe, y nadie sabe modos/de huir de un cielo que a este infierno arroja a todos».

La intensidad única del placer sexual puede trastornarnos si no andamos con tiento. Con excesiva facilidad –basada en su perturbadora intensidad–, el deseo sexual puede volverse irrazonable o desordenado. Esto ocurre cuando el hombre se entrega a él de una manera que frustra sus fines naturales.

Feser, con perspectiva tomista, explica:

«El sexo es extremadamente placentero porque, pese a su enorme costo –la responsabilidad de criar nuevos seres humanos–, la naturaleza nos impulsa a él con fuerza. Además, es el acto que consuma, física y emocionalmente, una relación amorosa, añadiendo una dimensión psicológica muy poderosa».

Sin embargo, permanecemos cegados ante todo esto. Una ceguera que tiene su origen –¡oh, paradoja!– en el mismo vicio que somos incapaces de vislumbrar. La mayor prueba de este ofuscamiento es que el sexo, cuyo fin natural es la generación y crianza de niños, conduce hoy día regularmente a su empobrecimiento físico y psicológico y, lo que es peor, a su asesinato masivo. Esto es inmensamente perverso, tanto como el hecho de que no seamos capaces de verlo.

Pero, el asunto no se detiene en los efectos sobre el individuo aisladamente considerado.

De lo individual a lo colectivo: la “liberación sexual” como control social

No les hablo únicamente de un grave pecado. El asunto, como todos los que afectan al hombre, se transforma a partir de ciertas dimensiones en una cuestión social y, por ende, en una cuestión política.

Quien analice con honestidad los últimos 70 años de “liberación sexual” verá que no ha traído más bienes que males sino todo lo contrario. No es ningún secreto que la lujuria es también una forma de adicción. Ciertos sectores ávidos de poder lo sabían y lo saben, y han explotado y explotan esta situación para su propio beneficio. En otras palabras, la supuesta “libertad sexual” es realmente una forma de control social; genera una nueva forma de esclavitud y ha dado paso a unos nuevos amos.

Por eso, cuando los que “quieren nuestro bien” hablan sin parar en este tema de “libertad”, ello es un claro indicio de que de lo que realmente estamos hablando aquí es de esclavitud moral.

Por supuesto, esto viene de lejos, pudiendo remontarse a la expulsión del Edén; pero su uso político, como modo de control, es más moderno. Quizá sus primeros pasos se encuentren en la Ilustración: si el universo es una máquina cuya fuerza principal es la gravedad, también podría pensarse que el hombre es igualmente una máquina cuya fuerza principal reside en el interés propio y cuyo motor funciona con las pasiones. Y de todas las pasiones –como hemos visto– las sexuales son las más explosivas y poderosas. A partir de ahí, no le fue muy difícil a algunos llegar a la conclusión de que el hombre que controlase esas pasiones controlaría a los demás hombres, como estamos viendo.

Advertencias históricas y profecías

Quizá una de las circunstancias más penosas de este asunto es que nos fue anunciado también hace ya tiempo. Platón, en su República, advierte que el hombre democrático, queriendo no tener amo, acaba rechazando toda forma de ley, y sostiene que todos los placeres son equivalentes y deben ser satisfechos por igual.

Así, la idea de un orden natural de las cosas, que dictamine que ciertos deseos son desordenados y deben ser controlados por la razón, le resulta odiosa e inaceptable a este tipo de hombre. Como resultado, la poesía, la música y el arte en general, al carecer de control, guía o propósito, se corrompen por la falta de gracia, ritmo y armonía. Todo lo cual, según Platón, conduce a una cultura que glorifica la maldad, la intemperancia, la vileza y la fealdad. Un estado de cosas que inflige un grave daño a los ciudadanos, especialmente a los niños y jóvenes, al ir acumulando en sus almas una gran cantidad de maldad y vicio, lo cual corrompe sus sensibilidades morales y su capacidad de argumentación racional.

Pero no hemos hecho caso. Ni siquiera hemos atendido a la mayor de las advertencias: recuerden que en Fátima se nos advirtió muy claramente que el matrimonio y la familia serían el campo de batalla final. Y así nos va…

Para acabar, les dejo con dos párrafos proféticos. Uno que escribió hace unos 200 años Edmund Burke. El otro, el que 100 años después nos dejó Chesterton en su imprescindible El manantial y la ciénaga.

Dice Burke que:

«La sociedad no puede existir a menos que se coloque en algún lugar un poder controlador sobre la voluntad y el apetito; y cuanto menos de ella haya dentro, más debe haber fuera. Está ordenado en la constitución eterna de las cosas que los hombres de mentes intemperantes no pueden ser libres. Sus pasiones forjan sus grilletes».

Y Chesterton, apostilla:

«Ha correspondido a los últimos cristianos, o mejor, a los primeros cristianos enteramente dedicados a blasfemar y negar el cristianismo, el invento de una nueva forma de adoración del sexo, que no es ni siquiera una adoración de la vida. Ha correspondido a los últimos modernistas la proclamación de una religión erótica que, a la vez que exalta la lujuria, prohíbe la fertilidad».

Ahora bien, incluso en un mundo sumido en el vicio de la lujuria, el corazón del hombre puede albergar esperanza. Como dijo San Pablo, donde abundó el pecado, sobreabundó la Gracia, como veremos en algunos ejemplos literarios que pasaré a comentarles en próximas entradas.

30.06.25

Refugios de pequeños lectores: entre setos, asombros y palabras

                                       Acuarela de Jessie Willcox Smith (1863-1935).

          

                         

            

«Aprender a leer es encender un fuego; cada sílaba que se escribe es una chispa».

Víctor Hugo

               

            

          

Entre los tres y los cinco años, el niño que se inicia en la lectura descubre las letras con un asombro antiguo. Para él, cada nueva letra representa el hallazgo de una huella en la arena, de una señal que apunta a un misterio por desvelar y a la delicia de hacerlo. Su curiosidad natural se aviva con las ilustraciones que, en una ósmosis conceptual y un simbolismo mágico, acompañan a las palabras, las visten y las adornan. Este es para él un periodo de asombro puro, donde cada nueva palabra descifrada es un acto de creación impulsado por la imaginación, una pequeña conquista placentera que expande su mundo. La lectura ha de convertirse, por tanto, en un juego, en una exploración donde las palabras son desafíos y las historias, recompensas. Y los libritos que les traigo hoy contribuyen a ello.

      

OSITO

 

La serie Osito de Else Holmelund Minarik, iniciada en 1957, es una de las primeras, y mejores, muestras del informal género de “lecturas tempranas", al combinar la simplicidad lingüística con una profunda calidez narrativa. Minarik, maestra de escuela (daba clases de primer curso de primaria en una escuela rural), y perfecta conocedora, por tanto, de los destinatarios de sus libros, insatisfecha con los aburridos métodos de alfabetización de la época, concibió Osito inicialmente para su hija, dando voz a un pequeño oso que explora el mundo con asombro y ternura. Pero lo hizo usando su experiencia docente, lo que le permitió dotar a la serie de un vocabulario asequible sin perder calidez ni tono literario.

Su colaborador en esta obra como ilustrador, Maurice Sendak, entonces un joven que ya despuntaba, dotó a Osito de un aire muy humano gracias a sus suaves trazos, y dio estilo a la ilustración usando un toque decididamente victoriano, especialmente en la vestimenta de los personajes. Su arte en esta serie ha sido calificado por la crítica como «un equilibrio perfecto entre realismo y fantasía». Por otro lado, los tonos desvaídos de sus acuarelas aportan suavidad al escenario en el que se desarrollan las historias, al tiempo que refuerzan la presencia de una atmósfera hogareña, con el afecto de fondo entre Osito y su Mamá, convirtiendo cada página en un espacio seguro donde el niño lector encuentra refugio y consuelo.

Las historias giran siempre en torno al afecto maternal, a la natural exploración infantil y sus consiguientes tropiezos, y a la seguridad emocional que aporta la presencia tranquilizadora de la madre –y en ocasiones el padre o los abuelos–, a la que siempre regresa nuestro osito. Por ejemplo, en Sopa de cumpleaños, Osito aprende que un error —derramar la sopa— no afecta para nada al amor de su madre; y en Osito a la luna, descubre que la imaginación es un territorio tan seguro como el hogar, pero que este es el mejor lugar al que regresar. 

La serie Osito alcanza el deseable equilibrio entre la función pedagógica y la experiencia estética que deben acompañar a los libros infantiles. Minarik ofrece historias accesibles, rebosantes de ternura; Sendak, imágenes que hablan al subconsciente infantil con delicadeza y belleza. Juntos, legitiman la idea de que en la literatura para primeros lectores no basta con enseñar a leer: es imprescindible suscitar asombro, despertar curiosidad, y, sobre todo, brindar un refugio afectivo en cada página. Ese es el verdadero poder de Osito: acompañar al niño más allá del deletreo de palabras, hacia un primer encuentro gozoso con la verdadera lectura.



LA PEQUEÑA CONEJITA GRIS

 

La colaboración entre la escritora Alison Uttley (1884–1976) y la ilustradora Margaret Tempest (1892–1982) en la serie La Pequeña Conejita Gris (1939–1975) representa un afortunado encuentro de esos que de vez en cuando se dan en la literatura infantil. Una asociación que convierte la campiña inglesa en un escenario por el que corretean ejemplares de la fauna local con quehaceres y padeceres humanizados para delicia de los niños. A través de personajes como la conejita Gris, la ardilla Squirrel y el erizo Crespín, Uttley tejió narrativas que trascienden el mero entretenimiento, ofreciendo lecciones sobre las relaciones de amistad, el sacrificio y el respeto por la naturaleza., Mientras, Tempest, dotaba a estas historias de una representación gráfica cálida y nostálgica. Como ha observado algún crítico, Uttley no solo escribió para niños; escribió desde la memoria viva de una infancia que se desvanecía ante sus ojos, capturando la esencia de un mundo rural que ya comenzaba a desaparecer. Solo por eso debemos agradecer el trabajo de Uttley y de Tempest, y sacar provecho de él.

Uttley usa la antropomorfización de sus personajes para lograr lo que pocos autores consiguen: convertir las fábulas en espejos morales sin caer en el didactismo forzado. Sus personajes, aunque vestidos con ropajes humanos, conservan los rasgos instintivos propios de la especie —la curiosidad y astucia del zorro, la afanosidad del tejón—, equilibrando la fantasía con un reflejo realista de lo natural.

Por su parte, Tempest complementa este equilibrio con ilustraciones que evitan la caricatura exagerada y se acercan a las características naturales de los animales, siguiendo la estela de la maestra Potter. Sus acuarelas, de trazos suaves y paleta terrosa, retratan a los animales en escenarios pastorales y vintage —cabañas con techos de paja, huertos en flor—, creando una estética que quizá pueda ser criticada por algunos como una idealización de la vida rural, pero que contiene una gran belleza y sencillez que son de agradecer.

Esta representación del campo como espacio de armonía, como el «paisaje verde y agradable» del poeta William Blake, sin dejar de ser, como ha dicho un crítico, «una Arcadia ilustrada, donde la naturaleza es jardín y los animales, sus guardianes benevolentes», habla por sí misma y, aun prescindiendo de aquello que nos cuenta Uttley, ofrece un refugio de tranquilidad y armonía que Beatrix Potter haría suyo sin dudar, aunque, entre nosotros, ni Uttley como narradora ni Tempest como ilustradora alcanzan la maestría de Miss Potter.

18.06.25

Tesroros perdidos: el canónigo Schmid y la condesa de Ségur

 

«El abuelo cuenta una historia». Obra Albert Anker (1831-1910).

        

        

        

          

«La sabiduría y la prudencia siempre son recompensadas».

Condesa de Ségur



«Aprende a comprender la verdadera belleza de la simplicidad».

Christoph von Schmid

 

 

 

Los dos autores de los que voy a hablarles fueron durante mucho tiempo muy populares; sin embargo, hoy, solo pueden encontrarse en librerías de viejo o en tiendas de segunda mano. Muchos piensan que no deberían tener siquiera la oportunidad de ser leídos: los presumen aburridos, moralistas, desubicados, retrógrados… El crítico y académico, especialista en literatura infantil y juvenil, Jack Zipes, expresa lo que es un lugar común en el mundo de la crítica especializada de hoy día:

«El cuento de hadas también se convirtió en un medio para reflejar las frustraciones de la industrialización y la racionalización del trabajo. Autores como Catherine Sinclair, George Cruikshank y Alfred Crowquill en Gran Bretaña, Carlo Collodi en Italia (autor de Pinocho), la condesa Sophie de Ségur en Francia y Ludwig Bechstein en Alemania enfatizaron lecciones morales alineadas con la ética protestante y la supremacía masculina».

Pero no es así. ¡Háganme caso; denles una oportunidad!

Ambos tienen en común que revolucionaron el estilo de contar y la forma de abordar las historias infantiles, de manera que estas, sin perder un ápice de interés, agilidad y entretenimiento, siguen transmitiendo lecciones morales casi sin que los niños se den cuenta.

Lo primero –su estilo ágil y atractivo y su capacidad de atrapar la atención infantil– los hace aptos para los tiempos acelerados e inatentos en los que viven nuestros chicos hoy, y lo segundo –su contenido aleccionador en virtudes y bondades– los hace muy convenientes por razones obvias. Aunque, como ya señalé, este último aspecto merece la antipatía y el prejuicio de muchos críticos y académicos modernos.

En suma, que las obras de los autores a los que me refiero responden al díptico horaciano de instruir entreteniendo con solvencia.

  

CHRISTOPH SCHMID

 

El primero de los autores de los que les hablo es Christoph von Schmid (1768-1854), un cura rural al que le dio por escribir cuentos para niños mientras Europa se convulsionaba entre revoluciones. En una época árida por el racionalismo de los Kants, Fichtes y Humes, sus incursiones en las poéticas brumas de la imaginación hicieron mucho bien; tanto como el que pueden hacer ahora.

Sus primeras obras traducidas al español datan del año 1840 y se recogen en cuatro volúmenes bajo el título: Obra dedicada á los niños y á los amigos de la niñez. En su introducción se podía leer lo siguiente:

«Nadie ignora ya cuanto importa á las naciones la buena educación de los niños, que dentro de pocos años han de venir á formar la sociedad y á labrar su dicha ó desventura. Deseosos de contribuir, en cuanto nuestras fuerzas alcanzaren, á un logro de tanta trascendencia, hemos ido examinando varias obras destinadas á la niñez, así en Francia como en Inglaterra y Alemania, y ninguna, á nuestro entender, llena tan cumplidamente su objeto como las del Alemán Cristóval Schmid. Con efecto, no cabe para los niños leyenda mas amena, sólida é instructiva, que con mas dulzura se interne en los ánimos y deje mas gratos recuerdos. La sencillez de sus conceptos y estilo es tal que dirían que el autor es un niño, ó por mejor decir, un anjel que comunica á otros niños su moralidad acendrada, su cariño entrañable á la humanidad, y la pureza de sus costumbres».

Dado el éxito alcanzado con esta publicación, desde entonces comienza a editarse ininterrumpidamente en España a lo largo de todo el siglo XIX, alcanzando gran fama y siendo reconocido como «el gran clásico infantil de la época», empezando a hacerse populares títulos como Los huevos de Pascua, Genoveva de Brabante, La luciérnaga, El nido del pájaro y otros muchos; como puede leerse en una crítica de la época: «Su estilo es gracioso y sencillo, acompañándole el interés y el ingenio, cautivando en las narraciones maravillosas, sin causar los malos efectos de las terroríficas y fantasmagóricas».

Durante todo el siglo XX sigue manteniéndose su presencia editorial, sin que los bruscos cambios políticos le hagan mella. En el más cercano 1988, Carmen Bravo Villasante reconocía la popularidad que Schmid seguía teniendo por aquel entonces: «Los cuentos del Canónigo Schmidt se leyeron muchísimo y aún hoy sirven de lectura a los niños, a pesar del cambio de gusto». Y ello, a pesar del mal tratamiento dado a veces a su obra por los traductores. La citada Bravo Villasante lo advierte, reconociendo su éxito: «a pesar de ser algunas traducciones españolas abominables, pues su hermoso estilo de frases cortas y claras, de gran sencillez, fue convertido en parrafadas interminables».

Hoy se sigue publicando, pero casi siempre en colecciones facsímiles, que no se sabe si buscan encontrar a precarios coleccionistas o dar gusto a modas en las que lo «vintage» adquiere valor solo por su original anacronismo y su aire nostálgico. Así que, si quieren al verdadero Schmid (mezcla de entretenimiento, intriga y sólidos valores morales), o bien acudan a dichas ediciones facsímiles, o busquen en librerías de viejo. En todo caso, la búsqueda valdrá la pena. Como se dice en uno de los pocos artículos dedicados a la presencia de este autor en España:

«Hoy día, finalizando la segunda década del siglo XXI, los escritos de Schmid están presentes en el mercado editorial fundamentalmente de dos maneras: por un lado son reeditados por editoriales como Altaya, Edaf, Maxtor o Santillana, muchas veces en ediciones bajo demanda y facsimilares, para nostálgicos que quieren volver a tener en sus manos lo que leyeron cuando eran niños y, por otro lado, en ediciones que mantienen una tendencia hacia la secularización y despojan a las obras de su sentido religioso conservando, sin embargo, las intrigas argumentales, como es el caso de Genoveva de Brabante de la editorial Susaeta».

En un mundo que se burla de hombres como él, Schmid responde con la caridad cristiana que le es propia: es, a un tiempo, bálsamo y reconstituyente, tónico y consuelo. Los modernos críticos, en su ceguera, le echan en cara un burdo sentimentalismo, sin darse cuenta de que este urde su confusionismo entre sentimientos extraviados, alejados de la realidad, mientras que las historias de von Schmid anclan el sentir en lo auténticamente real: el sacrificio, el perdón y una bondad presente que persiste, obstinada, en un mundo caído. Y todo ello envuelto en su «sencillez», que no es ingenuidad, sino preclara visión que percibe que el alma de un niño es un campo de batalla, y el asombro y su inocencia su defensa más segura.

 

LA CONDESA DE SÉGUR

 

Sofía Fiódorovna Rostopchiná, más conocida como la Condesa de Ségur (1799-1874), es un fenómeno curiosísimo: una rusa criada en la alta aristocracia zarista (hija del conde Fiodor Rostopchin, quien aparece fugazmente en la Guerra y Paz de Tolstói), que, tras exiliarse con su familia a Francia, convertirse al catolicismo y casarse con un pobre conde francés, acabó, a los 58 años, enseñando moral a los hijos de la república burguesa y liberal por excelencia. Y lo hizo, no con acciones políticas ni discursos, sino con cuentos. ¡Cuentos! Es decir, con lo único verdaderamente eficaz para hablar a un niño… o a un hombre sensato.

En sus obras la moralidad –tan denostada hoy– no es un corsé, sino un blindaje. Sus protagonistas no son dechados de virtudes ni modelos ideales inaccesibles: se tropiezan y caen, lloran y se frustran, pero vuelven a levantarse, y en el camino aprenden que la dulzura no es debilidad, sino fuerza; y que la obediencia, lejos de ser servidumbre, es la única moldura dentro de cuyos límites la libertad florece plena.

Mucho más significativa de lo que algunos querrían, últimamente está siendo rescatada en su país de origen y situada a la altura que merece: la de una autora de nivel literario que además participó de forma activa en el renacimiento religioso que tuvo lugar en el Segundo Imperio francés, en un país sangrante aun de las heridas causadas por el ateísmo revolucionario. Un renacimiento religioso en el que adquirió gran importancia la ofensiva literaria, en la que el niño y la literatura infantil tuvieron gran protagonismo, con Segur como su más significativo adalid.

Pero la condesa no solo fue conocida en Francia. Su obra se ha traducido profusamente al español, y desde hace tiempo.

Si bien la traducción de sus obras al castellano comienza realmente en la década de los veinte del pasado siglo (por parte de La Librería Religiosa, de Barcelona), y después de los años 60 la continúan varias editoriales más, como Bruguera, Toray y Molino, las ediciones más apreciables (creo que, además, las más bonitas), fueron las publicadas, entre medias de esos dos períodos (en los años 40, 50 y 60), por Aguilar. Además, recientemente, en la década del 2000, fueron reeditadas como facsímiles, en estilo colección de libros antiguos, por EDAF.

¿Los títulos? Pues, numerosísimos: Después de la lluvia el sol, Pobrecito Blas, Las desgracias de Sofía, Las niñas modelo, En vacaciones, Nuevos cuentos de hadas, Memorias de un burro, Juan que llora y Juan que ríe, La posada del Ángel de la Guarda, El general Dourakin, Francisco el jorobado, ¡Qué encanto de chiquilla! o Los niños buenos, entre muchos otros. Incluso abordó con éxito la difusión evangélica, con obras tan conocidas –y excelentes– como La Biblia de la Abuelita o El Evangelio contado por la abuelita, que han sido publicados, más o menos recientemente, por Ediciones San Pablo y Ediciones Cristiandad.

Claro que la mayoría de los títulos de nuestra condesa solo pueden encontrarse en librerías de viejo o de libros de segunda mano. Y no sé si todos; unos son más fáciles de conseguir que otros. Pero suele haber abundancia a poco que uno busque. Mis hijas la leyeron con profusión y gusto. Por ello, espero que sus recolecciones sean fructíferas, y la lectura de sus obras, más fructífera aún.

Y para terminar, nada mejor que estas palabras del canónigo Schmid, extraídas del prólogo a la primera publicación en España de su Genoveva de Brabante:

«A vosotras, buenas madres, va principalmente dedicado este librito, […] á vosotras, sí, y á vuestros hijos, en cuyos corazones anheláis despertar estos bellos sentimientos y conservarlos puros […] Sírvaos, buenas madres, esta historia como una pequeña ayuda que os alijera un poco la encantadora tarea de la enseñanza de vuestros hijos, haciéndoles unas cuantas horas tan instructivas como agradables».

 

30.05.25

De la (in)tolerancia y los buenos y grandes libros (II). Roma: «Quo vadis?» y «Calixta»

 

 

 

 

«Si pagamos el mal con el bien, entonces, ¿cómo pagaremos el bien?»

Henryk Sienkiewicz. Quo Vadis?

   

«Allá donde el bien y el mal se encuentran, se libra una batalla eterna».

John Henry Newman. Calixta

 

 

 

Continuando con el asunto de la tolerancia, les hablaré de dos novelas que se desarrollan en momentos históricos distintos pero estrechamente vinculados entre sí, así como con nuestra realidad actual y con el asunto que nos ocupa. Ambas obras destacan las dificultades de vivir y defender la verdad y la fe frente a distintas formas de persecución, ya sea mediante violencia estatal explícita o presiones sociales más sutiles. Esta persecución nace de una intolerancia inicialmente solapada, disfrazada de pluralismo radical, que termina rechazando toda afirmación de verdad absoluta.

QUO VADIS? (1896)

La primera de las novelas nos habla de una sociedad altamente civilizada, supuestamente en la cumbre de su apogeo; una sociedad que, no obstante ello, y mientras disfruta del confort y la opulencia, se revuelca en el hastío y la inmoralidad, el libertinaje y la decadencia. Una época, en suma, similar en muchos aspectos a la nuestra, aunque muy alejada de nosotros en el tiempo. Me refiero a la Roma Imperial, apenas sesenta años después del nacimiento de Cristo, y a la obra maestra del mejor novelista polaco, Henryk Sienkiewicz, Quo Vadis? (1896). Así es descrita la gran capital del Imperio por el autor:

«Roma gobernaba el mundo, es cierto; pero a la vez era la úlcera del mundo. De ella emanaban ya las pestilencias de un cadáver. Sobre su putrefacta existencia empezaban ya a caer las sombras de la muerte. […] [Petronio] veía la existencia de aquella ciudad señora del mundo como una danza loca, una verdadera orgía que tocaba ya a su término».

Se ha dicho que nadie ha logrado retratar mejor que Sienkiewicz el amplio panorama de la civilización romana en el punto más álgido de degeneración del Imperio, ni presentar de forma tan creíble y vívida a los primeros cristianos. La obra es grandiosa, tanto por su extensión como por su calidad literaria y magnificencia artística. Es apabullante y perturbadora; cruda y tierna; inspiradora e instructiva. En el discurso de su presentación como galardonado con el Premio Nobel, el poeta sueco y secretario de la Academia, Carl David af Wirsén, escribió:

«Quo Vadis? describe excelentemente el contraste entre el paganismo sofisticado pero gangrenado, con su orgullo, y el cristianismo humilde y confiado; entre el egoísmo y el amor, el lujo insolente del palacio imperial y el ensimismamiento silencioso de las catacumbas. Las descripciones del incendio de Roma y las sangrientas escenas del anfiteatro no tienen parangón; (…) otra escena particularmente hermosa es el episodio, iluminado por la puesta de sol, en el que el apóstol Pablo va a su martirio repitiéndose a sí mismo las palabras que una vez había escrito: “He peleado una buena batalla, he terminado mi curso, he mantenido la fe” (2 Tim. 4:7)».

Por supuesto, la novela no pretende ser una crónica histórica, no obstante apoyarse en una situación histórica determinada y retratarla con bastante fidelidad. Parte de un pasaje bien descrito por Tácito en sus Anales (15, 44), y sobre él construye Sienkiewicz una gran obra. El propio autor afirmó más tarde que la idea de la novela le surgió gracias a sus repetidas lecturas de Tácito, y que tomó forma concreta cuando el pintor Henryk Siemiradzki, durante uno de sus paseos conjuntos en Roma, le llevó a la capilla Domine Quo Vadis (Santa Maria delle Piante) en el cruce entre la Vía Apia antigua y la Vía Ardeatina.

Quizá se pregunten por qué me ocupo de esta novela tras hablarles del tema de la tolerancia. Ciertamente, el libro trata solamente de eso, abarca mucho más, incluso de manera más notoria y extensa. Pero, al lado de la grandiosidad de Roma, con sus amplias avenidas y estrechas callejuelas, sus palacios, acueductos y templos, con su Palatino y su Coliseo, todos ellos transitados por Nerón, Petronio, Pedro, Pablo o Popea, de la decadencia y podredumbre de una civilización, del nacimiento y la aurora de una nueva época, y de las crueldades y martirios a que dio lugar, aparece el tema de la intolerancia, y su consecuencia más visible —que hoy vivimos en ciernes—: la tiranía de quien acepta todo, salvo la Verdad, manifestada en la persecución cristiana y en la Iglesia de los mártires y las catacumbas.

Se ha dicho —y creo que con razón— que la obra aborda el inmenso problema del bien y del mal, y que lo hace como entidad histórica. Al elegir una época en la que el bien y el mal convivían en sus formas más extremas, el autor dispuso de un escenario inmejorable para su drama. Roma era el centro de aquel universo en un sentido que ninguna ciudad moderna —ni siquiera Londres o Nueva York— puede igualar. Todo lo que se decía o pensaba en el mundo del siglo I gravitaba hacia Roma, como bien sabía Tácito.

Es probable que una de las motivaciones de Sienkiewicz residiera en el hecho de que Polonia, en 1896, estaba sometida al dominio de un tirano, como lo estaba Roma en tiempos de Nerón. Y esto, por supuesto, tiene que ver con la verdad y con el verdadero sentido de la tolerancia.

Quo Vadis? no es solo una apasionante historia de amor y aventura, sino también una profunda meditación sobre la condición humana, ambientada en un mundo de corrupción y violencia, donde, de manera milagrosa, brotan la fe y la esperanza de la mano del amor.

Les recomiendo esta novela: una excelente lectura para las largas tardes de verano.


CALIXTA (1855)

Newman escribió únicamente dos novelas: Perder y ganar (1848), parcialmente autobiográfica, y Calixta, publicada siete años después. Ambas obras comparten la misma temática —la experiencia de una conversión—, aunque se desarrollan en distintos escenarios y tiempos. La primera se sitúa en el Oxford del propio Newman, con un protagonista cuasi autobiográfico; la segunda, en el Imperio romano de mediados del siglo III, durante las persecuciones del emperador Decio, y gira en torno a tres personajes principales: Calixta, una pagana joven; Agelio, un joven campesino de ascendencia romana; y Cecilio Cipriano, el perseguido obispo de Cartago. 

Ambas novelas fueron escritas con una misma intención. A través de ellas, Newman trató de hacer algo que sus tratados teológicos o filosóficos no podían lograr: mover emocionalmente al lector. Sus relatos tienen el poder de despertar simpatía hacia el protagonista converso, incluso en lectores no creyentes. Newman esperaba que esa simpatía eliminase los obstáculos emocionales que dificultan la conversión potencial del lector, que él mismo conocía bien. Por ello, Calixta no pretende tanto ofrecer un retrato histórico detallado de la Roma imperial, como ilustrar dos grandes temas que preocupaban profundamente al autor: la tensión entre la verdad revelada —y su aceptación por medio de la fe— y el espíritu del mundo, simbolizado en la fe frágil de Agelio; y las dificultades de abrazar de forma sobrevenida esa fe en medio de un mundo hostil, representadas por la costosa conversión de Calixta. 

No obstante, Newman tenía un conocimiento profundo de la Iglesia primitiva y eso se hace notar en la lectura. Aunque nos advierte en su introducción de que la obra era una «simple ficción de principio a fin», sin embargo, fue capaz de retratar con precisión y exactitud histórica la vida de los cristianos en el norte de África, tierra de Tertuliano, Cipriano —uno de los protagonistas— y Agustín, y patria también del dramaturgo Terencio. 

Muchos —tanto en nuestros días como en los de Decio— hablan de la fe cristiana como si fuera sinónimo de intolerancia. Mas lo que esta novela expone es precisamente lo contrario: la intolerancia no está en la verdad, sino en el corazón que la rehúsa. El mundo pagano, orgulloso de su cultura, de su filosofía y de su religiosidad múltiple, persiguió tenaz y cruelmente a los cristianos. Y ello, a pesar de que la fe cristiana —como la que comienza a nacer en el corazón de Calixta— se presentaba con mansedumbre, no con violencia; con testimonio, no con imposición. Sin embargo, su sola existencia incomodaba al mundo, porque, al estar fundada en la verdad absoluta de un único Dios hecho carne, rechazaba la cómoda ambigüedad de los politeísmos hechos a medida. La intolerancia verdadera estaba, así, en un paganismo que permitía todas las voces, excepto aquella que proclamaba: «Yo soy la Verdad». El cristiano, como Calixta y Agelio, es odiado no por su violencia, sino por su paz; no por su amenaza, sino por su constancia.

Newman nos muestra en esta novela que la Iglesia no sobrevive por imponerse, sino por resistir con amor y sin claudicación, a pesar de que, a su alrededor, el mundo persiste en su labor seductora y destructora. 

Agelio, el joven cristiano, aparece como figura del creyente que se halla, titubeante e inseguro, dividido entre el mundo y su creencia. Calixta, que da nombre a la novela, es la figura central, que encarna al converso, atrapado, en parte por un pasado que nos ata a todos, y en parte por un mundo que, no solo seduce, si no que empuja y ahoga con creciente intolerancia. Este este es el centro del relato. En palabras de Ian Ker, el interés de Newman no era puramente académico o histórico: le preocupaba cómo convertir a los incrédulos modernos. Por ello, analiza los motivos que influyen en las personas, las dudas y dificultades que soportan, y la gracia de Dios que, silenciosamente, las guía.

La novela transcurre entre un inicio en el que nos describe una sociedad cristiana en gran parte adocenada, aplastada por una intolerancia tibia que se convierte en martirio incruento y desasosegante, y un desenlace dramático, en el que la intolerancia se hace sangre, y el sacrificio del martirio brilla como testimonio último de la fe. 

El estilo del relato, deliberadamente pausado, casi meditativo, responde a una intención formativa más que narrativa. Como he dicho, Newman buscaba provocar en el lector una simpatía silenciosa con los que «vivían en las catacumbas del corazón». 

No se pierdan esta novela. Como se señala acertadamente en el blog Wanderer, su lectura es hoy especialmente pertinente, pues el ambiente cristiano que describe es muy similar al actual: «muchos lapsi, es decir, bautizados que habían sacrificado a los ídolos; cristianos tibios; la jerarquía eclesiástica entregada a hacer negocios más que a pastorear a sus ovejas; clero inexistente o mundano, etc. Es decir, una fotografía en sepia de la Iglesia actual». 

Tanto Quo Vadis? como Calixta son dos novelas que trascienden los marcos históricos en los que se encuadran, ofreciendo lecciones atemporales sobre la naturaleza del bien y del mal, el verdadero significado de la tolerancia y el innato anhelo del hombre por la verdad. Su profunda maestría literaria, y su honda resonancia quizá nos ayuden a enfrentar los desafíos de vivir con integridad en un mundo que con frecuencia muestra, bien indiferencia, bien una abierta hostilidad hacia la verdad. Dos libros que permanecen como testimonios perdurables del poder de la literatura tanto para informar el presente, como para iluminar el futuro.

 

22.05.25

De la (in)tolerancia y los buenos y grandes libros: (I)

   «La última oración de los cristianos», de Jean-Léon Gérôme (1824-1904),   y «Los ahogamientos de Nantes en 1793» de  Joseph Aubert (1849-1924)

 

 

«La tolerancia es la virtud del hombre sin convicciones».

G. K. Chesterton


«La Iglesia es intolerante por principio porque cree; ella es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en principio porque no creen; son intolerantes en la práctica porque no aman».

Réginald Garrigou-Lagrange

  

 

Vivimos tiempos extraños: la mayoría ya no cree en la Verdad, esa antigua palabra que solemnemente evocaba una armonía secreta entre el pensamiento y la realidad. Al parecer, la Verdad ya no existe. Y si no existe, se argumenta, todo el mundo puede —y debe— expresar, difundir y vivir de acuerdo con su «verdad» particular. Dos son los principios que inspiran este clima: el kantiano (originado en el pensamiento de Immanuel Kant), según el cual nadie debe ser forzado contra su conciencia autónoma, y el rawlsiano (nacido de las ideas de John Rawls), que afirma que una sociedad pluralista ha de mantener una paz justa entre visiones morales necesariamente diversas. Este ideal implanta en muchas mentes la convicción —si no consciente, al menos intuitiva— de que toda creencia merece el mismo respeto. De ahí que la Verdad ya no exista.

Pero si, como creemos —y la experiencia corrobora—, la Verdad excede la mera conformidad subjetiva y designa la naturaleza misma de la realidad —apuntando a Dios como única realidad—, entonces ella prevalece sobre el pensamiento humano y no depende en absoluto de él.

De acuerdo con esto, la posición mayoritaria antes comentada se revela frágil e inconsistente, a la par que ingenua. Pero es la posición dominante. Y sobre sus cimientos se erige uno de los principales dogmas seculares modernos: el de la sagrada tolerancia.

Aceptémoslo: la tolerancia como valor absoluto rige hoy, y este absolutismo la convierte en enemiga de la Verdad y colaboradora del error y la mentira. Paradójicamente, al optar entre dos absolutismos, la modernidad prescinde del legítimo —la Verdad— y se decanta por el impostado —la tolerancia—, sin reparar en el disparate de tal elección. Y así, la tolerancia reina como un falsario monarca que tiraniza y destruye a la Verdad.

Por ello, debe ser combatida, o al menos reducida a sus justos términos, que de ninguna manera pueden ser absolutos.

Quizá, acudiendo a Aristóteles y a santo Tomás de Aquino, podamos encontrar, como de ordinario, alguna ayuda en este importante asunto.

De entrada, ambos filósofos sostienen que la Verdad —esa Verdad con mayúsculas a la que me refiero— es, por principio, intolerante. Y lo es porque es una, inalterable y definitiva.

No obstante, Aquino reconoció la conveniencia de cierto grado de tolerancia: aunque la Verdad sea única, las personas pueden errar en su búsqueda. En consecuencia, defendió la idea de una relativa tolerancia hacia aquellos que sostienen creencias erróneas, reconociendo su libertad de conciencia y permitiéndoles buscar la Verdad por sí mismos. Así, mientras la Verdad y el error, y el bien y el mal, no pueden conciliarse —de ahí que la intolerancia hacia el error sea una virtud—, la caridad prohíbe extender esta intolerancia contra aquellos que yerran.

La larga historia cristiana de tolerancia apoya esta distinción. Sin duda, ha sido —y es— un camino plagado de espinas, de avances y retrocesos. Pero todas estas incidencias no son imputables al cristianismo mismo, sino a algo que este predica como dogma de fe: la imperfecta naturaleza humana, herida por el pecado.

Frente a la desinformada opinión moderna, la tolerancia no es un concepto novedoso, hijo de la Ilustración volteriana. Por el contrario, su origen puede rastrearse en textos y reflexiones cristianas mucho más antiguas, desde la patrística hasta los contrarreformistas, pasando por los escolásticos medievales y tardomedievales. Una tolerancia que, desde luego, no responde a la caricatura histórica que se nos ha vendido y que ha dado lugar al mito historiográfico moderno de la intolerante Cristiandad: se trata de una tolerancia que no implica una renuncia a la Verdad y al Bien, ni una confusión con la falsedad y el mal, y que, respetando la conciencia personal y el libre albedrío, distingue al hombre —siempre redimible— de su acción.

Pero, como hemos dicho ya, este reconocimiento del libre albedrío en la búsqueda de la Verdad no puede ser absoluto, pues, a causa de la deficiencia humana, muchos hombres pueden caminar tras el error, abocados a su condenación. Por ello, es de extraordinaria importancia la corrección fraterna. Esto implica que los individuos tienen la responsabilidad moral de ayudar a otros a comprender la Verdad y corregir sus errores en un espíritu de amor y caridad. Esta corrección debe realizarse de manera prudente y respetuosa, reconociendo la dignidad y la libertad individual, para así ayudar a otros a corregir sus errores en un espíritu de fraternidad y respeto mutuo.

Hoy, sin embargo, no solo se proclama a los cuatro vientos el oxímoron de una tolerancia absoluta, sino que, además, se malinterpreta el concepto mismo de tolerancia, generando con ello dos errores opuestos:

El primero es desvelado por la frase de Chesterton al comienzo del artículo. Se trata de una idea de la tolerancia tal como es entendida por el hombre autodenominado «conservador». Es su debilidad —y, en ocasiones, su conveniencia— la que le lleva a aceptar, poco a poco, el error (y, por lo tanto, el mal), siendo la excusa de esa debilidad la tolerancia. La razón de esa flaqueza es la falta de verdaderas convicciones. Transige, renunciando así a sus ideas, en aras de evitar conflictos. No quiere luchar ni asumir riesgos, y por ello acepta claudicar frente al error, lo que le resulta fácil, ya que carece de principios. Esta idea de tolerancia es enemiga de la Verdad.

El segundo error es el propio del progresista, hoy llamado «woke» o despierto. Bajo el honorable nombre de tolerancia, este tipo de individuo promueve su «verdad» y lo hace sin respetar la libertad de conciencia ni el derecho de cada hombre a buscar la Verdad en libertad. Se trata, en último término, de un disfraz dialéctico tras el cual se esconde el igualitarismo que, como argumentó Platón en La República, tiene a la tiranía como su secuela natural.

Fue el poeta Samuel Taylor Coleridge quien escribió: «He visto mostrar una intolerancia flagrante en apoyo de la tolerancia».

Esto es así porque esta idea de la tolerancia, sostenida en alzas por el relativismo, termina promoviendo el dogmatismo y la intolerancia: si nunca te equivocas, si todo lo que crees es cierto para ti, ¿por qué no deberías aferrarte dogmáticamente a lo que sea que creas? ¿Y por qué no dar el siguiente paso y negar la tolerancia a quienes no están de acuerdo contigo? ¿Por qué no imponer tu verdad por todos los medios a tu alcance?

La realidad es que no solo la historia nos demuestra que esto suele ser así, sino que hoy mismo, en nuestra vida cotidiana en el mundo occidental, esto es así. Se trata, por lo tanto, de una idea de tolerancia que persigue a la Verdad.

Frente a este panorama, la auténtica tolerancia reconoce la Verdad como su fundamento, al tiempo que admite la falibilidad humana, y por ello ha de ejercerse con caridad: firme frente al error, compasiva con el errado, tal y como nos recuerda el padre Garrigou-Lagrange. Solo así la tolerancia cumple su verdadero sentido y se reconcilia con la Verdad.

Y la literatura, como siempre, puede ayudarnos a vislumbrar con más claridad estas cuestiones. Por ello, en la próxima entrada examinaremos varias novelas que, en tono poético, arrojan alguna luz sobre este complejo asunto.