Cuando nace Cristo
Cuando nace un ser humano nos damos cuenta de lo importantes que somos para Dios. Lo hace después de una formación física en el seno de su made y de una espiritual al haber recibido el alma en el momento de la fecundación, instante en el que una nueva criatura del Creador ha empezado a serlo.
Bien podemos decir que Jesús fue un niño de ley. Lo fue porque sus padres no infringieron la obligación establecida por las autoridades de su tiempo de acudir a empadronarse; lo fue porque también fue llevado al Templo de Jerusalén cuando eso debía hacerse, momento en el que el anciano Simeón dijo lo que dijo inspirado por el Espíritu Santo; lo fue porque, a los doce años de edad, también acudió a la Casa de Dios pues era cuando debía hacerlo. Y, sobre todo, lo fue porque cumplió, a la perfección la Ley Suprema que dice que la voluntad de Dios hay que hacerla efectiva en la vida de cada uno de sus hijos y por eso, exactamente por eso, murió.
Pero antes debía venir al mundo, nacer de una Madre Virgen e Inmaculada y ser, desde tal momento, el Salvador que venía a salvar.
En realidad, cuando nace Jesús, luego Cristo al comprenderse que era, en efecto, el Enviado de Dios, el mundo religioso judío estaba muy revuelto. Si ya Moisés, caminando por el desierto, entendió que su pueblo era, verdaderamente, insoportable por las quejas que profería contra Dios, que los había salvado (cf. Nm 11 y Ex 17) no mucho mejor andaban las cosas del espíritu religioso cuando vino al mundo un niño en un pesebre, pobre entre los pobres, que, no por casualidad sino por Providencia divina, tendría que arremeter contra los mercaderes del Templo porque estaban haciendo de la Casa de Dios, un lugar de latrocinio (cf. Jn 2, 14-17). Por eso Dios necesita que su Hijo venga, viniera al mundo necesitaba el Padre. Sólo así, un nuevo Adán revertiría la maldad de haber introducido el pecado en el mundo y de haberse alejado de su Creador.