InfoCatólica / Eleuterio Fernández Guzmán / Archivos para: 2016

12.03.16

Serie “Al hilo de la Biblia- Y Jesús dijo…” – El ejemplo de Juan el Bautista

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que el P. Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuánto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, en muchas ocasiones Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo.

 

El ejemplo de Juan el Bautista

Y Jesús dijo… (Lc 7, 25-28)

“¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten magníficamente y viven con molicie están en los palacios. Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: ‘He aquí que envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino’.  ‘Os digo: Entre los nacidos de mujer no hay ninguno mayor que Juan; sin embargo el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él.”

Antes de empezar a comentar este texto del evangelio de San Lucas, no puedo resistir poner aquí todo el tercer capítulo de Malaquias al que hace  referencia Jesús cuando habla de su primo Juan el Bautista. Y es que dice mucho al respecto de lo que Jesús quería comunicar al mundo.        

“He aquí que yo envío a mi mensajero a allanar el camino delante de mí, y enseguida vendrá a su Templo el Señor  a quien vosotros buscáis; y el Angel de la alianza, que vosotros deseáis, he aquí que viene, dice Yahveh Sebaot. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque es él como fuego de fundidor y como lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata; y serán  para Yahveh los que presentan la oblación en justicia.

Entonces será grata a Yahveh la oblación de Judá y de Jerusalén, como en los días de antaño, como en los años antiguos. Yo me acercaré a vosotros para el juicio, y seré un testigo expeditivo contra los hechiceros y contra los adúlteros, contra los que juran con mentira, contra los que oprimen al jornalero, a la viuda y al huérfano, contra los que hacen agravio al forastero sin ningún temor de mí, dice Yahveh Sebaot. Que yo, Yahveh, no cambio, y vosotros, hijos de Jacob, no termináis nunca.

Desde los días de vuestros padres venís apartándoos de mis preceptos y no los observáis. Volveos a mí y yo me volveré  a vosotros, dice Yahveh Sebaot. - Decís: ¿En qué hemos de volver? - ¿Puede un hombre defraudar a Dios? ¡Pues vosotros me defraudáis a mí! - Y aún decís: ¿En qué te hemos defraudado? - En el diezmo y en la ofrenda reservada. De maldición estáis malditos, porque me defraudáis a mí vosotros, la nación entera. Llevad el diezmo íntegro a la casa del tesoro, para que haya alimento en mi Casa; y ponedme así a prueba, dice Yahveh Sebaot, a ver si no os abro las esclusas del cielo y no vacío sobre vosotros la bendición hasta que ya no quede, y no ahuyento de vosotros al devorador, para que no os destruya el fruto del suelo y no se os quede estéril la viña en el campo, dice Yahveh Sebaot. Todas las naciones os felicitarán entonces, porque seréis una tierra de delicias, dice Yahveh Sebaot.

Duras me resultan vuestras palabras, dice Yahveh. - Y todavía decís: ¿Qué hemos dicho contra ti? -   Habéis dicho: Cosa vana es servir a Dios; ¿qué ganamos con guardar su mandamiento o con andar en duelo ante Yahveh  Sebaot? Más bien, llamamos felices a los arrogantes: aun haciendo el mal prosperan, y aun tentando a Dios escapan libres. Entonces los que temen a Yahveh se hablaron unos a otros. Y puso atención Yahveh y oyó; y se escribió ante él un  libro memorial en favor de los que temen a Yahveh y piensan en su Nombre. Serán ellos para mí, dice Yahveh Sebaot, en el día que yo preparo, propiedad personal; y yo seré indulgente con ellos como es indulgente un padre con el hijo que le sirve. Entonces vosotros volveréis a distinguir entre el justo y el impío, entre quien sirve a Dios y quien no le sirve. Pues he aquí que viene el Día, abrasador como un horno; todos los arrogantes y los que cometen impiedad serán como  paja; y los consumirá el Día que viene, dice Yahveh Sebaot, hasta no dejarles raíz ni rama. Pero para vosotros, los que teméis mi Nombre, brillará el sol de justicia con la salud en sus rayos, y saldréis  brincando como becerros bien cebados fuera del establo. Y pisotearéis a los impíos, porque serán ellos ceniza bajo la planta de vuestros pies, el día que yo preparo, dice  Yahveh Sebaot. Acordaos de la Ley de Moisés, mi siervo, a quien yo prescribí en el Horeb preceptos y normas para todo Israel. He aquí que yo os envío al profeta Elías antes que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea que venga yo a herir la tierra de anatema.”

Y es que Jesús, en un pasaje bíblico muy similar al que hemos traído sobre el evangelio de san Lucas, ahora de Mateo (11, 11-14), dice esto:

“En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan. Pues todos los profetas, lo mismo que la Ley, hasta Juan profetizaron. Y, si queréis admitirlo, él es Elías, el que iba a venir.”

Juan el Bautista, pues, a tenor de lo dicho aquí por Cristo, era Elías. No, claro está, reencarnado ni nada por el estilo, sino en el sentido único y propio de quien representa un espíritu, una voluntad de Dios expresa o, por decirlo de otra forma, quien viene al mundo a decir al mundo lo que le conviene escuchar.

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11.03.16

San Josemaría y la lucha interior - Exactamente lucha

¿Cómo entiende el fundador del Opus Dei la lucha interior? ¿Cómo cree que debe plantearse la misma cada hijo de Dios? o ¿Es posible salir vencedor de tal enfrentamiento con nosotros mismos?

El joven Escrivá sabía de luchas interiores porque era una criatura de Dios consciente de lo que eso supone. Por eso, en el punto  729 de “Camino” exclama “¡Oh, Dios mío: cada día estoy menos seguro de mí y más seguro de Ti! Reconocía, por una parte, su propia debilidad y por otra la tabla de salvación que tenía en el Creador.

Entre las muchas homilías que se encuentran recogidas en “Es Cristo que pasa” la que corresponde al 4 de abril de 1971, a la sazón Domingo de Ramos, tiene como objeto, entre otros, manifestar qué es la lucha interior y cómo ha de encarar el discípulo de Cristo la misma.

Y es que el cristiano, como persona que se inmiscuye en el mundo porque en el mundo vive y habita, ha de enfrentarse contra aquella tendencia, natural y propiamente humana, de actuar en contra de la voluntad de Dios y en perjuicio directo de su propia existencia. Ahí se encuentra la lucha interior y ahí, exactamente, el Espíritu de Dios echa su cuarto a espadas en la defensa de sus hijos.

Si hay, por lo tanto, una lucha que el cristiano debe, siempre, afrontar, es la que ha de tener con su propio corazón. Pero también reconocemos que la dificultad que encierra tal lucha es grande porque el mundo y sus llamadas hacen, a veces, difícil la pervivencia de la llama de la fe.

Tenemos, por tanto, enemigos que batir en nuestro corazónmundo, demonio y carne. Y, aunque pueda parecer que se trata de un posicionamiento algo antiguo, que cada cual haga examen de conciencia y vea si es o no cierto lo dicho por san Josemaría.

Muchas veces, sin embargo, caemos y nos dejamos llevar por nuestras humanas inclinaciones. Bien sabemos que, como dijo san Pablo, a veces hacemos lo que no debemos a pesar de que sabemos que no debemos hacerlo. Sin embargo, ante esto, nos dice el autor de Camino lo siguiente (punto 711):

“Otra caída… y ¡qué caída!… ¿Desesperarte?… No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. —Un “miserere” y ¡arriba ese corazón! —A comenzar de nuevo”.

Es decir, en nuestra lucha interior no estamos solos. Ni mucho menos. Muy al contrario, nos acompañan tanto Jesús como su Madre, María. Así bien podemos decir que nuestro camino no es tan arduo… aunque lo sea.

Eso mismo nos dice en otro puntoel 721:

Si se tambalea tu edificio espiritual, si todo te parece estar en el aire…, apóyate en la confianza filial en Jesús y en María, piedra firme y segura sobre la que debiste edificar desde el principio”.

Pero… ante esto, ¿Qué podemos tener como seguro? Pues algo muy sencillo:

¡Que cuesta! —Ya lo sé. Pero, ¡adelante!: nadie será premiado —y ¡qué premio!— sino el que pelee con bravura”.

En este punto, el que hace 720 de “Camino” nos pone, sobre nuestros hombros, una carga que ha de ser gozosa: hay que pelear con bravura y no vale mantenerse al margen de lo que, espiritualmente, nos pase.

Y, sobre todo, lo siguiente (punto 733):

Confía siempre en tu Dios.-Él nunca pierde batallas”.

Digamos, ya para terminar, que en el texto de la homilía que aquí traemos se ha respetado la división que ha hecho de la misma el libro citado supra “Es Cristo que pasa” donde está contenida (numerando, así, según consta en el mismo). Lo único que hemos hecho, de nuevo, por así decirlo, es titular cada uno de los apartados relativos, precisamente, a la lucha interior además, claro está, comentarlos.

 

Exactamente lucha

 (76)

 

Soporta las dificultades como buen soldado de Cristo Jesús, nos dice san Pablo. La vida del cristiano es milicia, guerra, una hermosísima guerra de paz, que en nada coincide con las empresas bélicas humanas, porque se inspiran en la división y muchas veces en los odios, y la guerra de los hijos de Dios contra el propio egoísmo, se basa en la unidad y en el amor. Vivimos en la carne, pero no militamos según la carne. Porque las armas con las que combatimos no son carnales, sino fortaleza de Dios para destruir fortalezas, desbaratando con ellas los proyectos humanos, y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios. Es la escaramuza sin tregua contra el orgullo, contra la prepotencia que nos dispone a obrar el mal, contra los juicios engreídos.

En este Domingo de Ramos, cuando Nuestro Señor comienza la semana decisiva para nuestra salvación, dejémonos de consideraciones superficiales, vayamos a lo central, a lo que verdaderamente es importante. Mirad: lo que hemos de pretender es ir al cielo. Si no, nada vale la pena. Para ir al cielo, es indispensable la fidelidad a la doctrina de Cristo. Para ser fiel, es indispensable porfiar con constancia en nuestra contienda contra los obstáculos que se oponen a nuestra eterna felicidad.

Sé que, en seguida, al hablar de combatir, se nos pone por delante nuestra debilidad, y prevemos las caídas, los errores. Dios cuenta con esto. Es inevitable que, caminando, levantemos polvo. Somos criaturas y estamos llenos de defectos. Yo diría que tiene que haberlos siempre: son la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino. Y ese claroscuro nos hará humanos, humildes, comprensivos, generosos.

No nos engañemos: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha”.

No nos extrañe que seamos derrotados con relativa frecuencia, de ordinario y aun siempre en materias de poca importancia, que nos punzan como si tuvieran mucha. Si hay amor de Dios, si hay humildad, si hay perseverancia y tenacidad en nuestra milicia, esas derrotas no adquirirán demasiada importancia. Porque vendrán las victorias, que serán gloria a los ojos de Dios. No existen los fracasos, si se obra con rectitud de intención y queriendo cumplir la voluntad de Dios, contando siempre con su gracia y con nuestra nada”.

 

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Decir que vida del cristiano es “milicia” pudiera sonar, a oídos de los políticamente correctos, como algo poco apropiado para un espíritu dulce y amoroso. Sin embargo, no es poco cierto que el sentido que san Josemaría quiere dar a tal término dista mucho de ser violento en cuanto exterior expresión de fuerza u opresión hacia el prójimo.

Aquello contra lo que hay que luchar, espiritualmente hablando, y que es fuente propia de fuertes conflictos internos, es contra la humana tendencia a odiar al prójimo o a sembrar división entre los hermanos. Si, además, recordamos que todos somos hijos de Dios, podemos llegar a imaginar hasta qué punto podemos llegar a sembrar cizaña.

El caso es que (1) “Militia est vita hominis super terram, et sicut dies mercenarii, dies eius, la vida del hombre sobre la tierra es milicia, y sus días transcurren con el peso del trabajo. Nadie escapa a este imperativo; tampoco los comodones que se resisten a enterarse: desertan de las filas de Cristo, y se afanan en otras contiendas para satisfacer su poltronería, su vanidad, sus ambiciones mezquinas; andan esclavos de sus caprichos”.

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10.03.16

El rincón del hermano Rafael – El santo anhelo del Cielo

“Rafael Arnáiz Barón nació el 9 de abril de 1911 en Burgos (España), donde también fue bautizado y recibió la confirmación. Allí mismo inició los estudios en el colegio de los PP. Jesuitas, recibiendo por primera vez la Eucaristía en 1919.”

Esta parte de una biografía que sobre nuestro santo la podemos encontrar en multitud de sitios de la red de redes o en los libros que sobre él se han escrito.   

Nosotros vamos a dedicar nuestra atención a un libro en particular. Recoge los diarios de San Rafael Arnaiz entre el 16 de diciembre de 1937 y el 17 de abril de 1938y está editado por la Asociación Bendita María.

Vayamos, de todas formas, ahora mismo, a escribir sobre el protagonista de esta nueva serie.

Cuando Dios tiene a bien escoger a uno de sus hijos para que siga una vida de fe acentuada hace que se note desde la corta edad. Y eso era que le pasaba a Rafael: daba muestras de que las cosas de Dios le interesaban más que al resto de sus compañeros de la infancia.

Sin embargo, desde temprana edad enfermó y empezó a llevar su particular cruz.

Aunque Rafael, dotado de una precoz inteligencia, parecía tener una vida en el mundo, en el siglo, de especial importancia (se matriculó en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid) no podía evitar, ni quería, su voluntad de profundizar en su vida espiritual.

Tal es así que ingresó en el monasterio cisterciense de San Isidro de Dueñas el 15 de enero de 1934.

La enfermedad que arriba hemos citado, la diabetes sacarina, le obligó a abandonar el monasterio en tres ocasiones pero volvió en otras tres ocasiones porque bien sabía que no otro era el camino espiritual que debía seguir.

Cuando recién había estrenado los 27 años Dios lo llamó cabe sí un 26 de abril de 1938 siendo sepultado en el monasterio donde había ingresado para seguir una vida espiritual acorde con su voluntad de hijo del Creador.

El caso es que la fama de santidad de un católico tan joven y tan entregado a su fe no tardó en salir de los muros del monasterio. Y es que aquello que había escrito estaba dotado de una especial atracción. Tal es así que el 20 de agosto de 1989, san Juan Pablo II lo propuso como modelo para los jóvenes que iban a acudir a la Jornada Mundial de la Juventud a celebrar en Santiago de Compostela. Y unos pocos años después, en 1992 fue beatificado (el 27 de septiembre).

Pero, seguramente, no bastaba con el reconocimiento que se hacía entonces. El Beato Rafael iba a subir un escalón más en el Cielo y el 11 de octubre de 2009 el ahora emérito Benedicto XVI canonizaba a quien había sabido comunicar al mundo que sólo Dios era suficiente para llevar una existencia propia de un buen y fiel hijo.

Que Dios nos ayude a acercarnos lo mejor posible al pensamiento espiritual de San Rafael Arnáiz, el hermano Rafael. Y, de paso, le pedimos que  interceda por nosotros. 

 VIII-Dios-y-mi-alma

El santo anhelo del Cielo

20 de marzo de 1938 – Domingo 3º de Cuaresma

“¡Qué alegría el día que pueda ver a María, con san Juan Evangelista y san Juan de la Cruz, san Bernardo, san Francisco de Asís y san José que son mis protectores, así como esas dos santas que tanto te amaron y que tanto me han enseñado: Gertrudis y Teresa de Jesús, y santa Teresita…, y los ángeles todos, y el glorioso san Rafael, y el ángel de mi guarda… Y… bueno, y Tú, Señor, a quien tanto quiero, a quien adoro, a quien amo sobre todas las cosas, por quien suspiro y peno, y lloro, y por quien Tú lo sabes bien, mi buen Jesús, quisiera volverme loco.”

El ansia de vida eterna es una de las aracterísticas que identifican a quien se reconoce hijo de Dios y sabe que sólo en el Creador tiene su destino. Quiere ir hacia el mismo y, por eso, nada del mundo no distrae (no quiere que así sea) ni puede distraerle.

Es bien cierto que dicho así o, lo que es lo mismo, que decir que se quiere ir al Cielo y no al Infierno, nadie en su sano juicio puede oponer resistencia a eso. Es decir, cualquier creyente católico tiene por bueno y mejor tal destino y otra cosa no puede caber en su corazón que no sea habitar las praderas del definitivo Reino de Dios y ocupar una de las mansiones que Cristo ha ido a prepararnos.

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9.03.16

“Una fe práctica”- Lo que pasa cuando te confiesas - 3 - Un momento cumbre de nuestra fe

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Confesarse es un deber. Así de claro. Y eso quiere decir, sencillamente, que estamos obligados a hacerlo.

Se podría decir que sostener eso es llevar las cosas demasiado lejos en cuanto a nuestra fe católica. Sin embargo, si decimos que confesarse es un deber es porque hay un para qué y un porqué.

Debemos confesarnos para limpiar nuestra alma. Y eso no es tema poco importante. Y es que debemos partir de nuestra fe, de lo que creemos. Y creemos, por ejemplo, que después de esta vida, la que ahora vivimos, hay otra. ¡Sí, otra! También estamos seguros que la otra vida ha de ser mejor que esta (alguno podrá decir que para eso tampoco debe hacerse mucho…) pero que el más allá no tiene un único sentido. Es decir, que hay, eso también lo creemos, Cielo, Purgatorio e Infierno. Así, de mejor a peor lo decimos para que nos demos cuenta de la escala de cosas que pasan tras caminar por este valle de lágrimas.

Pues bien, lo fundamental en nuestra confesión es que nos sirve para limpiara el alma. Tal es el porqué. Pero ¿tan importante es limpiarla?

Bueno. Preguntar esto es ponerse muy atrás en la fila de los que entran en el Cielo o, como mal menor, en el Purgatorio. Y es que si no la limpiamos suficientemente de lo que la mancha es más que posible que las puertas que custodia san Pedro no nos vean en un largo tiempo.  Tal es así porque si no nos hemos limpiado del todo la parte espiritual de nuestro ser y nuestras manchas no nos producen la muerte eterna (ir al Infierno de forma directa tras nuestra muerte) es seguro que el Purificatorio lo habitaremos por un periodo de tiempo (bueno, de no-tiempo porque allí no hay tiempo humano sino, en todo caso, un pasar) que será más o menos largo según la limpieza que necesitamos recibir. Y es que ante Dios (en el Cielo) sólo podemos aparecer limpios de todo pecado, blancos como la nieve limpia nuestra alma.

Y decimos eso de ponerse atrás en la fila de los que quieren tener la Visión Beatífica (ver a Dios, en suma) porque no saber que es necesaria tal limpieza no ha de producir en nosotros muchos beneficios. Es más, no producirá más que un retraso en la comprensión del único negocio que nos importa: el de la vida eterna. ¡Sí, negocio, porque es algo contrario al ocio!: es lo más serio que debemos tener en cuenta y, en suma, un trabajo esforzado y gozoso.

Lo bien cierto es que somos pecadores. Lo sabemos desde que somos conscientes de que lo somos pero, en realidad, lo somos desde que nacemos. Es algo que debemos (des)agradecer a nuestros Primeros Padres, Adán y Eva y a su fe manifiestamente mejorable, a sus ansias de un poder que no podían alcanzar y, en fin, a no haber entendido suficientemente bien qué significaba no cumplir con determinado mandato de Dios. Es más, con el único mandato del Creador que no consistía en hincarle el diente a una fruta sino en no hacer caso a lo claramente dicho por Quien les había puesto en el Paraíso, les había librado de la muerte y les había entregado, nada más y nada menos, que el mando sobre toda criatura, planta o cosa que había creado. Pero ellos, como se nos ha enseñado a lo largo de los siglos desde que el autor inspirado escribiese aquel Génesis del Principio de todos los principios, hicieron caso omiso a lo dicho por Dios y siguieron las instrucciones de un Ángel caído que había tomado la forma, muy apropiada, de un animal rastrero.

En fin. El caso es que podemos pecar. Vamos, que caemos en más tentaciones de las que deberíamos caer y se nos aplica más bien que mal aquello que dijo san Pablo acerca de que hacía lo que no quería hacer y no hacía lo que debía. Y es que el apóstol, que pasó de perseguidor a perseguido, no queriendo hacer un trabalenguas con aquello dejó todo claramente concretado: pecamos y tal realidad es tozuda con absoluta nitidez.

Pues bien. Ante todo este panorama (del cual, por cierto, no debemos dudar ni por un instante) ¿qué hacer? Y es que pudiera parecer que deberíamos perder toda esperanza porque si somos pecadores desde que nacemos (aunque luego se nos limpie la mancha original con el bautismo) ¿podemos remediar tan insensato comportamiento?

¡Sí! Ante esto que nos pasa Dios ha puesto remedio. A esto también ha puesto remedio. Y es que conociendo, primero, la corrupción voluntaria de nuestra naturaleza y, luego, nuestro empecinamiento en el pecado, tuvo que hacer algo para que no nos comiese la negrura de nuestra alma que, poco a poco, podía ir tomando un tinte más bien oscuro.

Sabemos, por tanto, el para qué y, también, el porqué. Es decir, no podemos ignorar, no es posible que digamos que nada de esto sabemos porque es tan elemental que cualquier católico, formado o no, lo sabe. Y, claro, también sabemos, a ciencia y corazón ciertos, lo sabemos, que remedio, el gran remedio, se encuentra en una palabra que, a veces, nos aterra por el miedo que nos produce enfrentarnos a ella. Pero digamos que la misma es “confesión”. Es bien cierto que, teológicamente hablando decimos que se trata de un Sacramento (materia, pues sagrada, por haber sido instituido por Cristo) y que lleva por nombre uno doble: Reconciliación y Penitencia. La primera de ella es porque, confesándonos nos reconciliamos con Dios pero, no lo olvidemos, también con la Iglesia católica a la que pertenecemos porque a ella, como comunidad de hermanos en la fe, también afectan nuestros pecados (alguno habrá dicho algo así como “¿eso es posible? Y lo es, vaya si lo es); la segunda porque no debemos creer que nuestras faltas y pecados, nuestras acciones y omisiones contrarias a un mandato divino nos van a salir gratis. Es decir, que al mismo tiempo que reconocemos lo que hemos hecho (o no, en caso de pecados de omisión) manifestamos un acuerdo tácito (no dicho pero entendido así) acerca de lo que el sacerdote (Cristo ahora mismo que nos confiesa y perdona) nos imponga como pena. Y es que, en efecto, esto es una pena: la sanción y el hecho mismo de haber pecado contra Dios.

Conviene pues, nos conviene, saber qué nos estamos jugando con esto de la confesión. No se trata de ninguna obligación impuesta por la Iglesia católica como para saber qué hacemos ni, tampoco,  algo que nos debe pesar tanto que no seamos capaces de llevar tal peso y, por tanto, no acudamos nunca a ella. No. Se trata, más bien, de reconocer que todo esto consta o, mejor, contiene en sí mismo, un proceso sencillo y profundo: sencillo porque es fácil de comprender y profundo porque afecta a lo más recóndito de nuestro corazón y a la limpieza y blancura de nuestra alma. Así y sólo así seremos capaces de darnos cuenta de que está en juego algo más que pasar un mal momento cuando nos arrodillamos en el confesionario y relatamos nuestros pecados a un hombre que, en tal momento sólo es como nosotros en cuanto a hombre pero, en lo profundo, Cristo mismo. Lo que, en realidad, nos estamos jugando es eso que, de forma grandilocuente (porque es algo muy grande) y rimbombante (porque merece tal expresión) denominamos “vida eterna”. ¡Sí!, de la que santa Teresa de Jesús dice que dura para siempre, siempre, siempre.

¿Lo ven, ustedes?, hasta una santa como aquella que anduvo por los caminos reformando conventos y fundando otros sabía que lo que hay tras la muerte es mucho más importante que lo que hay a este lado del definitivo Reino de Dios. Y, claro está, tal meta, tal destino, no se va a conseguir de una manera sencilla o fácil, sin esfuerzo o sin nada que suponga poner de nuestra parte. Y es que ahora, ahora mismo, acude a nuestra memoria otro santo grande, san Agustín, que escribió aquello acerca de que Dios, que nos creó sin que nosotros dijéramos que queríamos ser creados (pero nos gusta haber sido creados) no nos salvará sin nosotros (y más que nos gusta ser salvados).

Y esto, se diga lo que se diga, es bastante sencillo y simple de entender.

3 - Un momento cumbre de nuestra fe

 

Seguramente hay un antes y un después de la confesión. Y lo hay porque es muy distinto y diferente saber que pecamos y, luego, saber que se nos ha limpiado el pecado. Y, aunque esto último sea objeto del próximo capítulo, no podemos dejar de decir que lo podado nos quita, nunca mejor dicho, un peso de encima. Espiritual, pero peso al fin y al cabo porque, precisamente, por no pesar, materialmente hablando, pesa más todavía.

Ya hemos dicho, o insinuado aquí, que ser humilde no es fácil. A los más nos gusta ser demasiado soberbios. Nos creemos algo o, mejor, creemos que somos algo ante Dios y no acabamos de entender qué significa eso de que “sin mí nada podéis hacer”. Y, aunque es bien cierto que eso supone un mayúsculo error, no podemos negar que caemos demasiadas veces en tales pensamientos. Y es que reconocer que somos barro del que Dios hizo nuestro ser es un golpe demasiado insoportable para según qué espíritus.

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8.03.16

Un amigo de Lolo – ¡Qué gracia tan grande es darse cuenta de que se tiene la gracia de Dios!

Presentación

Lolo

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infligían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

 

 Libro de oración

En el libro “Rezar con el Beato Manuel Lozano, Lolo” (Publicado por Editorial Cobel, www.cobelediciones.com ) se hace referencia a una serie de textos del Beato de Linares (Jaén-España) en el que refleja la fe de nuestro amigo. Vamos a traer una selección de los mismos.

 

¡Qué gracia tan grande es darse cuenta de que se tiene la gracia de Dios!

 

“¡Ay, qué escalofrío darse con un dolor nuevo en el recodo de una mañana! Pero, ¡ay también, qué proyección de Dios y qué chorro de gracia en cada encuentro!” (Bien venido, amor, 767)

 

Las personas que, siendo creyentes, sabemos la verdad del contenido nuestra fe, sabemos que hay algo que es tan importante que, desconocerlo, nos hace perder sustancia y gozo. Y es que nos conviene mucho que lo que es elemental y básico no lo tengamos por no puesto o, simplemente, lo olvidemos por egoísmos que, muchas veces, se entienden más de la cuenta pero no nos vienen demasiado bien.

El caso es que hay quienes creen que todo lo pueden hacer por sí mismos sin intervención de Dios. Es más, en el seno de la Esposa de Cristo ha habido, a lo largo de los siglos y hoy mismo también, quien cree que eso es posible. Sin embargo, bien sabemos lo absurdo de tal planteamiento.

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