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6.09.21

Serie tradición y conservadurismo – Dejarse vencer por el Mal

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 Nos hacemos conservadores a medida que envejecemos, eso es cierto. Pero no nos volvemos conservadores porque hayamos descubierto tantas cosas nuevas que  eran espurias. Nos volvemos conservadores porque hemos descubierto tantas cosas viejas que eran genuinas.

G.K. Chesterton

Por mucho que los adalides del siglo pretendan sostener que no existe el Mal y que, por tanto, no hay castigo ante las malas acciones sino, sólo, lo que queda de lo que se hace, ahí, como si nada… Por mucho, decimos, que eso lo crean muchos (en realidad, les viene muy bien que eso se crea así para no sentirse responsables de nada) lo bien cierto es que el Mal está, existe, es. Y se manifiesta de las más diversas maneras la menor de las cuales no es, precisamente, creer que no existe. Y esa es labor del Maligno que, no obstante, es príncipe de este mundo.

Seguramente que cualquiera que lea esto podría poner muchos ejemplos de qué es el Mal y cómo actúa. Nosotros, sin embargo, vamos a hacer hincapié en lo que podemos llamar “sutilezas del Mal” que tanto abundan hoy día. Y nos referimos al respeto humano y a lo políticamente correcto que, como actitudes propias de alguien desnortado son verdaderos elementos destructores del comportarse, como diría San Josemaría, como gentes “de criterio”.

Es sabido, aunque muchas veces no lo parezca, que el “qué dirán” es un recurso que viene muy bien para muchas cosas y para muchas ocasiones.

Así, por ejemplo, si se nos pasa por la cabeza “cambiar de sitio” algo en nuestro favor siempre sobrevuela en nuestro corazón el “qué dirán” pues una cosa es lo que creemos que nos conviene y otra, muy distinta, lo que creemos que el resto de seres humanos puede pensar sobre nosotros. Y eso, digamos lo que queramos decir, siempre pesa en nuestras decisiones.

Es decir, en el comportamiento ordinario del ser humano tiene importancia grande lo que los demás piensen de él.

Hay, sin embargo un ámbito en el que este principio actúa en detrimento de la espiritualidad del ser humano: lo religioso, la religión y, al fin, la fe. Y en el mismo no vale “el qué dirán”.

Es cierto que el mundo que nos ha tocado vivir no es muy proclive a aceptar principios o doctrinas religiosas cristianas. Es más, muchas veces, los cristianos tampoco manifestamos gran aprecio por los mismos o por las mismas.

El caso es que si actuamos pensando, en exclusiva, en el “el qué dirán” lo único que alcanzaremos será la cumbre de la miseria espiritual pues, por un lado, no se quiere lo que queremos y, por otro, no somos capaces de demostrar que lo que queremos es lo que se debe querer y que le conviene mucho a la criatura de Dios estar a su santa Voluntad y no a la propia de los lógicos egoísmos.

En realidad aquí juega un papel un concepto religioso muy en desuso: “unidad de vida”.

Decir eso, así, de pronto y sin anestesia mundana, pudiera sonar a caduco y trasnochado pues hacer lo que se dice que se es, es comportarse de forma aceptable para Dios y eso, es bien cierto, no siempre “nos conviene”.

Decimos “unidad de vida” y queremos dar a entender que como somos hijos de Dios debemos demostrar que lo somos.

¿Y cómo se hace eso?

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