Serie “De Jerusalén al Gólgota” - III. Aquellas mujeres

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.

Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.

Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano. 

 

III- Aquellas mujeres

Padeciendo el dolor humano de hombre por ese camino lúcido que hacia el monte santo lleva, sufriendo el dolor y la tristeza íntegra que su corazón ampara, ha parado, descansado, siendo.

Ha parado Jesús y con Él el devenir del tiempo, el hecho mismo del amor, parado para sostener, en sus manos, el madero que lo cobija de la maldad del hermano que pronto olvidó su mensaje; parado para discernir, en su alma, la Verdad que lo llena de su vida terrena, surgiendo para que todos tengamos esa luz que la tiniebla mundana nos niega; parado para retener, en ese instante y momento, la Gracia que lo lleva; para reproducir, de su vivir eterno, los mejores recuerdos que lo fortalezcan. Y ha parado porque se requiere, de su doctrina y majestad, el aviso exacto de quien contempla su particular martirio, desazón humana en esencia divina; ha parado para consolar, ¡Él, para consolar!, el que sangra y bendice a quienes no pueden soportar tal visión, a quienes ven, en eso, un oprobio y una vergüenza para su pueblo.

Aquellos, aquellos que miran cómo descansa, llevados de su tristeza, piden por Él porque no reconocen el aliento que conforma vida y sólo ven, en Él, a un hombre. Aquí, también, como tantas otras veces, Jesús les regala un bálsamo que sana sus corazones porque sabe que son esos que miran quienes necesitan consuelo, reconocimiento de la verdad de sus vidas, permanencia en la Verdad en la que aún no pacen.

Podemos creer que entre aquellos que miraban aquella primera procesión de la primera Semana Santa de la historia, había muchas mujeres. Y es que muchas de ellas eran discípulas de Jesús y lo amaban como a un buen Maestro que les había enseñado mucho acerca del amor que hay que tener en cuenta.

Y lloraban.

Aquellas mujeres no podían hacer otra cosa. Se lamentan por lo que ven. Y la sangre de Jesús les duele como si fuera la de uno de sus hijos o un hermano suyo. Y es que, con el paso del tiempo, habían llegado a considerar al Hijo de Dios como un miembro más de su familia. Por eso lloran y por eso no pueden, ni quieren, contener las lágrimas.

No podemos negar que aquellas mujeres tenían valor. Y es que, conociendo el proceder de los que habían conseguido que Jesús estuviera allí en aquellas condiciones, no podían, ¡que menos!, que temer por su propia vida. No obstante, muchos de sus discípulos más allegados no se encontraban, precisamente, en aquel recorrido sino, más bien, escondidos por miedo a los judíos. Y sólo uno, como podían ver ellas mismas, acompañaba a María y algún que otro pariente y conocido del Maestro.

Ellas lloran porque, además, les duele que le hagan aquello a Jesús. Si había sido tan bueno… ¿Cómo era posible que lo trataran como a un vulgar criminal o como a un verdadero traidor a la nación romana? Era algo que no podían comprender ni entender. Y lloraban porque sabían el final de todo aquello: la sentencia a muerte era ya conocida por todos y el recorrido que estaba haciendo todas sabían que terminaría en aquel montículo situado a menos de mil metros de la Ciudad Santa.

Pero Jesús tiene, también, algo que decirles. Sabe que están sufriendo pero, ni siquiera en la situación por la que está pasando el Maestro es capaz,  ni quiere siquiera, sustraerse a comunicarles algo que debe ser aprendido por cada una de ellas: es mejor que no le lloren a Él.

¿Será posible eso? ¿Es posible que Jesús no quiera que le lloren?

En realidad, lo que quiere el Hijo de Dios es que tengan en cuenta que si eso lo hacen con él, que es el leño verde, deberían imaginar qué harían con sus propios hijos que, a los ojos de los poderosos del lugar (religiosos y políticos) son mucho menos que un leño verde de los que pueden prescindir con tal sólo dar una orden.

Es un consuelo. Ellas pueden darse cuenta de que Jesús las está consolando. En aquella situación no tiene cuidado de sí mismo sino de aquellos que le siguen o, mejor, que miran el camino que está haciendo hacia el Gólgota. Y es que les pide que pongan sus lágrimas en ellas mismas y en su descendencia por estar en manos de unos individuos que pueden aplicar sobre ellas y ellos una ley injusta o un interés egoísta para quitarles, incluso, la vida.

Aquellas mujeres no son conscientes, seguramente, de que las palabras de Jesús tienen por finalidad hacerles saber que Él tiene su vida más que terminada en este mundo. No saben aun que volverá muy pronto a estar entre ellas y ellos pero sí que lo que le han visto hacer y decir es más que suficiente como para que puedan llevar una vida de fe mirando a Dios Padre Todopoderoso al que dicen amar por encima de todas las cosas.

Las mujeres; aquellas que lloran

Seguramente cada una de ellas tiene algo que contar de Jesús. Desde que, en una ocasión le oyeron predicar acerca de Dios, al que llamaban Padre con el escándalo de sus jefes espirituales, hasta el caso de aquella que resucitó a su hijo que iba a ser enterrado.

Aquellas mujeres querían a Jesús de verdad. Además, las había defendido muchas veces como, por ejemplo, cuando salvó de una muerte segura a aquella que le presentaron como adúltera y que después lo siguió a todas partes porque era mucho lo que se le había perdonado. Por eso ellas estaban allí, desafiando a quien pudiera echarles en cara su presencia.

Aquellas mujeres, por decirlo así, hubieran querido ser todas como María, la madre del Maestro. Tenerlo tan cerca como ella lo había tenido durante, al menos, treinta años, hubiera colmado sus corazones de dicha. Pero se conformaron con escucharle siempre que podían, dejándolo todo para acudir en su busca. Incluso recuerdan que una vez alimentó a miles de personas con unos peces y unos pocos panes que un hijo de una ellas llevaba en una cesta.

Y ahora tenían que soportar aquel espectáculo romano…

Lo que Cristo tiene por bueno y mejor

Ciertamente me aman. Es posible que haya llegado a sus corazones y que en ellos haya quedado sembrada una semilla de amor y esperanza: amor por Dios Padre y esperanza por aquel que había enviado a sus vidas para que comprendiesen que debían cambiar muchos de sus comportamientos.

Sí, es cierto que alguna de ellas la he salvado de una buena pero creo que debe haber algo más dentro de sus almas para que estén aquí, llorando por mí cuando, en realidad, saben que nada pueden hacer que no sea eso, precisamente.

No puedo dejar de pensar en ellas. Tantas veces las he visto poco apreciadas, incluso (sobre todo) por sus propios maridos que en tantas ocasiones las desprecian como algo prescindible. Les basta un documento para repudiarlas y dejarlas atrás como si fuesen algo de lo que se pudiera prescindir sin tener en cuenta que son hermanas suyas por ser todas hijas de Dios como ellos…

Sin embargo, algo deberían saber. Y no es que no agradezca que lloren por mí porque eso supone que me aman. Lo que pasa es que deberían tener en cuenta algo muy importante y que, de ser eso posible, no sería conveniente que olvidasen. Lo que quiero decir es que sí, que lloren si lo creen necesario (eso les limpiará el alma y sanará algo su congoja) pero deben saber (y creo que se lo voy a decir para que no lo olviden) que son sus hijos por los que deberían llorar.

Ciertamente, no va a volver el tiempo en el que algún tirano de por estas tierras quiera matarlos como pasó conmigo y aquel Herodes que me tenía miedo. No. Pero puede haber algo terrible que puede acaecerles y que tiene que ver con su propia existencia: cuidado deben tener al decir y sostener que son discípulos míos. Llegan malos tiempos para los que decidan seguirme porque, aunque esté pronto muerto, más pronto aun volveré a estar entre ellos y, luego, no me iré nunca de su lado. Por tanto, podrán seguirme siguiendo a mis discípulos más allegados (sí, los que ahora se han escondido) porque serán ellos los que deberán coger mi testigo.

Espero que sepan comprender que, como a mi madre, es posible que a ellas también les atraviese una espada el corazón. Y es que me dijo una vez que cuando me presentaron en el Templo un anciano, de nombre, Simeón, profetizó que eso le pasaría a ella y, además, que yo sería, digamos, causa de discordias y separaciones. Y eso es lo que ha venido a suceder con el tiempo: la espada está a punto de atravesar el corazón de mi madre y lo otro, las discordias por mi nombre, hace tiempo que empezaron a surgir.

Ellas, sin embargo, deben seguir llorando. Y lo deben hacer porque, seguramente, creen que me lo deben. Están agradecidas. Sin embargo, sería muy bueno que prepararan su corazón para un dolor aun más desgarrador del que nunca van a recuperar sin el auxilio de mi recuerdo y la Palabra de mi Padre.

Lloran, como veo a mi Madre llorar tras de mí. Al fin y al cabo, las lágrimas son un remedio ante la desazón. Es más, a veces, son el único que existe.

De nosotros mismos a Cristo

¡Cuántas veces lloramos por lo que creemos que es importante sin darnos cuenta de lo que sí lo es!

Hermano Cristo, te pedimos perdón porque, muchas veces, no sabemos que para nosotros es crucial saber que, para Dios, somos importantes. Por eso no podemos descuidar nuestra fe, la de verdad y no la de apariencia social. Las lágrimas no siempre suelen ser síntoma de amor sino, demasiadas veces, de disimulo.

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

 

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Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Hay un camino que recorrió Cristo que nos salvó a todos.

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