Serie Hábitos católicos - y 6.- Compartir la fe

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La segunda acepción de la palabra “hábito” es, según la Real Academia Española de la Lengua es el “Modo especial de proceder o conducirse adquirido por repetición de actos iguales o semejantes, u originado por tendencias instintivas”. Por lo tanto, si nos referimos a los que son católicos, por hábitos deberíamos entender aquello que hacemos que, en nuestra vida, supone algo especial que marca nuestra forma de ser. Incluso es algo que al obedecer a una razón profunda bien lo podemos calificar de instintivo porque nuestra fe nos lleva, por su propia naturaleza, a tenerlos.

Pues bien, esta serie relativa a los “Hábitos católicos” tiene la intención de dar un pequeño repaso a lo que, en realidad, debería ser ordinario comportar en un católico.

6.- Compartir la fe

Nueva evangelización

Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.

Todo lo que dice Cristo en este texto que recoge el evangelista que fuera recaudador de impuestos (Mt 5, 13-16) tiene relación exacta con lo que bien podemos llamar evangelización sin ocultamiento.

Ser sal de la tierra y ser luz… al fin y al cabo, compartir la fe que se tiene para que quien la desconozca le abra el corazón y quien quiera conocerla mejor, así lo haga. Y es que compartir la fe no es más que evangelizar y supone, en realidad, cumplir con la misión la que Jesucristo grabó a fuego de su Espíritu en el corazón de sus discípulos.

Y, sobre la evangelización que es, al fin y al cabo, la forma más certera de compartir la fe, dice el apóstol de los gentiles lo siguiente:

“Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio”.

Y es que en la Segunda Epístola a Timoteo, concretamente entre los versículos dos y cinco del capítulo cuatro, quien persiguiera a los cristianos con saña dijo entonces, y dice ahora, que existe algo sobre lo que no podemos hacer dejación, preterir o hacer como si no nos correspondiente: evangelizar.

En tiempos de tribulación, persecución material o espiritual de la Iglesia y de sus fieles, se hace, aún, más necesaria.

Cuando concluía el Gran Jubileo del año 2000, el beato Juan Pablo II regaló al mundo la Carta Apostólica Novo Millennio ineunte, pues el comienzo de un nuevo milenio no podía quedar dejado de la mano de la Iglesia. Así, en orden a la importancia de la evangelización decía lo siguiente (40):

“Ha pasado ya, incluso en los Países de antigua evangelización, la situación de una “sociedad cristiana“, la cual, aún con las múltiples debilidades humanas, se basaba explícitamente en los valores evangélicos. Hoy se ha de afrontar con valentía una situación que cada vez es más variada y comprometida, en el contexto de la globalización y de la nueva y cambiante situación de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos años la “llamada” a la nueva evangelización. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: “¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Co 9,16)”.

Destaca, en esta clara declaración de intenciones y establecimiento de una obligación para el católico, lo que nunca podemos olvidar:

-Ya no existe la sociedad que se regía por valores cristianos.
-Se hace necesario acudir a la llamada a la evangelización.
-Es imperiosa y, como se ha dicho arriba, obligada, la predicación.

Se cumple, así, tantos siglos después de haber sido escrito, lo dicho por san Pablo en la Epístola citada arriba que, por cierto, hace mención de una realidad que hoy mismo se hace evidente y, así, peligrosa. Dice, por tanto que llegará un tiempo en el que muchos “se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas”.

Evangelizar, pues, a tiempo (cuando corresponde) o a destiempo (incluso cuando no corresponde) o, lo que es lo mismo, siempre, ha de querer decir que tenemos que estar preparados para no caer en la llamada que lo “nuevo” puede pretender traer a nuestro corazón si tal novedad supone sembrar el error en la doctrina católica.

Lo erróneo (léase la Carta encíclica Quanta cura” de Pío IX relativa a “los principales errores de la época”) nos propone saltarnos la doctrina que la Iglesia propugna y defiende; hacer de nuestra fe un comportamiento alejado de la Verdad porque, así, vivimos de acuerdo con el mundo y con la mundanidad que propone; romper con la Tradición y hacer, incluso, mofa y escarnio del Magisterio como si fuera cosa de hijos de Dios y no procediese de Dios mismo; lo erróneo, al fin y cabo lo que pretende es, en efecto, retrotraer nuestra fe y, así, nuestra creencia, a tiempos paganos en los que no se reconocía a Dios como Padre ni a la Iglesia como madre y se sostenía el devenir del hombre en supersticiones y comportamientos mágicos con arraigo en concepciones precristianas relacionadas con la naturaleza y su supuesto poder decisorio.

En segundo lugar, esto (lo erróneo en materia espiritual) tiene que ser contestado con la sana doctrina con que cuenta la Santa Madre Iglesia que no cejado, desde que fuera creada por Jesucristo, en transmitir una forma de ser, unos valores y una doctrina que arraiga en la divinidad y en Dios tiene su asiento.

Pero no sólo se dice y recomienda que se evangelice sino que se “insista” en la evangelización porque, al igual que nuestra oración ha de ser perseverante y no limitada a determinados momentos (bien podemos decir que nuestra propia vida, toda, ha de ser oración) en la evangelización toda limitación de esfuerzo concluirá en una que sea, en su resultado, nula.

A este respecto, y para que nos sirva a los católicos de razones sobre las que sostener nuestro compartir la fe, la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la Nota Doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización (7), de fecha 3 diciembre de 2007 decía que

“La actividad por medio de la cual el hombre comunica a otros eventos y verdades significativas desde el punto de vista religioso, favoreciendo su recepción, no solamente está en profunda sintonía con la naturaleza del proceso humano de diálogo, de anuncio y aprendizaje, sino que también responde a otra importante realidad antropológica: es propio del hombre el deseo de hacer que los demás participen de los propios bienes. Acoger la Buena Nueva en la fe empuja de por sí a esa comunicación. La Verdad que salva la vida enciende el corazón de quien la recibe con un amor al prójimo que mueve la libertad a comunicar lo que se ha recibido gratuitamente.”

Por eso no es posible esconder lo que es bueno para la humanidad y no se puede sostener que seamos egoístas en compartir lo que Dios quiere que sea compartido. La fe, como don del Creador, ha de ofrecerse como algo gozoso que se tiene y que se experimenta desde el interior y hacia el mundo que nos rodea y porque es necesario, como dejó escrito Pablo VI (Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi,” de 8 de diciembre de 1975 (22) un “anuncio explícito” porque

“el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado —lo que Pedro llamaba dar “razón de vuestra esperanza"—, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús. La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios.”

Compartir la fe se convierte en obligación grave, es síntoma de arraigado don de Dios en nuestro corazón y supone para los católicos haber comprendido lo que, en verdad, es la voluntad del Creador.

NOTA FINAL: como lo prometido es deuda, el hábito número 7 que sería referido a la Dirección Espiritual se lo “dejo” al blogger Juanjo Romero que, según él mismo dijo, tenía intención de escribir sobre tal hábito y, siendo el Director técnico de InfoCatólica el que escribió sobre los “Habitos católicos” no está bien que le hurte, aunque sea, el mismo. Y esto lo hago en la seguridad de que lo hará bastante mejor que yo. Acabo, por lo tanto, como empecé: agradeciéndole la idea que, con consentimiento suyo, le “robé” para esta pequeña serie.

Leer Hábito 1: Vida Sacramental.
Leer Hábito 2: Sumergirse en la oración.
Leer Hábito 3: Construir la virtud, desenraizar el vicio.
Leer Hábito 4: Conoce las Escrituras y las enseñanzas de la Iglesia católica.
Leer Hábito 5: Alegría católica.

Eleuterio Fernández Guzmán

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Para leer Fe y Obras.
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