Sobre sacrilegios y bofetadas

El ser humano es libre, al menos en nuestra sociedad occidental, de profesar una religión. Esto lo que, en general, quiere decir, es que persona alguna puede ser coaccionada para que tenga creencia alguna.

Así, si una persona quiere seguir la religión que tiene, digamos, por el origen de su familia (cristiana, musulmana, evangelista, etc.) nadie le puede decir lo contrario pues, entre otras cosas, la dignidad de la persona tiene, como componente esencial, la libertad religiosa.

Por eso las creencias que seguimos, por ejemplo, los católicos, nos gusta que sean respetadas. No por capricho sino porque, de otra forma, todo lo dicho arriba no sirve de nada y de nada sirve.

Si hay, a este respecto, algo sobre lo que no podemos transigir porque, de hacerlo, permitiríamos una gran vergüenza entre nosotros, es el respeto que se le debe a la Eucaristía. Y, como es de suponer, a todos los momentos litúrgicos que en la misma se llevan a cabo.

Entre los citados arriba no hay duda que la comunión es el más significativo porque, de una manera o de otra, el centro de celebración eucarística es el momento en el que, tras la transubstanciación, las especies pan y vino devienen cuerpo y sangre de Cristo.

Jugar, de la manera que sea, con tal momento espiritual, no es ni puede ser bien visto por nadie que tenga dos dedos de frente católica e, incluso, de nadie que, perteneciendo a otra religión, esté en el conocimiento de lo que significa la comunión y, por tanto, la recepción, al menos, del cuerpo de Cristo.

Actuar de forma sacrílega y profanar lo que es sagrado vienen a ser las dos caras de una misma moneda. Y son caras malcaradas.

Pues todo lo dicho hasta ahora viene al caso del ya conocido acto de sacrilegio cometido en una población valenciana. Y, aunque a estas alturas todas las personas que puedan leer este artículo ya están al cabo de la calle de lo sucedido no está de mal hacer hincapié en algo que es muy importante y que no podemos olvidar.

Lo que más es de destacar en este caso es que cuando, ante un caso como el sucedido (persona que toma la hostia consagrada, en el momento de la comunión, la tira al suelo y la pisa) no hay nadie que haga nada ante tamaña barbaridad, es de esperar que quien tiene autoridad para hacerlo, haga lo que le corresponde.

No es de extrañar que el sacerdote, supongo yo que olvidándose de lo políticamente correcto y del respeto humano o qué dirán, se dirigiera a quien había perpetrado tal acto sacrílego y, tras preguntarle si lo había hecho y responder con una sonrisa (además pitorreo) le propinara una bofetada y lo echara de la Casa de Dios que con tanta desvergüenza había profanado.

Dicen las crónicas que cuando, horas más tarde, el sacerdote pidió perdón por lo sucedido a la feligresía esta respondió con aplausos durante varios minutos.

Y es que si no hablaban ellos, como hubiera dicho Jesús, hubieran hablado las piedras.

Eleuterio Fernández Guzmán

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