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11.09.16

La Palabra del Domingo - 11 de agosto de 2016

 

 

 Lc 15, 1-32.

 

“1 Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle, 2 y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: ‘Este acoge a los pecadores y come con ellos.’ 3 Entonces les dijo esta parábola. 4 ‘¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las 99 en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? 5 Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; 6  llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido."  7 Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión. 8 ‘O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente  hasta que la encuentra? 9 Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido.”        10 Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.’ 11 Dijo: ‘Un hombre tenía dos hijos; 12 y el menor de ellos dijo al padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.” Y él les repartió  la hacienda. 13 Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. 14 ‘Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. 15 Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. 16 Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. 17 Y entrando en sí mismo, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me  muero de hambre!  18 Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. 19 Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.’ 20   Y, levantándose, partió hacia su padre. ‘Estando él todavía lejos, le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. 21 El hijo le dijo: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo.’  22 Pero el padre dijo a sus siervos: ‘Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas  sandalias en los pies. 23 Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta,     24 porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.’ Y comenzaron la fiesta. 25 ‘Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; 26 llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.        27 El le dijo: ‘Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.’  28 El se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. 29 Pero él replicó a su padre: ‘Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca  me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; 30 y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo  cebado!’ 31 ‘Pero él le dijo: ‘Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo;  32 pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba  perdido, y ha sido hallado."‘

 

COMENTARIO

Perdidos y encontrados

 

Cuando Dios decide que ha de enviar al mundo a Quien procure la salvación de la humanidad, lo hace porque ama a su descendencia y no quiere desdecirse de cuando dijo que nunca más haría lo que tuvo que hacer en tiempos de Noé. No, ahora las cosas debían hacerse de una forma muy distinta porque había muchos que lo amaban con franqueza y no podían perecer por el pecado de algunos o muchos. 

Entonces, envía a su Hijo. Antes había hecho lo propio con Gabriel, su Ángel, para que se presentase ante una joven judía de nombre Miriam. Y ella dijo que sí… 

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10.09.16

Serie “Al hilo de la Biblia- Y Jesús dijo…” – Lo que es imposible para el hombre es posible para Dios

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

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9.09.16

Serie “De Jerusalén al Gólgota” – VII. María

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

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8.09.16

La Madre que nace

 Natividad de Bamberg

 (Natividad de Bamberg, Alemania)

Independiente del día que se fijó como el del nacimiento de la Virgen María, el lugar de nacimiento o, en fin, el momento en el que la Iglesia católica decidió celebrar su natividad, el caso es que, en un momento determinado nació una niña de Joaquín y Ana. Aquella niña iba a ser muy especial para la historia de la salvación que, no podemos negarlo eso, era esperada por el pueblo judío desde hacía muchos siglos. Es más, seguramente, desde el mismo momento en el que Abrahám aceptó el mandato de Dios, desde entonces, aquel grupo de seres humanos supo que la salvación empezada a caminar con ellos.                   

Pues bien, cuando nace aquella niña nadie, salvo Dios, sabía qué era lo que iba a pasar. No es que el Creador supiera que, en un determinado momento, iba a forzar a María a aceptar lo que le dijera su Ángel. No. De lo que estaba seguro el Todopoderoso era que aquella recién nacida iba a ser fiel a su Padre del Cielo porque era lo que su Padre del Cielo quería de ella. Era, por así decirlo, una convicción mutua, una forma de saber que lo que debía pasar… iba a pasar. 

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7.09.16

Serie "Su Cruz y nuestras cruces" - 2- La cruz de la soledad (Habla Jesús)

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.”

 (Mt 16,24).

  

Siempre que un discípulo de Cristo se pone ante un papel y quiere referirse a su vida como tal no puede evitar, ni quiere, saber que en determinado momento tiene que enfrentarse a su relación directa con el Maestro.

Así, muchos han sido los que han escrito vidas de Jesucristo: Giovanni Papini (“Historia de Cristo”), el P. Romano Guardini (“El Señor), el P. José Luis Martín Descalzo (“Vida y misterio de Jesús de Nazaret“), el P. José Antonio Sayés (“Señor y Cristo”) e incluso Joseph Ratzinger (“Jesús de Nazaret“). Todos ellos han sabido dejar bien sentado que un Dios hecho hombre como fue Aquel que naciera de una virgen de Nazaret, la Virgen por excelencia, había causado una honda huella en sus corazones de discípulos.

Arriba decimos que el discípulo deberá, alguna vez, ponerse frente a Cristo. Y es que no tenemos por verdad que el Maestro suponga un problema para quien se considera discípulo. Por eso entendemos que tal enfrentamiento lo tenemos por expresión de expresar lo que le une y, al fin y al cabo, lo que determina que sea, en profundidad, su discípulo. Sería como la reedición de lo que dice San Juan justo en el comienzo de su Evangelio (1,1): 

“En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios”.

El caso es que podemos entender que la Palabra estaba con Dios en el sentido de estar en diálogo con el Creador. Por eso decimos que la relación que mantiene quien quiere referirse a Cristo como su referencia, un discípulo atento a lo que eso supone, ha de querer manifestar que se sea, precisamente, discípulo. Entonces surge la intrínseca (nace de bien dentro del corazón) necesidad de querer expresar en qué se sustenta tal relación y, sobre todo, cómo puede apreciarse la misma. O, por decirlo de otra forma, hasta dónde puede verse influenciado el corazón de quien aprende de parte de Quien enseña. 

Y si hablamos de Cristo no podemos dejar de mencionar aquello que hace esencial nuestra creencia católica y que tiene que ver con un momento muy concreto de su vida como hombre. Y nos referimos a cuando, tras una Pasión terrible (por sangrante y decepcionante según el hombre que veía a Jesucristo) fue llevado al monte llamado Calvario para ser colgado en dos maderos que se entrecruzaban. 

Nos referimos, sin duda alguna, a la Cruz. 

Como es lógico, siendo este el tema de esta serie, de la Cruz de Cristo vamos a hablar enseguida o, mejor, hablará el protagonista principal de la misma dentro de muy poco. Es esencial para nosotros, sus discípulos. Sin ella no se entiende nada ni de lo que somos ni de lo que podemos llegar a ser de perseverar en su realidad. Sin ella, además, nuestra fe no sería lo que es y devendría simplemente buenista y una más entre las que hay en el mundo. Pero con la Cruz las cosas de nuestra espiritualidad saben a mucho más porque nos facilitan gozar de lo que supone sufrir hasta el máximo extremo pero saber sobreponerse al sufrimiento de una manera natural. Y es natural porque deviene del origen mismo de nuestra existencia como seres humanos: Dios nos crea y sabe que pasaremos por malos momentos. Pero pone en nuestro camino un remedio que tiene nombre de hombre y apellido de sangre y luz. 

Pero la Cruz tiene otras cruces. Son las que cada cual cargamos y que nos asimilan, al menos en su esencia y sustancia espiritual, al hermano que supo dar su vida para que quien creyese en Él se salvase. Nuestras cruces, eso sí, vienen puestas sobre nuestras espaldas con la letra minúscula de no ser nada ni ante Dios mismo ni ante su Hijo Jesucristo. Minúscula, más pequeña que la original y buena Cruz donde Jesús perdonó a quienes lo estaban matando y pidió, además pidió, a Dios para que no tuviera en cuenta el mal que le estaban infiriendo aquellos que ignoraban a Quien se lo estaban haciendo.

Hablamos, por tanto, de Cruz y de cruces o, lo que es lo mismo, de aquella sobre la que Cristo murió y que es símbolo supremo de nuestra fe y sobre el que nos apoyamos para ser lo que somos y, también, de las que son, propiamente, nuestras, la de sus discípulos. Y, como veremos, las hay de toda clase y condición. Casi, podríamos decir, y sin casi, adaptadas a nuestro propio ser de criaturas de Dios. Y es que, al fin y al cabo, cada cual carga con la suya o, a veces, con las suyas.

 

2- La cruz de la soledad

Querido hermano:

Es verdad que nunca has  sido una persona muy comunicativa. Ya desde tu más tierna infancia algo así como una barrera te separó del resto de compañeros de colegio. Por eso eras tenido por un niño “raro”. 

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