Meditaciones de Cuaresma – Necesidad de conversión

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Todo aquel que crea y se convierta, se salvará”.

Con tales palabras o más o menos las mismas, el Hijo de Dios, deja dicho algo que es tan importante que, olvidarlo o tenerlo por cosa baladí, puede llevarnos, precisamente y no por casualidad, a lo contrario de lo que afirma.

Jesucristo hace una promesa que bien podemos entender como solemne: quien crea en Él y convierta su corazón acabará salvándose.

Decir eso, así, como quien no quiere la cosa, podrían pensarse es asunto de menor importancia. Sin embargo, es tan necesaria nuestra conversión que hacer otra cosa en esta vida, procurarla, es actuar como persona necia. Así de simple, sin medias tintas, debemos sostenerlo y decirlo. Y aquí ni vale ni sirve el respeto humano ni políticamente correcto. Y no valen ni una cosa ni la otra porque lo que nos va es, precisamente, nuestra salvación.

Es más que posible que eso de la salvación pueda sonar a algo lejano o algo así como un cuento para niños pequeños… como para dar miedo. Sin embargo, es lo contrario la verdad: nuestra salvación es el único negocio (algo, contrario, pues, al ocio y que no debemos tomar a guasa o a broma) que deberíamos tener en cuenta en este mundo que pisamos durante un período que, comparado con la vida eterna, es una minucia, una nada, algo a no tener en cuenta.

Decimos, por eso mismo, que el tiempo de Cuaresma es uno en el que nuestra conversión es más necesaria que nunca.

¿Quiere decir eso que el resto del año litúrgico no tiene importancia convertir el corazón? Pues sí, la tiene.

La vitalidad espiritual que contiene la conversión es tan grande (y su fruto tan inmenso y misterioso) que abarca toda vida y existencia de un hijo de Dios que sabe, precisamente, que lo es y que eso ha de significar algo: nuestro Creador nos quiere cabe sí y eso sólo podemos hacerlo de una forma: cumpliendo su voluntad que, necesariamente ha de comprender tener un corazón de carne, convertido.

Nosotros, pues, necesitamos conversión. Y la necesitamos ahora mismo, que recién ha comenzado el tiempo fuerte llamado Cuaresma. En resto del año también la necesitamos (no nos alimentamos materialmente sólo unos días al año sino… siempre y cada día) pero es ahora cuando, en un tiempo muy especial en el que esperamos el sacrificio sangriento de nuestro hermano Jesucristo, el Mesías espera de nosotros algo más que mostrar aquiescencia a tan especial muerte. Y es que espera de nosotros que, al menos teniendo en cuenta aquel sacrificio Suyo, tengamos a bien apreciarlo en la medida que debemos apreciarlo y, en fin, aceptar que somos hermanos suyos y que Él es Dios hecho hombre.

La conversión, entonces, es más necesaria que nunca. Y es que si en tiempo de Adviento esperamos que venga Quien había sido enviado por Dios al mundo para que el mundo se salvase, ahora, en tiempo de Cuaresma, esperamos, también. Sin embargo, lo que esperamos no es el acontecimiento gozoso del nacimiento de un Niño-Dios sino el más terrible consistente en ver clavado en una Cruz al mismo Niño-Dios. Ahora, pues, ha pasado el tiempo de la siembra y ha llegado el de recoger el fruto de tanta entrega: “A ti, Padre, encomiendo mi espíritu”, que diría Jesucristo antes de entregar su vida al Todopoderoso.

Alguno dirá que conversión, lo que se dice conversión, ya la practicamos muchas veces cuando pecamos y somos capaces de levantarnos, pedir perdón y seguir adelante. Y eso, con ser cierto, no el todo de la cosa. No. En realidad, aquí, de lo que hablamos, es de una verdadera “reconversión” o, dicho de otra forma, una confesión de fe que cubra todas nuestras faltas y pecados. Y es que reconvertirse a Dios Padre es lo mismo que redoblar nuestra fe y manifestar que no nos va a vencer el Mal con sus asechanzas. Nosotros, así lo creemos, tenemos Alguien en quien confiar. Y tal Alguien, con nombre certero (Dios entre nosotros) quiere de nosotros que reconozcamos, ahora más que siempre aunque siempre, que somos pecadores. Ya se encargará su Sagrado Corazón de perdonarnos.

 

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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