Serie Escatología de andar por casa - Escatología intermedia -2- El juicio particular

Los novísimos

En Cristo brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo

Prefacio de Difuntos.

El más allá desde aquí mismo.

Esto es, y significa, el título de esta nueva serie que ahora mismo comenzamos y que, con temor y temblor, queremos que llegue a buen fin que no es otro que la comprensión del más allá y la aceptación de la necesidad de preparación que, para alcanzar el mismo, debemos tener y procurarnos.

Empecemos, pues, y que sea lo que Dios quiera.

En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.

Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás". Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.

Existen, pues, el cielo, el infierno y, también, el purgatorio y de los mismos no podemos olvidarnos porque sea difícil, en primer lugar, entenderlos y, en segundo lugar, hacernos una idea de dónde iremos a parar.

Estos temas, aún lo apenas dicho, deberían ser considerados por un católico como esenciales para su vida y de los cuales nunca debería hacer dejación de conocimiento. Hacer y actuar de tal forma supone una manifestación de ceguera espiritual que sólo puede traer malas consecuencias para quien así actúe.

Sin embargo se trata de temas de los que se habla poco. Aunque el que esto escribe no asiste, claro está, a todas las celebraciones eucarísticas que, por ejemplo, se llevan a cabo en España, no es poco cierto ha de ser que si en las que asiste poco se dice de tales temas es fácil deducir que exactamente pase igual en las demás.

A este respecto, San Juan Pablo II en su “Cruzando el umbral de la Esperanza” dejó escrito algo que, tristemente, es cierto y que no es otra cosa que “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo” porque, en realidad, hacer tal tipo de amenaza responde a lo recogido arriba en el Eclesiástico al respecto de que pensando en nuestro fin (lo que está más allá de esta vida) no deberíamos pecar.

Dice, también, el emérito Benedicto XVI, que “quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno” porque “quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra".

No parece, pues, que sea poco real esto que aquí se trae sino, muy al contrario, algo que debería reformarse por bien de todos los que sabiendo que este mundo termina en algún momento determinado deberían saber qué les espera luego.

A este respecto dice San Josemaría en “Surco” (879) que

“La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin. Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno”.

Se habla, pues, poco, pero ¿por qué?

Quizá sea por miedo al momento mismo de la muerte porque no se ha comprendido que no es el final sino el principio de la vida eterna; quizá por mantener un lenguaje políticamente correcto en el que no gusta lo que se entiende como malo o negativo para la persona; quizá por un exceso de hedonismo o quizá por tantas otras cosas que no tienen en cuenta lo que de verdad nos importa.

Existe, pues, tanto el Cielo como el Infierno y también el Purgatorio y deberían estar en nuestro comportamiento como algo de lo porvenir porque estando seguros de que llegará el momento de rendir cuentas a Dios de nuestra vida no seamos ahora tan ciegos de no querer ver lo que es evidente que se tiene que ver.

Mucho, por otra parte, de nuestra vida, tiene que ver con lo escatológico. Así, nuestra ansia de acaparar bienes en este mundo olvidando que la polilla lo corroe todo. Jesús lo dice más que bien cuando, en el Evangelio de San Mateo, dice (6, 19)

“No amontonéis riquezas en la tierra, donde se echan a perder, porque la polilla y el moho las destruyen, y donde los ladrones asaltan y roban”.

En realidad, a continuación, el Hijo de Dios da muestras de conocer qué es lo que, en verdad, nos conviene (Mt 6, 20) al decir

“Acumulad tesoros en el cielo, donde no se echan a perder, la polilla o el mono no los destruyen, ni hay ladrones que asaltan o roban”.

Por tanto, no da igual lo que hagamos en la vida que ahora estamos viviendo. Si muchos pueden tener por buena la especie según la cual Dios, que ama a todos sus hijos, nos perdona y, en cuanto a la vida eterna, a todos nos mide por igual (esto en el sentido de no tener importancia nuestro comportamiento terreno) no es poco cierto que el Creador, que es bueno, también es justo y su justicia ha de tener en cuenta, para retribuirlas en nuestro Juicio partícula, las acciones y omisiones en las que hayamos caído.

En realidad, lo escatológico no es, digamos, una cuestión suscitada en el Nuevo Testamento por lo puesto en boca de Cristo. Ya en el Antiguo Testamento es tema importante que se trata tanto desde el punto de vista de la propia existencia de la eternidad como de lo que recibiremos según hayamos sido aquí. Así, en el libro de la Sabiduría se nos dice (2, 23, 24. 3, 1-7) que

“Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están en la paz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí; los probo como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo”.


Aquí vemos, mucho antes de que Jesús añadiese verdad sobre tal tema, la realidad misma como ha de ser: la muerte y la vida eternas, cada una de ellas según haya sido la conducta del hijo de Dios. El tiempo intermedio, el purgatorio (“tras pequeñas correcciones”) que terminará con el premio de la vida eterna (o con la muerte también eterna) tras el Juicio, el Final, propio del tiempo de nuestra resurrección.

Abunda, también, el salmo 49 en el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16) que

“Pero Dios rescata mi vida,
me saca de las garras de la muere, y me toma consigo”.

En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.

Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas.

Escatología intermedia -2- El juicio particular

Juicio particular

“Y del mismo modo que está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio,… (Hebr. 9, 27)”.

Tras la muerte, tema que fue contemplado en el capítulo anterior, acaece, para cada alma, el denominado “juicio particular” que es, como tal expresión indica, el momento en el que Dios, atendiendo a su divina y santa justicia, aplica a cada alma los merecimientos que hasta el momento de la muerte haya adquirido. Y también, claro, los desmerecimientos…

Pero vayamos, ahora mismo, con todo lo relativo al juicio particular, momento espiritual que establece un antes y un después de la vida del alma del ser creado por Dios a su imagen y semejanza.

El ya citado libro “Teología de la salvación” del P. Antonio Royo Marín, refiere acerca del juicio particular lo siguiente (p. 280, edición 1956):

“A la muerte se sigue inmediatamente el juicio particular. En susbstancia consiste en la apreciación de los méritos y deméritos contraídos durante la vida terrestre, en virtud de los cuales el supremo Juez pronuncia la sentencia que decide de nuestros destinos eternos”.

Tras el juicio particular, el destino eterno se establece para cada alma. Sin embargo, es claro que quien sea destinado al infierno no ha de salir de allí; que quien sea destinado al cielo no puede ser perjudicado en el juicio final y que quien sea destinado al Purgatorio pasará por tal estado espiritual hasta que haya limpiado las manchas de su alma. Luego, cuando eso acaezca, ascenderá al cielo. Podemos decir, por tanto, que sólo quien vaya al cielo tras su juicio particular tendrá su destino definitivo en las praderas del definitivo Reino de Dios tan sólo a la espera de volverse a unir con su cuerpo en el momento de la resurrección de la carne.

Por su parte, el Catecismo de la Iglesia católica también hace referencia a tal momento espiritual. En concreto que

“1021 La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2 Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2 Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf.Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.

1022 Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (cf. Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS 1304; Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo (cf. Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991; Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS 1305), bien para condenarse inmediatamente para siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858; Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306).
‘A la tarde te examinarán en el amor’ (San Juan de la Cruz, Avisos y sentencias, 57)”.

Y, por abundar en las Sagradas Escrituras, la necesidad del juicio particular lo pone de manifiesto San Pablo cuando, en la Segunda Espístola a los de Corinto dice, en un momento determinado (5, 10) que

“Porque es necesario que todos seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal”.

Hemos muerto y, en seguida, en tal instante (o uno muy corto después) comparecemos ante el Tribunal de Dios donde Cristo nos ha de juzgar.

Así lo expresa el P. Royo Marín en el libro citado arriba (p. 281):

“Al separarse del cuerpo, el alma humana es inmediatamente juzgada por Dios”.

E, inmediatamente, da conveniente explicación a lo que esto significa:

a) Al separarse del cuerpo, o sea, en el momento d eproducirse la muerte real, que no coincide -como y ahemos visto- con el de la muerte aparente.

b) El alma humana, esto es, toda alma racional cristiana o pagana, justa o pecadora, de adulto o de niño, de hombre o de mujer, sin ninguna excepción.

c) Inmediatamente, sin demora alguna.

d) Es juzgada por Dios, o sea, sometida a un acto de justicia por el cual, en vista de sus buenas o malas obras, Dios pronuncia la sentencia que merece en orden al premio o al castigo”.

Vemos, pues, que es inmediato el juicio particular.

Al respecto de la inmediatez de tal juicio, el evangelio de San Lucas (16, 19-24) nos ofrece un caso muy conocido (la parábola de Lázaro y el llamado Epulón) que bien puede darnos muestras de, precisamente, lo inmediato del enjuiciamiento de Cristo sobre el alma separada. Dice que

“Era un hombre rico…y un pobre, llamado Lázaro…Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades, entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro en su seno. Y gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’”.

Si bien esta parábola “aunque no es histórica” (a tenor lo indicado por Enrique Pardo Fuster en “Fundamentos bíblicos de la teología católica”, Volumen II, p. 389, publicado por Fundación Gratis Date, 1994) el caso es que (continúa tal autor)

“es claramente doctrinal. Muere el rico y es sepultado en el fuego del infierno; muere Lázaro y es llevado al seno de Abraham. Estas dos retribuciones les son dadas a cada antes de la resurrección del final de los tiempos, como se deduce del coloquio de aquel rico con Abraham acerca de sus hermanos que todavía vivían en este mundo.
Por tanto, de este texto se deduce que después de la muerte se concede una retribución a la que necesariamente debe de preceder un juicio.”

Pues bien, hemos dicho arriba que es Cristo quien juzga. Eso pudiera parecer no correcto pues en las Sagradas Escrituras no se dice, en ningún momento, eso en tales términos. Sin embargo, no resulta imposible deducir que eso es así si, por ejemplo, atendemos a lo siguiente:

Jesús se acercó a ellos y les habló así: ‘Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes…’ (Mt. 28, 18).

El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano (Jn. 3, 35).

Porque el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio lo ha entregado al Hijo,… (Jn. 5, 22).

Y nos mandó que predicásemos al Pueblo, y que diésemos testimonio de que él está constituido por Dios juez de vivos y muertos (Hch. 10, 42).

De todas formas, nada extraño hay en esto porque, como sabemos, Jesús forma parte de la Santísima Trinidad y es Dios hecho hombre. Que nos juzgue Cristo es, por tanto, exactamente igual que lo haga Dios, pues lo es.

Pero ¿en qué consiste el juicio particular?

Aunque ya hayamos respondido, en líneas generales, a tal pregunta en otro momento de este capítulo y los propios textos de la doctrina católica ya se han referido a tal realidad, el caso es que, a tenor de lo escrito por el P. Royo Marín (op. cit, p. 284)

“El juicio particular consistirá substancialmente en la intimación de la sentencia divina al alma separada, mediante un acto intelectual simplicísimo e instantáneo. Una especie de radiograma espiritual que el alma recibirá de parte de Dios y que se adecuará exactamente a los méritos o deméritos que la propia alma descubrirá en sí misma, instantáneamente con toda claridad y precisión”.

En tal momento, el de la muerte, es exactamente en el que seremos juzgados. Esto, que se ha dicho aquí muchas veces porque es muy importante tener en cuenta lo que hasta entonces hemos hecho o dicho, lo plasma muy bien San Agustín, cuando en su “Cátena Aurea” (vol III, p. 202) dice

“Cada cual ha de ser juzgado en el estado en que salga de este mundo; y por esto ha de velar todo cristiano, para que la llegada del Señor no le encuentre desprevenido”.

Y por esto mismo, por la necesidad de llevar una vida de tal jaez que en el juicio particular no se nos pueda mostrar que no hemos actuado como hijos fieles de Dios es por lo que San Fulgencio de Ruspe (en su Sermón 3, 1-3) dice que

“La caridad, por tanto, es la fuente y el origen de todo bien, la mejor defensa, el camino que lleva al cielo”.

Apunta, aquí, pues, a lo que debemos practicar a lo largo de nuestra vida y merecer, entonces, ante el juicio al que debemos someternos.

Luego sigue diciendo que

“El que camina en la caridad no puede errar ni temer, porque ella es guía, protección, camino seguro.

Por esto hermanos, ya que Cristo ha colocado la escalera de la caridad, por la que todo cristiano puede subir al cielo, aferraos a esta pura caridad, practicada unos con otros y subir por ella cada vez más arriba”.

Y, para ser exactos en lo que es importante, Tomás de Kempis, en su “Imitación de Cristo” (I, 3,5) dejó escrito que

“Ciertamente, el día del juicio no nos preguntarán qué leímos, sino qué hicimos; ni lo bien que vivimos. Dime: ¿Dónde están ahora todos aquellos señores y maestros que tú conociste cuando florecían en los estudios? Ya poseen otros sus rentas y, por ventura, de ellos no se tiene memoria; en su vida algo parecían, más ya no hay de ellos memoria”.

Y, más concretamente, San Juan Crisóstomo (en su Homilía sobre la Epístola a los Gálatas, 2-8) nos dice que

“Aunque tengas padres o hijos o amigos o alguien que pudiera interceder por ti, sólo te aprovechan tus hechos. Así es este juicio: se juzga sólo lo que has hecho”.

Pero es que, además, es la propia conciencia de cada cual la que actúa de acusador como podemos deducir de este texto de la Epístola a los Romanos de San Pablo (2, 15-16)

“…como quienes muestran tener la realidad de esa Ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que les acusan y también les defienden…en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres,…”.

Sabemos, pues, cuándo es el juicio, quién juzga y sobre qué se nos juzga.

Al respecto del lugar donde acaece el juicio particular dice el P. Royo Marín (op. cit., p. 288) que

“Por lo que acabamos de decir (se refiere al tiempo en el que se produce el juicio particular) se ve claro que el lugar donde se verifica el juicio es el mismo donde se ha producido la muerte. El alma es juzgada en el lugar donde está el cuerpo, en el momento mismo de abandonarlo como forma substancial del mismo, pero antes de separarse localmente de Él. Porque, como el alma es juzgada en el momento mismo de la muerte y en un instante no puede darse movimiento local, es necesario que el alma sea juzgada cuanto todavía no se ha separadamente de su cuerpo. De donde resulta que el alma, en el momento mismo de la muerte, conoce su suerte final y al punto se dirige al lugar designado por la sentencia del Juez”.

Hasta ahora hemos visto aquello que se refiere al juicio particular y a los aspectos relacionados con el mismo. Pero, como sabemos, todo juicio (este también) termina en una sentencia que, en este caso, es inapelable e irrevocable. Lo es, primero, por las especiales circunstancias del juicio particular (ya no se puede merecer pues hemos muerto) pero, sobre todo, porque el juzgador es Dios mismo (o Jesucristo, como hemos dicho arriba) y contra su justicia, sabiduría y misericordia no podemos hacer nada.

No se puede, pues, hacer nada y, por tanto, la sentencia se ha de ejecutar y eso se producirá (como el propio juicio) de forma inmediata, ipso facto, en el mismo momento de ser pronunciada.
Que eso es así no es, siquiera, discutible, porque está determinado por la Iglesia católica que es dogma de fe y no puede ser objeto de discusión por católico que se precie de ser hijo fiel de la misma. Y es así desde que Benedicto XII, en su constitución apostólica “Benedictus Deus” (29 de enero de 1336) dejó dicho que

“Por esta constitución, perpetuamente valedera, definimos, con nuestra autoridad apostólica, que, según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos… inmediatamente después de su muerte -o después de sufrir la purificación los que la necesiten- … entran en el cielo…, donde ven la divina esencia con visión intuitiva y facial…”

“Definimos, además, que, según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en actual pecado mortal descienden al infierno inmediatamente después de su muerte”.

Y tal verdad dogmática o, al menos, tal verdad (antes de ser así declarada, como hemos dicho arriba) fue presentada de tal guisa por Santo Tomás de Aquino en su “Contra gentiles” (IV,91) cuando escribió que

“Inmediatamente después de la muerte, las almas de los hombres reciben el merecido premio o castigo. Pues las almas separadas con capaces de penas, tanto espirituales como corporales, se demostró (capítulo precedente). Y que son capaces de gloria es manifiesto por lo que hemos tratado en el libro tercero (c. 51). Pues, por el mero hecho de separarse el alma del cuerpo, se hace capaz de la visión de Dios, a la que no podía llegar mientras estaba unida al cuerpo corruptible. Ahora bien, la bienaventuranza íntima del hombre consiste en la visión de Dios, que es el ‘premio de la virtud’. Luego no hay razón alguna para diferir el castigo o el premio, del cual pueden participar las almas de unos y otros. Luego el alma, inmediatamente que se separa del cuerpo, recibe el premio o castigo ‘por lo que hizo con el cuerpo’ (2 Cor. 5,10)”.

Seguramente nunca estará mejor aplicado el dicho que nos informa acerca de que “mientras hay vida, hay esperanza”… de merecer, podríamos decir, y de no ser, en exceso, castigados.

Eleuterio Fernández Guzmán

El Pensador

La Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR.

Las bases son las que siguen:


1.- Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR, conforme a las presentes bases.

2.- Podrán concurrir al Premio cualesquiera obras inéditas de ensayo, en lengua castellana, cuya temática verse sobre “De Franco a hoy: evolución de España desde 1975 a 2013″ desde el punto de vista social, cultural y/o moral. Esta temática podrá ser abordada en conjunto o desde cualquier aspecto concreto.

3.- Las obras tendrán una extensión mínima de 150 páginas y máxima de 300. La tipografía a utilizar será el Times New Roman, tamaño 12, espaciada a 1,5. Se presentarán dos copias impresas en papel y se adjuntará una copia en formato word.

4.- Los autores, que podrán ser de cualquier nacionalidad, entregarán sus obras firmadas con nombre y apellidos, o con pseudónimo.

En el caso de que la obra venga firmada con nombre y apellidos, es obliga-torio incluir fotocopia del documento oficial de identidad, una hoja con los datos personales (nombre y apellidos, dirección postal, teléfono y email), un currículum vitae detallado del autor, así como un certificado firmado en donde se haga constar que la misma es propiedad del autor, que no tiene derechos cedidos a o comprometidos con terceros y que es inédita.

En el caso de que la obra sea presentada bajo pseudónimo, se incorporará una plica (con el título de la obra y el pseudónimo utilizado), en cuyo interior se incluirá la documentación referida en el párrafo anterior. Las plicas sólo serán abiertas en el caso de que la obra fuera premiada. En caso contrario serán destruidas junto a los originales presentados.

5.- Se admite la presentación de obras colectivas, pero en este caso el premio se repartirá a prorrata entre los autores. Y la documentación exigida en la cláusula anterior regirá por cada uno de ellos.

6.- Las obras presentadas al Premio no podrán ser editadas, reproducidas, cedidas o comprometidas con terceros, hasta el fallo definitivo. El ganador y, en su caso, los accésits ceden, por el mismo acto del fallo y de manera inmediata, los derechos exclusivos y universales de edición durante quince años a favor de Stella Maris.

Ninguna obra presentada al Premio podrá ser retirada del concurso hasta el fallo del Jurado.

7.- El Premio consistirá en:
* 6.000 euros en concepto de anticipos de derechos de autor.
* Publicación de la obra en una de las colecciones de Stella Maris.
* El 7% sobre las ventas, en concepto de derechos de autor.

8.- El Premio puede ser declarado desierto. Asimismo puede otorgarse un Accésit por cada una de las siguientes modalidades: Ciencias Sociales, Cultura y Filosofía.

El premio de cada accésit será un diploma acreditativo. Stella Maris se reservará el derecho de publicación de cada accésit y, en este caso, el otorgamiento de un 7% sobre ventas en concepto de derechos de autor.

9.- El plazo máximo de presentación de obras que opten al Premio comienza el 1 de febrero y finaliza el 29 de diciembre de 2014 a las 24 horas.

Las obras deberán presentarse por correo certificado a la siguiente dirección:

Stella Maris
(PREMIO “REVISTA EL PENSADOR")
c/. Rosario 47-49
08007 Barcelona

10.- El Jurado estará compuesto por cinco profesores universitarios e intelectuales de reconocido prestigio, designados por Stella Maris. La composición del Jurado se hará pública al mismo tiempo que el fallo del Premio.

11.- El premio será fallado el 27 de febrero de 2015 y será publicado al día siguiente, comunicándose directamente además al ganador y accesits. El fallo del jurado será inapelable.

Las obras no premiadas serán automáticamente destruidas y no se devolverán en ningún caso a sus autores. Stella Maris no están obligados a mantener correspondencia con ninguno de los aspirantes al Premio.

12.- La concurrencia al Premio implica la aceptación expresa de las presentes bases de convocatoria.

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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa
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Enlace a Libros y otros textos.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Ahora sólo cabe la misericordia de Dios.

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