Las llaves de Pedro – Consideraciones sobre Lumen fidei - (1) Para empezar

Escudo papal Francisco

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen Gentium, 23)

En los siguientes artículos vamos a tratar de comentar la primera Carta Encíclica del Papa Francisco. De título “Lumen fidei” y trata, efectivamente, de la luz de la fe.

Empecemos, como suele ser lo mejor, por el principio.

“1. La luz de la fe: la tradición de la Iglesia ha indicado con esta expresión el gran don traído por Jesucristo, que en el Evangelio de san Juan se presenta con estas palabras: ‘Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas‘ (Jn 12,46). También san Pablo se expresa en los mismos términos: ‘Pues el Dios que dijo: ‘Brille la luz del seno de las tinieblas’, ha brillado en nuestros corazones’ (2 Co 4,6). En el mundo pagano, hambriento de luz, se había desarrollado el culto al Sol, al Sol invictus, invocado a su salida. Pero, aunque renacía cada día, resultaba claro que no podía irradiar su luz sobre toda la existencia del hombre. Pues el sol no ilumina toda la realidad; sus rayos no pueden llegar hasta las sombras de la muerte, allí donde los ojos humanos se cierran a su luz. ‘No se ve que nadie estuviera dispuesto a morir por su fe en el sol’[1], decía san Justino mártir. Conscientes del vasto horizonte que la fe les abría, los cristianos llamaron a Cristo el verdadero sol, ‘cuyos rayos dan la vida’[2]. A Marta, que llora la muerte de su hermano Lázaro, le dice Jesús: ‘ ¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?’ (Jn 11,40). Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso.

¿Una luz ilusoria?

2. Sin embargo, al hablar de la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto, ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la audacia del saber. El joven Nietzsche invitaba a su hermana Elisabeth a arriesgarse, a ‘emprender nuevos caminos… con la inseguridad de quien procede autónomamente’. Y añadía: ‘Aquí se dividen los caminos del hombre; si quieres alcanzar paz en el alma y felicidad, cree; pero si quieres ser discípulo de la verdad, indaga’[3]. Con lo que creer sería lo contrario de buscar. A partir de aquí, Nietzsche critica al cristianismo por haber rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro.

3. De esta manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. Se ha pensado poderla conservar, encontrando para ella un ámbito que le permita convivir con la luz de la razón. El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.

Una luz por descubrir

4. Por tanto, es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. Por una parte, procede del pasado; es la luz de una memoria fundante, la memoria de la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de vencer a la muerte. Pero, al mismo tiempo, como Jesús ha resucitado y nos atrae más allá de la muerte, la fe es luz que viene del futuro, que nos desvela vastos horizontes, y nos lleva más allá de nuestro « yo » aislado, hacia la más amplia comunión. Nos damos cuenta, por tanto, de que la fe no habita en la oscuridad, sino que es luz en nuestras tinieblas. Dante, en la Divina Comedia, después de haber confesado su fe ante san Pedro, la describe como una ‘chispa, / que se convierte en una llama cada vez más ardiente / y centellea en mí, cual estrella en el cielo’[4]. Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para que crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene especialmente necesidad de luz.

5. El Señor, antes de su pasión, dijo a Pedro: ‘He pedido por ti, para que tu fe no se apague’ (Lc 22,32). Y luego le pidió que confirmase a sus hermanos en esa misma fe. Consciente de la tarea confiada al Sucesor de Pedro, Benedicto XVI decidió convocar este Año de la fe, un tiempo de gracia que nos está ayudando a sentir la gran alegría de creer, a reavivar la percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos desvela, para confesarla en su unidad e integridad, fieles a la memoria del Señor, sostenidos por su presencia y por la acción del Espíritu Santo. La convicción de una fe que hace grande y plena la vida, centrada en Cristo y en la fuerza de su gracia, animaba la misión de los primeros cristianos. En las Actas de los mártires leemos este diálogo entre el prefecto romano Rústico y el cristiano Hierax: ‘¿Dónde están tus padres?’, pregunta el juez al mártir. Y éste responde: ‘Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra madre, la fe en él’ [5]. Para aquellos cristianos, la fe, en cuanto encuentro con el Dios vivo manifestado en Cristo, era una ‘madre’, porque los daba a luz, engendraba en ellos la vida divina, una nueva experiencia, una visión luminosa de la existencia por la que estaban dispuestos a dar testimonio público hasta el final.

6. El Año de la fe ha comenzado en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II. Esta coincidencia nos permite ver que el Vaticano II ha sido un Concilio sobre la fe[6], en cuanto que nos ha invitado a poner de nuevo en el centro de nuestra vida eclesial y personal el primado de Dios en Cristo. Porque la Iglesia nunca presupone la fe como algo descontado, sino que sabe que este don de Dios tiene que ser alimentado y robustecido para que siga guiando su camino. El Concilio Vaticano II ha hecho que la fe brille dentro de la experiencia humana, recorriendo así los caminos del hombre contemporáneo. De este modo, se ha visto cómo la fe enriquece la existencia humana en todas sus dimensiones.

7. Estas consideraciones sobre la fe, en línea con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha declarado sobre esta virtud teologal[7], pretenden sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la caridad y la esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones. El Sucesor de Pedro, ayer, hoy y siempre, está llamado a « confirmar a sus hermanos » en el inconmensurable tesoro de la fe, que Dios da como luz sobre el camino de todo hombre.

En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural infusa por él, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión plena con Dios. ¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? ¿De dónde procede su luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto?

Lumen fidei

La luz de la fe.

Para quien no sea cristiano, aquí católico, la fe a lo mejor no tiene sentido alguno según nosotros la entendemos y la tenemos. Sin embargo, para los que nos consideramos hijos de la Iglesia católica, tener fe supone mucho más que tener una creencia como cualquier otra.

El Papa Francisco escribe esta encíclica que, a su vez, había comenzado Benedicto XVI. Por eso el nuevo Santo Padre agradece a su predecesor que hiciera tal cosa y terminara aquel ciclo de encíclicas relativas a las virtudes teologales, es decir, la fe, la esperanza y la caridad. Y él se encarga de terminar lo que había iniciado el Papa Alemán.

Digamos que para un discípulo de Cristo, el Maestro es la Luz del mundo que envió Dios para que, en la tiniebla espiritual en la que se encontraba el pueblo elegido por el Creador, brillara e iluminara la existencia de sus hijos allí incardinados.

Es cierto, por otra parte, que, como dice San Juan, la luz vino pero los suyos no la recibieron (cf. Jn 1, 11) pero Cristo, la verdadera Luz de Dios, llegó para que se cumpliese la voluntad de su Padre: ser luz, iluminar la fe.

Algunos, sin embargo, no creyeron en tal luz. Sabemos cómo terminó aquello. Pero hoy día, también, hay muchos que no creen en aquella luz y se alejan de Dios lo mismo que si se tratara de la peste o algo parecido. Por eso el Papa Francisco la llama, acaso, “luz ilusoria”. Es más, a base de atacar a la fe cristiana como a algo de lo que se puede prescindir, evitando la luz que comunica, se pretende que la razón, la exclusiva y sola razón (sin el auxilio de la fe) procure al ser humano todo aquello que le es necesario para la existencia.

Sin embargo, ya sabemos lo que pasa cuando falta la luz (hablamos ahora de la eléctrica): la oscuridad se cierne sobre quien eso le pasa y difícilmente se pueden dar más de dos pasos seguidos sin causar algún estropicio. Y eso es lo que pasa cuando falta la luz de la fe: no se llega a la meta más deseada y que no es otra que la vida eterna, estar con Dios, ser felices para siempre, siempre, siempre. Y si no se tiene la vida eterna podemos decir que nuestra existencia ha quedado vacía y nuestra luz, muerta para toda la eternidad.

Por tanto, a tal situación ha llegado el conocer la fe, el tenerla por importante, que, podemos decir, hemos acabado por hacer necesario un descubrimiento de la fe, de la luz de la fe; digamos, un redescubrimiento.

Sin fe, sabemos, hemos dicho, la oscuridad se adueña de nuestras vidas. Es, sólo, con la recepción de Dios en nuestros corazones, con el encuentro con el Creador, como somos capaces de gozar de una fe plena. Tan sólo así alcanzamos a saber que, ciertamente, aquello que espiritualmente nos sustenta es tan verdad como somos capaces de aceptarlo.

Y es que, en realidad, la fe, su luz, es algo más, mucho más, que un aviso para navegantes que no quieren perder su rumbo hacia el definitivo Reino de Dios. Por eso la misma requiere de nosotros una aceptación, un imperio de su hacer en nuestro corazón. Desde allí, de donde salen las obras, iluminar la oscuridad que en el mundo predomina (por su abandono de Dios) será más fácil, más llevadero, más real y posible.

Sin embargo, no vayamos a creer que tener fe es como adquirir un bien que, luego, se deja apartado en casa en algún rincón. No, pues para que la luz de la fe siga iluminando es necesario alimentar el recipiente en el que la transportamos y que no es otro que nuestro propio corazón. Por eso el don que, de Dios, viene a nosotros, ha de alimentarse y enriquecerse para que no se acabe agotando y venga a ser nada. Podemos decir, por tanto, que la fe sin alimento es, a la larga, una fe muerta al quedar anquilosada en aquellos tiempos felices en los que creíamos que todo era posible sin el auxilio de la esperanza o, lo que es lo mismo, porque nos decían que así sería sólo por fe.

Sin embargo, con el paso del tiempo, la esperanza ha ido auxiliando a la fe al darnos cuenta de que hace falta algo más que creer. Pero no es algo que va más allá de la propia fe, nuestra verdadera luz, sino algo que está en la misma luz, en la misma fe y que se llama confesión de fe. Y sólo así conseguiremos que brille como un candil puesto en la ventana o en la terraza de nuestra vida y no como algo que, debiendo iluminar, queda bajo cualquier celemín como pudiera ser el del miedo, el de la vergüenza o el de qué dirán.

La luz de la fe. Porque la luz es fe y eso, para empezar, no está nada mal.

Eleuterio Fernández Guzmán

El Pensador

La Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR.

Las bases son las que siguen:


1.- Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR, conforme a las presentes bases.

2.- Podrán concurrir al Premio cualesquiera obras inéditas de ensayo, en lengua castellana, cuya temática verse sobre “De Franco a hoy: evolución de España desde 1975 a 2013″ desde el punto de vista social, cultural y/o moral. Esta temática podrá ser abordada en conjunto o desde cualquier aspecto concreto.

3.- Las obras tendrán una extensión mínima de 150 páginas y máxima de 300. La tipografía a utilizar será el Times New Roman, tamaño 12, espaciada a 1,5. Se presentarán dos copias impresas en papel y se adjuntará una copia en formato word.

4.- Los autores, que podrán ser de cualquier nacionalidad, entregarán sus obras firmadas con nombre y apellidos, o con pseudónimo.

En el caso de que la obra venga firmada con nombre y apellidos, es obliga-torio incluir fotocopia del documento oficial de identidad, una hoja con los datos personales (nombre y apellidos, dirección postal, teléfono y email), un currículum vitae detallado del autor, así como un certificado firmado en donde se haga constar que la misma es propiedad del autor, que no tiene derechos cedidos a o comprometidos con terceros y que es inédita.

En el caso de que la obra sea presentada bajo pseudónimo, se incorporará una plica (con el título de la obra y el pseudónimo utilizado), en cuyo interior se incluirá la documentación referida en el párrafo anterior. Las plicas sólo serán abiertas en el caso de que la obra fuera premiada. En caso contrario serán destruidas junto a los originales presentados.

5.- Se admite la presentación de obras colectivas, pero en este caso el premio se repartirá a prorrata entre los autores. Y la documentación exigida en la cláusula anterior regirá por cada uno de ellos.

6.- Las obras presentadas al Premio no podrán ser editadas, reproducidas, cedidas o comprometidas con terceros, hasta el fallo definitivo. El ganador y, en su caso, los accésits ceden, por el mismo acto del fallo y de manera inmediata, los derechos exclusivos y universales de edición durante quince años a favor de Stella Maris.

Ninguna obra presentada al Premio podrá ser retirada del concurso hasta el fallo del Jurado.

7.- El Premio consistirá en:
* 6.000 euros en concepto de anticipos de derechos de autor.
* Publicación de la obra en una de las colecciones de Stella Maris.
* El 7% sobre las ventas, en concepto de derechos de autor.

8.- El Premio puede ser declarado desierto. Asimismo puede otorgarse un Accésit por cada una de las siguientes modalidades: Ciencias Sociales, Cultura y Filosofía.

El premio de cada accésit será un diploma acreditativo. Stella Maris se reservará el derecho de publicación de cada accésit y, en este caso, el otorgamiento de un 7% sobre ventas en concepto de derechos de autor.

9.- El plazo máximo de presentación de obras que opten al Premio comienza el 1 de febrero y finaliza el 29 de diciembre de 2014 a las 24 horas.
Las obras deberán presentarse por correo certificado a la siguiente dirección:

Stella Maris
(PREMIO “REVISTA EL PENSADOR")
c/. Rosario 47-49
08007 Barcelona

10.- El Jurado estará compuesto por cinco profesores universitarios e intelectuales de reconocido prestigio, designados por Stella Maris. La composición del Jurado se hará pública al mismo tiempo que el fallo del Premio.

11.- El premio será fallado el 27 de febrero de 2015 y será publicado al día siguiente, comunicándose directamente además al ganador y accesits. El fallo del jurado será inapelable.

Las obras no premiadas serán automáticamente destruidas y no se devolverán en ningún caso a sus autores. Stella Maris no están obligados a mantener correspondencia con ninguno de los aspirantes al Premio.

12.- La concurrencia al Premio implica la aceptación expresa de las presentes bases de convocatoria.

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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa.

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Enlace a Libros y otros textos.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

El Vicario de Cristo pastorea a la grey de Dios porque sabe que es lo que Dios quiera que haga.

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Para leer Fe y Obras.
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