Serie Sacramentos .- Reconciliación

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Estar a bien con Dios no sólo es muy conveniente para nosotros sino que es, además, una obligación de todo hijo.

Y, ahora, el artículo de hoy.

Sacramentos

Como es bien sabido, los Sacramentos constituyen una parte muy importante de la vida espiritual del católico. Podemos decir que marcan un camino a seguir que, comenzando con el bautismo, terminará con la unción de los enfermos si es que la misma llega, claro, a tiempo. Sin embargo, no podemos negar que sin los Sacramentos, el existir del católico deja de ser como debería ser.

A este respecto, dice la Constitución Sacrosanctum Concilio, relativa a la Sagrada Liturgia, en su número 59 que

Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios; pero, en cuanto signos, también tienen un fin pedagógico. No sólo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y de cosas; por esto se llaman sacramentos de la “fe". Confieren ciertamente la gracia, pero también su celebración prepara perfectamente a los fieles para recibir fructuosamente la misma gracia, rendir el culto a dios y practicar la caridad.

Por consiguiente, es de suma importancia que los fieles comprendan fácilmente los signos sacramentales y reciban con la mayor frecuencia posible aquellos sacramentos que han sido instituidos para alimentar la vida cristiana.”

Vemos, pues, que no son realidad baladí sino pura esencia en la vida del católico. Pues, como muy dice este apunte de la SC los Sacramentos “no sólo suponen la fe”, es decir que recibiéndolos se atribuye una presunción de catolicidad, sino que, además, “la alimentan, la robustecen” o, lo que es lo mismo, fortalecen el alma del que se dice, y es, católico y no niega la posibilidad de seguir siéndolo sin ninguna clase de apostasías silenciosas.

Los Sacramentos

Tenemos, por tanto, la seguridad de que los Sacramentos son signos sensibles que fueron instituidos por Cristo. Además, que comunican la gracia. Y, ya, por fin, que son los que son no porque sea un número más o menos bíblico que nos indique cierta perfección, sino porque Jesucristo, el Hijo de Dios, instituyó siete y ni uno más ni uno menos.

Característica común a todos los Sacramentos es que todos tiene una materia y una forma pues es propio de cada uno de ellos el que haya un objeto-gesto exterior y unas palabras que lo conforman y determinan a ser lo que son; también que debe ser un ministro legítimo el que lo confiera pues, de tal manera, Cristo actúa por él.

En realidad, los Sacramentos lo son de Cristo porque son creados por él; son de la Iglesia porque existen por ella y para ella (cf. Catecismo, 1118); son de la fe porque están ordenados a la santificación de los hombres (cf. Catecismo, 1123); son de la salvación porque son necesarios para la misma (cf. Catecismo, 1129), y lo son, por último, de la vida eterna porque preanuncian la gloria venidera (cf. Catecismo, 1130).

Esta serie, pues, corta porque son siete los Sacramentos y no más, tratará de los mismos y de la importancia que tienen para la vida del creyente católico.

Sacramentos.- Reconciliación

Reconciliación

Nosotros, que nacemos con el pecado original como mancha quedamos determinados, seguramente, por tal peso sobre nuestra alma. Somos, sin embargo, limpiados con la infusión del Espíritu Santo en nuestro Bautismo y, por tanto, con tal limpieza quedamos preparados para una vida que debería ser tal quiere Dios que sea y que consiste, ciertamente en esto consiste, en no pecar para no ofender a Dios y para no lastrar la vida comunitaria de la Iglesia que fundó Jesucristo y de la que, como piedras vivas, formamos parte.

Todo lo dicho hasta aquí pudiera parecer un tópico católico o, lo que es lo mismo, unas razones que nos vienen dadas y que aceptamos como tales pues así es nuestra fe. Y eso es, verdaderamente cierto pero es que, además, y como podemos comprobar en el día de cada uno de nosotros, fieles creyentes en Dios Todopoderoso, en su Hijo y en su Espíritu Santo, la realidad corrobora cuanto hasta ahora se ha dicho.

Somos pecadores, eso es cierto y, como dijo Cristo aquella vez ante la mujer que todos querían lapidar, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y la tiramos, sin duda, pero al suelo y, si es eso posible, salir de allí mismo despacio andando para que no se note lo que, en verdad, hacemos y que Dios conoce en nuestro corazón.

Pero, aunque seamos pecadores, también para esto tiene Dios, en su Misericordia y Bondad, solución. Cristo instituyó, para remediar nuestra, al parecer, irremediable tendencia al pecado, un sacramento que bien se llame de Reconciliación, de Penitencia o, simplemente, confesión, supone, para nosotros, una tabla de salvación para nuestro precario sentido de la fe.

Por eso el número 1422 del Catecismo de la Iglesia Católica dice, al tal respecto que

“Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones” (LG 11).

Vemos, pues, que el pecado ofende, como hemos dicho arriba, tanto a Dios como a la Iglesia católica a la pertenecemos y que vale la pena, por tanto, poner remedio a tal situación.

Dice el P. Jorge Loring en su “Para Salvarte” (título que, en este caso, viene puesto más que bien) que (53.1) “En el sacramento de la penitencia se perdonan todos los pecados cometidos después del bautismo” y que (54.1) “La confesión es una manifestación externa del arrepentimiento de nuestros pecados y de nuestra reconciliación con la Iglesia”. Es más (54.1), “Para un cristiano el sacramento de la penitencia es el único modo ordinario de obtener el perdón de sus pecados graves cometidos después del bautismo”.

Por lo tanto, no hay formas, seguramente tergiversadoras del Sacramento de Reconciliación, que, a este respecto, puedan ser válidas. Pensamos, por ejemplo, en el caso según el cual un católico pudiera decir que se confiesa, directamente, con Dios sin intervención del único ministro autorizado para dar validez al Sacramento y que, como sabemos, es el sacerdote.

¿Por qué esto es así?

Sencillamente, para empezar, porque no fue una persona del común quien instituyó el Sacramento de la Reconciliación sino el propio Hijo de Dios. Por ejemplo, en el Evangelio de San Juan, se dice, en los versículos 22 y 23 del capítulo 20 del mismo lo siguiente:

En la tarde de Pascua, el Señor Jesús se mostró a sus Apóstoles y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”

Quedó, pues, todo bien definido: eran los apóstoles, digamos los sacerdotes que constituyó Cristo en aquel mismo momento, los que están legitimados para hacer lo que dijo el Maestro. No otro tipo de personas ni, por supuesto (mucho menos) el propio creyente.

Jesús, sin embargo, no se limita a sembrar en el corazón de aquellos discípulos un principio de perdón como si inventara algo nuevo sino que, en verdad, descubrió un tesoro que hacía ya muchos siglos había quedado establecido por Dios. Así, por ejemplo, en Isaias (1, 18) el profeta pone en boca de Dios estas palabras:

“Venid, pues, y disputemos -dice Yahvéh-: Así fueren vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueron rojos como el carmesí, cual la lana quedarán…que ha hablado la boca de Yahvéh”

Dios, el Creador de todo y Quien mantenía entonces y ahora mantiene su propia creación, dejó dicho con toda claridad que fueren cuales fueren los pecados del hombre los mismos quedarían limpiados. Es más, no sólo limpiados sino dejara el alma blanca como la lana.

Es más, también en el Antiguo Testamento quedó dicho (Zac 13,1) que “Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza”. Pecados e impureza que, según la mentalidad judía, tenía mucho que ver con los males que una persona pudiera soportar sobre sí misma. Por eso, para aquella forma de pensar recoge el evangelista San Juan (5, 2-4) que “Hay en Jerusalén, junto a la Puerta de las Ovejas una piscina que se llama en Hebreo Bezatá con cinco pórticos. En ellos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, esperando la agitación del agua. Porque el Ángel del Señor bajaba de tiempo en tiempo a la piscina y agitaba el agua; y el primero que se metía después de la agitación del agua, quedaba curado de cualquier mal que tuviera”.

Y si partimos del hecho que “Bezatá”, también dicho “Betesdá” o, “Betsaida”, significan “Casa de Misericordia”, lo cual tiene mucho que ver con las entrañas de Dios que son, según hemos podido comprobar a lo largo de los siglos de pura y real Misericordia.

Dios, pues, nos perdona. Pero, para eso no tenemos otra que hacer frente a nuestra situación y a nuestros pecados.

Cabe, por lo tanto, que concurran la contrición, la confesión de los pecados y el cumplimiento de la penitencia impuesta e, incluso, la satisfacción a la persona afectada si el pecado cometido ha sido de tal jaez. Lo dice bien y concretamente el Catecismo de la Iglesia Católica:

”La contrición

1451 Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es ‘un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar’ (Concilio de Trento: DS 1676).

1452 Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama ‘contrición perfecta’ (contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf Concilio de Trento: DS 1677).
1453 La contrición llamada ‘imperfecta’ (o ‘atrición’) es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (cf Concilio de Trento: DS 1678, 1705).

1454 Conviene preparar la recepción de este sacramento mediante un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios y de las Cartas de los Apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas apostólicas (Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ga 5; Ef 4-6).

La confesión de los pecados

1455 La confesión de los pecados (acusación), incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro.

1456 La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la Penitencia: ‘En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cfEx 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos’ (Concilio de Trento: DS 1680):

‘Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. ‘Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora’ (Concilio de Trento: DS 1680; cf San Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten 10, 11).

1457 Según el mandamiento de la Iglesia ‘todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar, al menos una vez la año, fielmente sus pecados graves’ (CIC can. 989; cf. DS 1683; 1708). ‘Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental (cf DS 1647, 1661) a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes’ (CIC can. 916; CCEO can. 711). Los niños deben acceder al sacramento de la Penitencia antes de recibir por primera vez la Sagrada Comunión (CIC can. 914).

1458 Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (cf Concilio de Trento: DS 1680; CIC 988, §2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso (cf Lc 6,36):

Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados. Si tú haces lo mismo, te unes a Dios. Hombre y pecador son dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo Dios; cuando oyes, pecador, oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios Cuando empiezas a detestar lo que hiciste, entonces empiezan tus buenas obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. […] Practicas la verdad y vienes a la luz» (San Agustín, In Iohannis Evangelium tractatus 12, 13).

La satisfacción

1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (cf Concilio de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe ‘satisfacer’ de manera apropiada o ‘expiar’ sus pecados. Esta satisfacción se llama también ‘penitencia’.

1460 La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar. Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que, el Único, expió nuestros pecados (Rm 3,25; 1 Jn 2,1-2) una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos de Cristo resucitado, ‘ya que sufrimos con él’ (Rm 8,17; cf Concilio de Trento: DS 1690):

‘Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible por medio de Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada, con la ayuda ‘del que nos fortalece, lo podemos todo’ (Flp 4,13). Así el hombre no tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda ‘nuestra gloria’ está en Cristo […] en quien nosotros satisfacemos ‘dando frutos dignos de penitencia’ (Lc 3,8) que reciben su fuerza de Él, por Él son ofrecidos al Padre y gracias a Él son aceptados por el Padre (Concilio de Trento: DS 1691).

La Reconciliación, tras la confesión, tiene unos efectos que son, a saber:

1.-Nos reconcilia con Dios y nos restituye a la Gracia del Creador.

2.-Tiene como consecuencia la paz y la tranquilidad de conciencia y el correspondiente consuelo espiritual.

3.-Estar en la seguridad de que Dios nos ha perdonado.

4.-Se vuelve a conformar la unidad fraterna con el resto de la Iglesia católica que se había roto con el pecado.

5.-Se recuperan las virtudes y los méritos perdidos cuando ha concurrido pecado grave.

6.- Aumenta la gracia santificante cuando los pecados son veniales.

Y todo esto en el sentido, por ejemplo, de lo dicho por San Francisco de Sales cuando apuntó que “La Confesión no debe ser solamente una esponja que borra, sino un tónico que robustece” porque, en realidad, cuando se nos perdonan los pecados lo que, en verdad, debe ser importante para nosotros es que nuestro corazón ha vuelto a nacer y lo debido hacer de una forma más robusta y grande.

Y, por fin, “Yo te absuelvo en nombre del padre del hijo y del espíritu santo” (Jn 20, 22-23). Y somos perdonados. Porque así lo quiere Dios que es Padre y lo es nuestro.

Eleuterio Fernández Guzmán

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