El horizonte del hombre y Dios - y 3: El horizonte vertical del hombre

Tenemos que ser hechos de nuevo /…./
Sangraremos y chillaremos cuando nos arranquen trozos de piel, pero después, sorprendentemente, hallaremos debajo algo que jamás habíamos imaginado: un hombre real, un dios siempre joven, un hijo de Dios, fuerte, radiante, sabio, bello y bañado de gozo
”.

C.S. Lewis.
Dios en banquillo

Cómo debemos relacionarnos con el mundo en que vivimos: apasionadamente, pero sin dejar de lado a Aquel que creó al mismo, que nos creó a nosotros y que, por encima de todo y de todos, se manifiesta en cada uno de nosotros, es cuestión relacionada, directamente, con esa clara dualidad hombre-Dios-hombre. A pesar de esto, muchos, quizá se encuentren más a gusto en su soledad de hijos de Dios pensando que no tienen Padre Eterno porque así la seguridad de su vida, entienden, o pueden entenderlo, es más, digamos, acogedora. Preocuparse por algo que vaya más allá de nuestra vida es tan difícil…

Plantear soluciones ante esto puede resultar, ciertamente, peliagudo. Incluso se me puede decir que esto es, sólo, una opción personal. Es más, se pensará, muchos pensarán, que se trata de algo particular, muy particular, excesivamente propio y ajeno a los demás. Sin embargo esto, como tantas otras cosas, no es tan evidente. Es más, puedo asegurar que es todo lo contrario, ya que al ser, todos, hijos de un mismo Padre (la diferencia entre unos y otros es que unos sabemos que es así y otros pretenden ignorarlo) los planteamientos y las soluciones aplicables a ellos pueden aplicarse, sin menoscabo de las peculiaridades de cada cual, a los sujetos pasivos de las mismas pero activos en su ejercicio.

¿Cómo, pues, podemos acercarnos a un límite que esté más allá de esas exterioridades de Dios? De la forma que sea, ha de estar claro que no se puede vivir sin Dios, ya sea para afirmarlo ya sea para negarlo. Por lo tanto, el aproximarse a ese “estar dentro” de sus límites es de vital importancia pues, tarde o temprano, se acaba queriendo conocer a Aquel a quien se ninguneó, a Aquel a quien se le negó el pan de nuestro corazón y la sal de nuestro aprecio, a Aquel que, al fin y al cabo, nos creó (sobre esto de la creación, piensen todos los materialistas, los que ponen a la ciencia por encima de la fe, los que creen en que no ha habido intervención divina, piensen, digo, cómo es posible explicar el maravilloso funcionamiento de la naturaleza y del mismo cuerpo del hombre, si todo de debe a extraños procesos físico-químicos apoyados, casi siempre, en la “casualidad”), digo, que siempre se le acaba buscando, por si acaso…

Esta aproximación a la que aún pueden acogerse los que prefieren habitar en las exterioridades de Dios, no deja de estar en sus propias manos ya que Dios les de libertad, de pensamiento y de obra, para escoger entre Él y el resto, entre la Verdad y la duda continua, entre la certeza y la desazón.

Muchos piensan que Dios siembra y luego se despreocupa y que, en realidad, no existe relación vertical entre el Creador y su criatura. Lo contrario a un Dios celoso de su obra, siempre pendiente, quizá puedan pensar personas, para fastidiar al hombre, lo contrario a un Dios pagano (recordemos Roma y, para ello, consúltese el libro de R. M.Ogilvie Los romanos y sus dioses, de Alianza Editorial –1766)) que se inmiscuye en todo y que, por eso, tiene dedicaciones y devociones para todo, es un Dios, como nuestro Padre, que aprecia tanto a su semejanza que le concede ese libre albedrío tan importante y que tan poco se entiende. Acercarse, pues, a Él, es cosa de cada cual.

Hemos visto, como he dicho, que vivir en el mundo, es lo más aceptable que se puede hacer; de hecho, no podemos hacer otra cosa, es nuestra obligación mientras estemos a esta vida, de paso hacia la morada definitiva, a ese Reino de Dios que ya podemos sentir en este mundo, en este lado de ese Reino, si queremos, claro. Pero esa obligación puede cumplirse de muchas formas, y este cumplimiento puede estar anclado en Dios, apoyado en su doctrina, codo con codo con la vida de su Hijo y hermano nuestro.

Sobre las formas de acercarse a Dios alguna pista puedo dar para, con ella, internarse dentro de los límites del Padre. Muchas veces no se trata de nada material, otras sí, según sea la ocasión o el planteamiento general.

Nos acercamos a Dios, por ejemplo, cuando en los ojos del otro encontramos los ojos de un hermano, cuando en las necesidades de los otros sabemos que está muestra mano, que debería estar; cuando a la desazón del otro oponemos alegría, positividad, optimismo, ese estado que no ha de abandonar al cristiano y que ha de ser su marca de identidad porque se reconoce hijo de Dios; cuando reconocemos que Jesús comparte, con nosotros, nuestro yugo; cuando nos reconocemos en un fraterno afán; cuando podemos sentir ese sabor a gloria que produce darse como florecilla a los pies de Cristo; cuando podemos palpar con los dedos del alma el sentir la cercanía de Dios; cuando en nosotros no cabe duda alguna sobre todo esto; cuando en las Sagradas Escrituras encontramos algo más que sílabas, que palabras; cuando somos capaces de tornar el interno desierto en luz que irradie esperanza, amor, entre (y toda esa palabrería, para muchos, que nada les dice) nosotros y Dios.

Pero sobre todo, sobre todo, cuando sabemos que la Verdad persevera, que su destello es un eco de múltiple quietud, cuando sabemos que donde se conoce esa Verdad, esa Verdad, es en ese amniótico maná donde nos formamos como hijos, donde aquellos que no alcanzan sino los límites exteriores de Dios se quedan, voluntariamente las más de las veces, sumidos en su sueño inerte, acaparando, para sí, la savia que ha alimentado su desdén.

Y yo, que quieren que les diga, ante ese panorama, sólo siento pena.

Ellos, seguro estoy de esto que digo, sólo esbozarán una leve sonrisa, desde su castillo de mundanidad, ante esa creencia que sostiene mi vida, y la de muchos, y seguirán ese rumbo equivocado, quizá hasta las antípodas de Dios.

Ojalá (y aquí no hago mística ojalatera, como diría S. Josemaría) cambie, con esto dicho, algo su corazón. Esto era, más que nada, para ellos.

Eleuterio Fernández Guzmán

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1 comentario

  
María
Tenía razón,aquella monjita ,que decia "He hallado el Cielo en la tierra, porque el Cielo es Dios y DIOS está conmigo ", porque efectivamente, la vida del Cielo y la vida del Cristiano en" Gracia" son la misma vida, una vida divina que comienza aquí y se desarrolla`plenamente en el Cielo., pero con una diferencia...." que ALLÍ verá y gozará lo que aquí admite por la FE y goza como en sombras.
DICEN que al morir, más que ir al cielo, VEREMOS el Cielo que llevamos con nosotros, si vivimos en Gracia.
Me pareció íncreible cuando me lo contaron, pero tiene una perfecta explicación...El P. Rubio, Jesuita, andaba de tal manera acostumbrado a la presencia de DIOS en su Alma, que alguna vez, al subir al tranvía ¡Pedía billete para DOS!!
02/12/10 3:30 PM

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