Juan Pablo II Magno: textos para un mejor vivir. 'Misericordia'

Serie “Juan Pablo II Magno

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La parábola del hijo pródigo, que recoge el evangelista Lucas entre los versículos 11 al 32 de su capítulo 15 (de la que abajo se hace referencia) es el ejemplo más significativo, reconocido como tal, de expresión de una actitud que todo cristiano debe manifestar en su vida: la misericordia.

Y así, como virtud fundamental, es contemplada por Juan Pablo II Magno conocido, además, como el apóstol de la Misericordia por haber establecido, durante el jubileo del año 2000, que en toda la Iglesia católica el primer domingo después de Pascua, fuera denominado de la Divina Misericordia.

Pero la misericordia, como virtud necesaria en la vida del cristiano, hay, digamos, que buscarla con una transformación del interior del mismo. Así, “El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo” (Encíclica Dives in misericordia, DM, 1980) (14)

Cabe, por lo tanto, una actuación voluntaria de parte de quien quiera, de verdad, manifestar la virtud a través de la cual Dios mismo muestra su naturaleza de Padre y de Creador.

Desde “la predicación de los profetas, la misericordia significa una potencia especial del amor que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido” (DM 3)

Sin embargo, “En las enseñanzas de Cristo mismo, la imagen de la misericordia heredada del Antiguo Testamento se simplifica y a la vez, se profundiza. Esto se ve quizá con más evidencia en la parábola del hijo pródigo, donde la esencia de la misericordia divina, aunque la palabra misericordia no se encuentre allí, es expresada de manera particularmente límpida. (…) La relación de la justicia con el amor, que se manifiesta como misericordia, está inscrita con gran precisión en el contenido de la parábola evangélica. Se hace más obvio que el amor se transforma en misericordia, cuando hay que superar la norma precisa de la justicia: precisa y, a veces, demasiado estrecha” (DM 5)

Entonces, podemos apreciar una clara diferencia entre el concepto de misericordia que se tenía en el tiempo en los que se escribió el Antiguo Testamento y los nuevos tiempos inaugurados por la presencia pública de Jesucristo.

Así, “Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres que, a su vez, se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del ethos evangélico. El Maestro lo expresa, bien a través del mandamiento definitivo por Él como el más grande, bien en forma de bendición, cuando en el discurso de la montaña proclama: ‘Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia’” (DM 3)

Y la misericordia a alcanzar por aquellos que, en verdad, actúen de forma misericordiosa, está, claro, en el corazón de Dios.

En la Audiencia General del 30 de julio de 2003, Juan Pablo II Magno dijo, con relación al Salmo 50 (comentado ese día: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado” dice, entre otras palabras, el salmista) que “El salmo que hemos leído invita a descubrir el mal que se esconde en el corazón humano y a invocar la purificación y el perdón de Dios. Él ve con buenos ojos al pecador arrepentido y éste exulta de gozo al sentirse perdonado. Consciente de su propia culpa, la reconoce humildemente, y así, el sacrificio del propio orgullo es ofrenda agradable a Dios. De este modo vuelve a alabar al Señor, su más firme esperanza y dador de la gloria que no se acaba”.

Y tal es la forma según la cual el cristiano, que se considera y siente hijo de Dios, ha de actuar: invocando la misericordia de Dios que, de tal forma, se manifiesta grande y todopoderoso.

Por eso, dejó escrito Juan Pablo II Magno, en su encíclica Veritatis Splendor (118) que “Ningún pecado del hombre puede cancelar la misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos”.

Algo, sin embargo, hay que tener en cuenta y que, en las relaciones que establecemos con los demás, nos puede servir para mejor comprenderlas:

El amor misericordioso, en las relaciones recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o un proceso unilateral. Incluso en los casos en que todo parecería indicar que sólo una parte es la que da y ofrece, mientras la otra sólo recibe y toma (por ejemplo, en el caso del médico que cura, del maestro que enseña, de los padres que mantienen y educan a los hijos, del benefactor que ayuda a los menesterosos), sin embargo en realidad, también aquel que da, queda siempre beneficiado. En todo caso, también éste puede encontrarse fácilmente en la posición del que recibe, obtiene un beneficio, prueba el amor misericordioso, o se encuentra en estado de ser objeto de misericordia” (DM 14)

Y es que, casi siempre, recibe más quien da que quien, precisamente, es el destinatario de nuestra misericordia porque es, esto, manifestación de haber comprendido la virtud de la que Juan Pablo II era un transmisor privilegiado con ayuda de Sor Faustina Kowalska, apóstol, precisamente, de la Divina Misericordia.

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