Serie tradición y conservadurismo – Sobre símbolos y creencias cristianas

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 Nos hacemos conservadores a medida que envejecemos, eso es cierto. Pero no nos volvemos conservadores porque hayamos descubierto tantas cosas nuevas que  eran espurias. Nos volvemos conservadores porque hemos descubierto tantas cosas viejas que eran genuinas.

G.K. Chesterton

El camino de Jesucristo fue uno de enseñanza.

Así, su incansable labor de dar a conocer la Palabra de Dios, el verdadero sentido de la Ley que su Padre dejó dicha para la vida del hombre lo fue para que, al fin y al cabo, aquellos duros y pedregosos, corazones, se transformaran en órganos del espíritu suaves, tiernos, blandos y refractarios a todo lo malo e insidioso del mundo, liberados voluntariamente de las asechanzas de las que, tantas veces, no nos vemos libres. Y, desde entonces, una tradición ha ido transmitiéndose de generación en generación que es, ahora mismo, válida como lo fue entonces o, a lo mejor, más aún por la persecución actual de la misma y hacia la misma por parte del Mal.

Podemos preguntar, a tal respecto, si es que hay algo malo en transformar los corazones. Y lo preguntamos porque no es lo mismo ni es igual tenerlo de una forma o de otra, ser duro o tierno, de piedra o de carne…

Nosotros, desde aquellos primeros nosotros hasta los hoy actuantes en la fe en Cristo, es posible que solamos andar por caminos no muy proclives al apostolado; a ser, por así decirlo, apóstoles modernos y a difundir, cada uno de la forma que pueda o Dios le dé a entender, el mensaje claro que Jesucristo vino a traer: el amor, Ley suprema del Reino de Dios, que ha de reinar en nuestras relaciones de criaturas suyas y, por eso, hemos de cambiar a aquella norma divina; es posible que nos ausentemos de la defensa de los valores cristianos y huyamos, así, de esa obligación que tenemos como discípulos del Maestro de Nazaret y Mesías esperado. Y esa es nuestra cruz y, claro, su Pasión.

¿Qué hay de malo en no cejar en la transmisión de tal testimonio y tal doctrina?

Por otra parte, el camino de Jesús también fue un camino de incomprensiones, trufado con las maledicencias que sobre Él se proferían, rescatando del fondo más oscuro del corazón del hombre acusaciones sin fundamento pero fundadas en la perversión de la Ley de Dios; de interpretaciones insanas de la doctrina que proclamaba porque tenían miedo de lo que podía significar en sus vidas y de la responsabilidad que se derivaba de todo aquello. Fue, por eso mismo, un andar donde muchas de las piedras que en el camino se intentaron tirar contra su persona haciendo, queriendo aniquilar, ¡de la forma que fuera!, el verbo limpio y el claro mensaje, dieron donde querían. Y ante esto no se arrepintió de lo dicho, ni se vino abajo, ni dejó de hacer lo que debía. Y la tradición fue tomando forma, en cada persecución y en cada asechanza.

Pero nosotros, conocedores del mundo, del momento que nos ha tocado vivir, sabedores de los lobos y las serpientes que tenemos alrededor preparadas para asestarnos lo que creen el golpe definitivo, también nos enfrentamos a incomprensiones y toda clase de ausencias de percepción de nuestra existencia y la existencia de nuestra fe; también podemos, somos, acusados de perturbaciones sin cuento y de todo lo malo que, en espíritu y en conciencia, pueda suceder en el mundo: oscurantismo, tenebrismo, ir contra el “progreso”, de ser reaccionarios, etc. Y ante esto también podemos optar, como le sucedió a Jesús, por dos formas de actuar:

-Permanecemos impertérritos ante lo que nos sucede y seguimos adelante contra viento y marea: somos fieles a Dios y a nuestra fe cristiana y cumplimos con nuestra obligación de hijos del Todopoderoso que ama y tiene por buena una Tradición que se inició con su propio Hijo.

-Cedemos a las influencias malsanas del ambiente subjetivista y relativista, además de nihilista y conformista, que nos rodea y nos dejamos vencer por todas esas malformaciones del corazón. Aquello es nuestra cruz y nuestra reacción, a veces, la Pasión de Cristo: somos light, muelles, acomodados al qué dirán y políticamente correctos.

Y todo lo aquí apenas apuntado se sustenta en aquellos dos maderos sobre los que aquel hombre, hijo de María y de José, vivió sus últimos instantes; maderos que son la cruz que se pretende esconder porque molesta su significado y porque duele a los ojos de aquellos que no saben evadirse de su relativismo o de su hedonismo y, en general, de su mundanidad.

Y junto a esto lo que se cree que es aquello que, siendo Palabra de Dios, supone la base sobre la que una sociedad se construyó y una doctrina que ha sido, a lo largo de los siglos, sostén espiritual de imperios y de naciones y que ha dado a la humanidad los mejores momentos propios de una cristiandad contra la que el Mal ha luchado desde siempre, desde el mismo momento en el que Jesucristo admitió su muerte por voluntad, que se cumpla lo que sea la misma, de Dios, Padre suyo y nuestro.

Los creyentes sabemos, sin embargo, que seguir las huellas de Cristo, amar su cruz y querer que la misma, como símbolo de lo bueno y mejor, no sea preterida, es como hacer que las leyes que imperan ahora y que llevan el mundo por un camino, digamos, menos que regular, truequen su naturaleza casi siempre perversa y sean, desde ahora, para cada uno de nosotros, una cruz menos que soportar y un aporte menos a la Pasión de Nuestro Señor.

Tenemos por muy buenos nuestros símbolos cristianos porque sobre la Cruz de Cristo se ha fundamentado una nueva Alianza de Dios con el hombre y, en una manera más que cierta, se ha reafirmado la que se había establecido con el pueblo elegido, el judío, pues judíos de nacimiento fueron, desde el mismo Jesucristo, hasta su Madre, la Virgen María, su padre adoptivo, José y, en fin, todos y cada uno de los Apóstoles que escogió el Maestro para que al mundo dijeran que la Buena Noticia había llegado para cumplir la promesa de Dios.

Nosotros creemos que nuestros símbolos no son, sino, bases sobre las que construir una forma de ser y un comportarse en el mundo. Así, por ejemplo, cuando tenemos a la Cruz, en mayúscula como mayúsculo fue el sacrificio de Quien la llevó a cuestas, como algo esencial es porque no tenemos duda alguna de que tales maderos, aquellos dos que conformaron la misma, sirvieron para que la humanidad fuera rescatada del mal y, en fin, se le perdonaran todas las afrentas que había recibido el Creador por parte de quien no hacía lo que debía hacer en cumplimiento de la Ley del Todopoderoso.

En realidad, que la Cruz haya sido, y lo sea, un símbolo para millones y millones de creyentes cristianos a lo largo de la historia desde aquel momento del Calvario, no es poca cosa sino algo más que importante pues fundamenta nuestro ser como discípulos del Hijo de Dios.

Con la Cruz, con su apariencia física, representamos todo un camino de entrega y de sufrimiento por parte de Jesucristo. Y en ella nos fijamos para, en lo que seamos capaces, ver en Aquel que estuvo crucificado en ella a alguien más que un Maestro. Y decimos esto porque si bien Cristo sufrió un daño físico terrible allí colgado, no es menos cierto que lo hizo por voluntad propia y porque, en definitiva, era lo que había sido establecido (ya escribió mucho de ello el profeta Isaías acerca del cordero que llevan al matadero sin quejarse…) por Dios. Y en tal símbolo, por tanto, nosotros encontramos un espejo donde mirarnos y hacer de nuestra vida algo que pueda ser parecido al comportamiento que tuvo nuestro hermano Cristo, hijo de Dios y Dios mismo hecho hombre.

Sabemos, de todas formas, que tal símbolo (y otros que, en nuestra realidad, podamos tener por ser cristianos) no es que sea zaherido o perseguido por aquellos que han optado por el mundo, el ateísmo o el agnosticismo sino que es claramente un símbolo que se quiere esconder y, si es posible, que nunca más vuelva a verse implicado, por así decirlo, en ninguna realidad del mundo.

La Cruz, como símbolo, como es más que sabido, molesta. Y molesta porque lo que misma establece como argumento de vida nada tiene que ver con un mundo hedonista y egoísta y fomenta un comportamiento que se asienta sobre unos principios y valores que nosotros llamamos tradicionales porque se basan, eso, en una Tradición milenaria pero que no se sustenta en tal número de siglos pasados sino en Quien es el origen de la misma que no es otro que el mismo Hijo de Dios y, por tanto, Dios, así de sencillamente dicho.

Diera la impresión de que los cristianos (cuya cultura, junto con la judía, ha dado forma a occidente tal como lo conocíamos y no sabemos si decir, en presente, lo conocemos) debemos pedir permiso para mostrar que lo somos de una forma tan sencilla como es, por ejemplo, llevando una cruz de forma visible. Y es que no son pocos los ejemplos en los que, hoy día, se prohíbe un derecho tan elemental como es el que permite expresar qué pensamos en cuanto a lo religioso.

¿Y para todo esto tenemos que pedir permiso o perdón? ¿Es acaso un mal lo aquí referido? ¿Hace daño a la sociedad en la que vivimos los cristianos?

Pues no, ni debemos pedir permiso ni hacen daño nuestros símbolos y tradiciones sino, al contrario, dan forma a una sociedad más libre que ninguna porque ha aceptado la libertad de ser descendencia divina.

 

 

Artículo publicado en The Traditional Post. 

Eleuterio Fernández Guzmán

   

Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

 

Panecillo de hoy:

 

Sólo lo bien hecho ha valido y vale la pena.

 

Para leer Fe y Obras.

 

Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna. 

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