InfoCatólica / Eleuterio Fernández Guzmán / Archivos para: Noviembre 2018, 16

16.11.18

Serie "De Resurrección a Pentecostés"- 4 -El soborno a los soldados

De Resurrección a Pentecostés Antes de dar comienzo a la reproducción del libro de título “De Resurrección a Pentecostés”, expliquemos esto.

Como es más que conocido por cualquiera que tenga alguna noción de fe católica, cuando Cristo resucitó no se dedicó a no hacer nada sino, justamente, a todo lo contrario. Estuvo unas cuantas semanas acabando de instruir a sus Apóstoles para, en Pentecostés, enviarlos a que su Iglesia se hiciera realidad. Y eso, el tiempo que va desde que resucitó el Hijo de Dios hasta aquel de Pentecostés, es lo que recoge este libro del que ahora ponemos, aquí mismo, la Introducción del mismo que es, digamos, la continuación de “De Ramos a Resurrección” y que, al contrario de lo que suele decirse, aquí segundas partes sí fueron buenas. Y no por lo escrito, claro está, sino por lo que pasó y supusieron para la historia de la humanidad aquellos cincuenta días.

 

 

Cuando Jesucristo murió, a sus discípulos más allegados se les cayó el mundo encima. Todo lo que se habían propuesto llevar a cabo se les vino abajo en el mismo momento en el que Judas besó al Maestro.

Nadie podía negar que pudieran tener miedo. Y es que conocían las costumbres de aquellos sus mayores espirituales y a la situación a la que habían llevado al pueblo. Por eso son consecuentes con sus creencias y, por decirlo así, dar la cara en ese momento era la forma más directa para que se la rompieran. Y Jesús les había dicho en alguna ocasión que había que ser astutos como serpientes. Es más, había tratado de librarlos de ser apresados cuando, en Getsemaní, se identificó como Jesús y dijo a sus perseguidores que dejaran al resto marcharse.

Por eso, en tal sentido, lo que hicieron entonces sus apóstoles era lo mejor.

Aquella Pascua había sido muy especial para todos. Jesús se había entregado para hacerse cordero, el Cordero Pascual que iba a ser sacrificado para la salvación del mundo. Pero aquel sacrificio les iba a servir para mucho porque el mismo había sido precedido por la instauración de la Santa Misa (“haced esto en memoria mía”, les dijo el Maestro) y, también, la del sacerdocio a través del Sacramento del Orden. Jesús, pues, el Maestro y el Señor, les había hecho mucho bien tan sólo con arremangarse y lavarles los pies antes de empezar a celebrar la Pascua judía. Luego, todo cambió y cuando salieron Pedro, Santiago y Juan de aquella sala, en la que se había preparado la cena, acompañando a Jesús hacia el Huerto de los Olivos algo así como un gran cambio se había producido en sus corazones.

Pero ahora tenían miedo. Y estaban escondidos porque apenas unas horas después del entierro de Jesús los discípulos a los que había confiado lo más íntimo de su doctrina no podían hacer otra cosa que lo que hacían.

De todas formas, muchas sorpresas les tenía preparadas el Maestro. Si ellos creían que todo había terminado, muy pronto se iban a dar cuenta de que lo que pasaba era que todo comenzaba.

En realidad, aquel comienzo se estaba cimentando en el Amor de Dios y en la voluntad del Todopoderoso de querer que su nuevo pueblo, el ahora elegido, construyera su vida espiritual sobre el sacrificio de su Hijo y limpiara sus pecados en la sangre de aquel santo Cordero.

Decimos, pues, que todo iba a empezar. Y es que desde el momento en el que María de Magdala acudiera corriendo a decirles que el cuerpo del Maestro no estaba donde lo habían dejado el viernes tras el bajarlo de la cruz, todo lo que hasta entonces habían llevado a sus corazones devino algo distinto.

El caso es que los apóstoles y María, la Madre, habían visto cómo se abría ante sí una puerta grande. Era lo que Jesús les mostró cuando, estando escondidos por miedo a los judíos, se apareció aquel primer domingo de la nueva era, la cristiana. Entonces, los presentes (no estaba con ellos Tomás, llamado el Mellizo) se asustaron. En un primer momento no estaban seguros de lo que veían pudiese ser verdad. Aún no se les habían abierto los ojos y su corazón era reacio en admitir que su Maestro estaba allí, ante ellos y, además, les daba la paz y les hablaba. Todos, en un principio, actuaron como luego haría Tomás.

Todo, pues, empezaba. Y para ellos una gran luz los iluminaba en las tinieblas en las que creían estar. Por eso lo que pasó desde aquel momento hasta que llegó el día de Pentecostés fue como una oportunidad de acabar de comprender (en realidad, empezar a comprender) lo que tantas veces les había dicho Jesús en aquellos momentos en los que se retiraba con ellos para que la multitud no le impidiese enseñar lo que era muy importante que comprendieran. Pues bien, entonces no habían sido capaces de entender mucho porque su corazón no lo tenían preparado. Ahora, sin embargo, las cosas iban a ser muy distintas. Y lo iban a ser porque Jesús había confirmado con hechos   lo que les había anunciado con sus palabras y cuando le dijo a Tomás que metiera su mano en las heridas de su Pasión supieron que no era un fantasma lo que estaban viendo sino  al Maestro… en cuerpo y alma.

Sería mucho, pues, lo que pasaría en un tiempo no demasiado extenso desde que el Hijo de Dios volvió de los infiernos hasta que el Espíritu Santo iluminara los corazones y las almas de los allí reunidos. Era, pues, aquello que sucedió entre Resurrección y Pentecostés.” 

4. El soborno de los soldados

¿Guardia romana o judía?

Antes de empezar con este caso o episodio particular, quizá sea importante referirse a si la guardia que custodiaba el cuerpo de Jesucristo era romana o era judía. Y es que la cosa no deja de tener importancia.

Esto lo decimos porque a lo mejor se cree que, por ser el caso tan importante en aquel tiempo, Pilato estableció que fueran soldados suyos los que hicieran aquel trabajo. Todo, de todas formas, apunta a que esto no fue así.

En primer lugar, cuando los príncipes de los sacerdotes acudieron al Gobernador a decirle que, según tenían entendido que había dicho Jesús, al que llamaban impostor, iba a resucitar al tercer día después de su muerte. Por eso era muy conveniente que apostara una guardia ante el sepulcro (cf. Mt 27, 64).

Podemos decir que, teniendo en cuenta todo lo que había sucedido con aquel Maestro que le llevaron para que lo juzgara y de cuyo resultado se había lavado las manos, Pilato no quería saber nada más del asunto. Ya había tenido suficiente no sólo con aquellos hombres supersticiosos a los que odiaba sino también con su propia esposa Claudia que había intercedido por Jesús. Por eso y, seguramente, para que lo dejaran en paz, permitió que una guardia custodiara el sepulcro. Pero, sin duda, no iba a ser una guardia romana. Por eso les dice “Ahí tenéis la guardia; id a custodiarlo como os parezca bien” (Mt, 27, 65). Debía referirse a que miembros de la guardia del Sanedrín que habían detenido a Jesús fueran los que custodiasen la entrada al sepulcro porque era impensable que una guardia de soldados romanos quedase bajo las órdenes de unos sometidos al poder del imperio.

Por eso es que, luego, cuando se produce la resurrección de Jesús, aquellos guardias que custodiaban el sepulcro no acudieron a sus supuestos (de haberlo sido) superiores romanos sino que, como dice el texto bíblico:

“Mientras se iban, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los príncipes de los sacerdotes lo sucedido” (Mt 28,11).

Es decir, ¿es posible pensar que la guardia, de ser romana, acudiera a contar a los judíos lo sucedido? Eso, desde el punto de vista militar (y según la época de la que hablamos) era, literalmente, imposible. No. Acudieron a los judíos porque ellos también lo eran.

Leer más... »