La Palabra del Domingo - 4 de febrero de 2018

Mc 1, 29-39

“29 Cuando salió de la sinagoga se fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés.         30 La suegra de Simón estaba en cama con fiebre; y le hablan de ella. 31 Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó y ella se puso a servirles.          32 Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados; 33       la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. 34     Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios. Y no dejaba hablar  a los demonios, pues le conocían. 35 De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración. 36      Simón y sus compañeros fueron en su busca; 37 al encontrarle, le dicen: ‘Todos te buscan.’ 38 El les dice: ‘Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique; pues para eso he salido.’ 39    Y recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios”.

 

COMENTARIO

 

Cristo salió, vino al mundo, para predicar, sanar y salvar


Una vez, cuando uno que quería ser discípulo de Jesús le planteó seguirle, éste le dijo que tuviera en cuenta que el Hijo del hombre no tenía donde recostar su cabeza (Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza, Lc 9, 58 es la cita concreta) Esto lo dijo para que esa persona, pienso yo, supiese, de antemano, donde se iba a meter, que entendiera que el camino hacia Dios no era, sólo, un camino de rosas, sino que comprendiera que esas rosas también tenían espinas. ¡Y qué espinas!

Así, Cristo, acudía allí donde se le invitaba, donde era acogido. Una buena lección esta la que nos dio el Mesías: acudir donde os acojan, pero no sólo ahí, sino donde quieran conoceros mejor.

Y Jesús va a casa de Simón y Andrés, lugar donde le esperaba una buena obra que hacer. Va y se encuentra, aunque posiblemente sabiendo lo que se iba a encontrar, sabiendo su inmediato destino. No podemos pensar otra cosa. Sabe cuál es su misión y, predispuesto a llevarla a cabo, no deja de cumplirla a pesar de las acechanzas de sus enemigos, más preocupados por su bienestar que por el significado de lo que decía, aunque esto atentara, directamente, contra su forma de vida.

Es conocido que el evangelio de Marcos pone su acento, en su texto, en todos aquellos hechos que podemos llamar milagrosos o extraordinarios que el Mesías llevó a cabo. En este breve texto vemos varios casos: en concreto, el de la suegra de Simón; y otros genéricos, los que curó que le traían de todo el pueblo. ‘La ciudad entera estaba agolpada a las puertas’. Agolpada a las puertas del Reino de Dios quizá sin saberlo, podemos decir. Y lo hacía porque muchos querían ser curados de sus males físicos. Sin embargo, esta curación no lo era en ese único sentido.

Conocedores del significado simbólico de los textos sagrados, junto a esa primera visión del acto que cura sigue (o lleva implícito, mejor dicho) otro tipo de curación: que va más allá del mero, aunque importante, aspecto físico.

Ejemplos tenemos muchos que (aunque no corresponda a esta parte del evangelio de Marcos) pueden alumbrarnos en nuestra comprensión. El más paradigmático, quizá, sea el de la curación de Bartimeo (hijo de Timeo) el ciego, que, al paso de Jesús, en Jericó, clama: ¡ut videam!, (que vea) le ruega cuando le pregunta el que tanto urge con su súplica (Mc 10, 46-52). Pero esto, que vea, necesidad misma del ciego, implica una voluntad de sentir el mensaje de Cristo, lleva incorporada una petición: que te comprenda, que te entienda, que te conozca.

Y junto a estos hechos en los que Jesús manifiesta ese poder de Dios, esa comunicación entre el Padre y el Hijo, encontramos, como no puede ser de otra forma, la respuesta de aquellos que se han beneficiado de su benéfico hacer: seguirle, servirle, anunciar lo que les ha sucedido, llevar hasta los demás el anuncio de que quien estaban esperando ya había llegado (recordemos a la samaritana de Sicar).

Vemos, por ejemplo, que la suegra de Simón, después de ser curada se puso a servirles, no se quedó falta de agradecimiento descansando, sino que, conocedora del bien que había recibido (esa curación de la fiebre que en aquella época podría haberle costado la vida), muestra, con ese servicio, una continuidad en su relación con Jesús: corresponde a ese amor con amor: soy, así, transmisora de tu bondad, podía haber dicho.

Hay, sin embargo, otras opciones a seguir cuando sentimos, o somos, tocados, por la bondad de Dios: aprovechar lo obtenido olvidando de quien viene lo recibido. Recordemos a los leprosos de los cuales, sólo uno volvió, miró hacia atrás para manifestar su agradecimiento al sanador.

Vemos, pues, que, dotados de la libertad, bien supremo donado por Dios, podemos vincular nuestra vida a esa ocasión en la que, de una u otra forma, recibimos el bien, a una continuidad en la relación con la Trinidad o, de otra forma olvidarlo todo como producido por un azar, una pura causalidad pero sin ver la verdadera causa de todo eso.

Ese aspecto espiritual que deviene de la curación física lo vemos, también, en concreto, cuando dice que curó de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios. Esto, que puede parecer, a primera vista, simples ejemplos de cosas distintas, entiendo que se refiere, por una parte, a dolencias de carácter físico (pensemos en el caso del ciego de antes o en la mujer que sufría flujos de sangre recogido, también, en Marcos 5, 25, 34) pero sobre todo, sobre todo, ya no al beneficio espiritual que puede derivar de esa curación sino a la dominación del hombre por demonios. Eso creo yo que viene a indicarnos que, independientemente de los males que puedan sucedernos y que son constatables materialmente, existen otros, de otra índole más profunda y que recaen, o pueden recaer, en el alma: esa querencia del corazón por lo que no nos corresponde, ese alejamiento de Dios por nuestra mundanidad, esa falta de amor, esa desvirtuación de la realidad traída por nuestros deseos ávidos de cualquier tipo de poder, esa… en fin, todo aquello que denota que el espíritu está enfermo, que no comulga con la bondad o con esa Ley de Dios que todos tenemos inscrita en nuestros corazones…eso también lo cura Cristo. No sólo materia, no sólo a lo perceptible y tocable llega Jesús. Más aún, cuando sólo atribuimos realidades sentibles al actuar de Dios sólo, y nada más y nada menos, estamos haciendo uso del Padre a nuestro antojo, sin comprender que, para él, llegamos a su Reino a través del espíritu y al hacer unas obras que correspondan con su voluntad y que son expresión, al fin y al cabo, de ese espíritu. De aquí que Cristo se viera obligado a expulsar demonios, a echar “fuera” de la persona, en concreto para más entenderlo en general, a todo aquello que nos anula la correcta percepción de nuestro hermano Jesús.

Jesús conocía que su relación con el Padre era esencial para que su labor fuera fructífera. Y sabía que era en la oración donde tenía un instrumento eficaz para que esa relación surtiera efecto.

Muchas veces, a lo largo de los evangelios, vemos como Cristo se retira, se aleja de los demás para, en silencio, en solitario, comunicarse con Dios en calidad de Hijo, pero también en calidad de hombre, pues era ambas cosas.

Y es aquí donde los cristianos, puestos a serlo con todas sus consecuencias, tenemos que, como se dice, echar un cuarto a espadas.  Hemos de ser conscientes que nuestra vida, sometida a las presiones de la tierra que pisamos y que nos atrae con fuerza hacia sí para alejarnos de lo espiritual, ha de verse regida, aunque cueste un notable esfuerzo, por ese sutil enlace que une nuestro corazón con el corazón de Dios a través de la oración.

Es cierto que los afanes de la vida diaria, las múltiples “ocupaciones” que nos traen y nos llevan por el mundo, pueden no hacer posible ese mínimo rato que podemos dedicar a rezar o a orar; rezo y oración que colmarán, como dice el Apocalipsis, las copas de los santos que rebosan de oraciones (cuando hubo tomado el libro, los cuatro seres vivientes y los veinticuatro ancianos se postraron delante del Cordero; todos tenían arpas, y copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones de los santos, es la cita concreta, y está en Ap 5, 8) Sin embargo, conscientes como hemos de ser de que todo se lo debemos a Dios, pero todo, todo, no puede caber duda de que el Santo Espíritu del Padre bien merece nuestra atención.

No vamos a hacer aquí, pues no creo que sea el lugar adecuado, relación extensa de las formas de orar o de rezar que hay porque creo que con ponernos delante de Dios y de Cristo (aunque no haya imagen de este último, recordemos que lo tenemos en nuestro corazón), implorando esa oración ya es suficiente para ser escuchados por aquel que siempre nos escucha. Es el ansia de orar o rezar lo que nos tiende un puente con Dios, y por ese puente, frágil o amplio espacio según nuestras posibilidades espirituales, hemos de pasar sostenidos por la fuerza que, como hijos, tenemos. Porque esa ansia, esas ganas de agradecer o de pedir, es lo que ha de conducir nuestra petición.

Orar o rezar, pues ambas cosas no son lo mismo. Didácticamente digo que el rezo está relacionado con decir aquellos textos aprendidos y fijados  por el magisterio de Cristo y de la Santa Madre Iglesia (o sea, el Padrenuestro, Avemaría, Credo, etc.), mientras que la oración ha de brotar de la espontaneidad de cada cual, llevada del momento espiritual que nos proporcione esa intimidad necesaria para establecer relación con Dios, que nos espera, siempre, y que, siempre, agradece esa voluntad de manifestar la situación en la que se encuentra nuestro espíritu y en la que en nuestra alma, lugar privilegiado donde sentimos su fuerza, está.

Digo, entonces, que Jesús oraba, oró, en solitario, que en solitario pedía por aquellos primeros nosotros; pero que, también, cabe la oración en comunidad (“porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”, Mt 18, 20) como todos sabemos (ejemplo de ello es el santo rosario rezado en parroquias o en determinados actos públicos o el rezado en familia) de la que no podemos huir porque en ella también encuentra Dios acomodo y delicia. En esta oración comunitaria Dios ha de recibir, multiplicada, las ansias de amor que, aunque pueda parecer repetitivo, no cesa de llenar nuestros corazones de voluntades amplias de dicha.

Por eso sus discípulos buscan a Jesús. “Todos te buscan”, dicen, porque todos querían tener contacto con esa persona que, a la fuerza, debía de tener, con Dios, una relación privilegiada. Pero Cristo sabe que no basta con eso, que ha de transmitir, hasta donde pueda, su mensaje, su ejemplo de orante, su vivencia cumplidora de la voluntad de su Padre. Para eso he salido, dice, llevado de un convencimiento extremo. No estaba allí, en ese momento, para recrearse en la hierba de la aclamación del pueblo; debía de poder seguir hacia delante, entregando su mensaje a quienes lo quisieran recibir. Y así, con esas ansias de predicación, con ese sentido primero de hacedor del Bien, recorrió toda Galilea, su tierra próxima, para dar a conocer esa posibilidad tan sencilla, pero tan difícil a veces, de decirle a Dios, con nuestras palabras o con nuestro silencio agradecido, que también esperamos su respuesta, que, a nuestro modo, también somos apóstoles suyos.

  

PRECES  

 

Pidamos a Dios por todos aquellos que no quieren encontrarse con Jesús.

Roguemos al Señor.

Pidamos a dios por todos aquellos que no desean la bendición del Hijo de Dios.

Roguemos al Señor.

ORACIÓN

 

Padre Dios; ayúdanos a buscarte siempre.

Gracias, Señor, por poder transmitir esto.

  

El texto bíblico ha sido tomado de la Biblia de Jerusalén.

  

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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