Serie El Mal, el Diablo, el Infierno - 4 - Al Infierno se va

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Hay temas espirituales que son más difíciles que otros. Es decir, mientras que hablar, por ejemplo, del Padre Nuestro o del Ave María resulta gozoso y a cualquiera le gusta, hacer lo propio con el Infierno, el Mal o Satanás no es plato de gusto de nadie o de casi nadie.  

Sin embargo, hacer como si no fueran importantes o, simplemente, no existieran tales temas es expresión de grave irresponsabilidad. Y si hablamos de un católico, la cosa pasa de simple irresponsabilidad a clara culpa que ha de causar, debería, grave escándalo. 

En realidad, resulta extremadamente curioso que viendo el mundo en el que nos encontramos (y cada época en el que se encontraba) dudar, siquiera, de la existencia del Mal es síntoma claro de vivir muy aislado de la realidad o, lo que es peor, de querer crearse un mundo donde, como suele decirse con error, “todo el mundo es bueno”. Y es que sabemos que, en efecto, no todo ser humano está tocado por la bondad como es fácil apreciar y comprobar. 

El Mal, al contrario de lo que podía pensarse, existe desde aquel Principio en el que Adán y Eva deambulaban felices y contentos de haberse conocido por las praderas del Paraíso. Entonces tomó forma de serpiente, pero bien podía haberla tomado de otro animal o criatura. 

El caso es que todos sabemos lo que entonces pasó. Y que, desde aquel momento, el pecado (ejemplo puro del mismo Mal) entró en el mundo para no irse ni nunca ni jamás. 

El Mal, por tanto, existe y es bien cierto que en demasiadas ocasiones aceptamos las tentaciones que nos viene de su padre, el Demonio, llamado Satanás, Belcebú y de otras tantas maneras. Y por ser el progenitor del Mal, procura hacer todo el daño que puede porque su intención, la verdadera intención del Ángel caído por egoísmo y falta de amor es hacer todo lo posible para que los hijos de Dios se alejen de su Padre y caigan en las malvadas manos de quien todo lo intenta para hacernos caer en sus tentaciones. 

Todo esto, el Mal y el Demonio, colaboran entre sí porque son verdaderos miembros del club de los alejados del Todopoderoso. Por eso procuran llevar a todos los posibles hacía sí. 

El problema, a tal respecto, radica en que quieren que caigamos en la fosa de la que nunca se sale y de la que tanto escribió el salmista. 

Y esta es la tercera pata de este taburete desde el que no se ve el Cielo sino, al contrario, lo otro; algo sobre lo que elevarse para caer hondo, muy hondo. 

Sabemos que “lo otro” tampoco es tema, hoy día, de predilección en las homilías y, ni siquiera, en muchos libros. Y es que el Infierno, que existe, no gusta a nadie. Bueno, a casi nadie porque siempre hay quien, dejándose llevar por el Demonio y por su hijo el Mal encantado se encuentra de caer en tal estado espiritual o lugar que es el Infierno. 

Seguramente este tema parece el que menos cabe prestar atención. Y esto lo decimos porque a nadie le gusta hablar del Infierno por mucho que el Infierno debería estar en las conversaciones de todos aquellos que se quieran salvar y gozar de la vida eterna. 

En realidad, una cosa es hacer como si esto no tuviera importancia y otra, muy distinta, creer que no tiene importancia. Y, ciertamente, muestra gran ceguera quien pretenda borrar el Infierno con el único expediente personal de hacer como si no existiera para que no exista. 

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El Infierno es un destino bien terrible. Es cierto que se lo busca cada uno o, por decirlo de esa forma, la condena al mismo no la impone Dios porque nos tenga manía sino porque ha habido un olvido muy grande de su Amor y un asentimiento al Mal más absoluto. Vamos, que quien es condenado al Infierno se lo ha ganado a pulso y no ha querido que otra cosa pase. 

El Infierno es, ¡quién lo puede dudar!, algo así como la parte negra de nuestra existencia de hombres. Dios, que nos quiere mucho (nos ha creado y mantiene en el mundo) no desea para nosotros un destino tan terrible como el castigo eterno y que nunca termine. No. Prefiere para nosotros el Cielo, pero sabe que muchas veces lo vamos a rechazar. Pero también sabe que es algo que nosotros aceptamos, al parecer, como algo bueno no siéndolo. 

Vale la pena, más que seguramente, hablar y escribir sobre unos temas que tan olvidados están hoy día. Al menos, que no se diga de nosotros que hicimos como el avestruz (si es que eso hace, pero por si lo hace) que, para no ver el peligro, esconde la cabeza bajo tierra o, lo que es más probable, debajo del ala. Pero, claro, de nada le sirve cuando lo mejor habría sido enfrentarlo o huir. Quedarse como si nada… eso nunca resulta conveniente. 

4- Al Infierno se va 

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“Yo no tendría por seguro, por favorecida “que un alma esté de Dios, que se olvidase de que en algún tiempo se vio en miserable estado; porque, aunque es cosa penosa, aprovecha para muchas. Quizá como yo he sido tan ruin, me parece esto, y ésta es la causa de traerlo siempre en la memoria. Las que han sido buenas, no tendrán que sentir, aunque siempre hay quiebras mientras vivimos en este cuerpo mortal. Para esta pena ningún alivio es pensar que tiene nuestro Señor ya perdonados los pecados y olvidados; antes añade a la pena ver tanta bondad y que se hacen mercedes a quien no merecía sino infierno.

(Santa Teresa de Jesús,

Moradas Sextas, capítulo 7, 4)

“Los malvados… los arrojará en el horno ardiente. Allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt. 13, 42).

“Y a ese servidor inútil échenlo en la oscuridad de allá afuera: allí habrá llanto y desesperación” (Mt. 25,30).

“Malditos: aléjense de Mí, al fuego eterno” (Mt. 25, 41).

Como podemos ver, grandes santos como por ejemplo Santa Teresa de Jesús preveían la posibilidad de ir al Infierno. Por eso los textos bíblicos aquí traídos desde el Evangelio de San Mateo, ponen el dedo en la yaga de que al Infierno se va según seamos… malos.

La maldad, pues, que parta (como se dice) de pensamiento, obra u omisión, es el verdadero origen de la caída en la fosa más profunda que pueda existir de la que no se sale.

Que el Infierno existe es dogma de fe para un católico. Así lo muestra, en estos números, el Catecismo de la Iglesia Católica:

1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno” (cf DS 76; 409; 411; 80 1; 858; 1002; 135 1; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.

1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran” (Mt 7, 13-14):

Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con El en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde “habrá llanto y rechinar de dientes” (LG 48).

1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que ‘quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión’” (2 Pe 3:9).

 

Sabemos, pues, que el Infierno existe. Pero también sabemos algo que es muy importante: al Infierno no se “hecha” a nadie porque sí sino que, por decirlo pronto y para que se nos entienda, al infierno “se va”. Y eso tiene todo que ver con la voluntad de cada uno. Es decir, que quien va al Infierno es porque se lo ha buscado y, sabiendo que Dios es muy bueno y es muy misericordioso, quien incurre en eso es que ha sido muy perseverante en el alejamiento del Todopoderoso.

El caso es que cuando alguien ha caído en el Infierno no puede esperar nada bueno. Y si la teoría la sabemos, lo bien cierto es que, para que no haya dudas a tal respecto, Jesucristo le reveló a Santa Faustina los 7 tratamientos colectivos que en el Infierno, digamos, se reciben, a modo de torturas:

La primera de ellas:

La pérdida de Dios.

La segunda de ellas

El remordimiento perpetuo de la conciencia.

La tercera de ellas

La condición de uno nunca cambiará.

La cuarta de ellas

El fuego que penetra el alma sin destruirla encendido por la ira de Dios.

La quinta de ellas

La continua oscuridad y un terrible olor sofocante.

La sexta de ellas

La compañía constante de Satanás.

La séptima de ellas

La horrible desesperación, el odio a Dios, las palabras viles, maldiciones y blasfemias.

Pero ¿Cómo se va al infierno?

A este respecto, San Ireneo en su obra contra las herejías, en el libro 4, nos dice algo al respecto de la pregunta antes planteada:

“Todo el mundo obtiene lo que deseó y quiso, y cosechamos lo que sembramos. Cosechamos lo que sembramos en nuestros pecados sin habernos esforzado en arrepentirnos, la cosecha es el sufrimiento eterno. Dios creó una criatura capaz de comprometerse con el bien o con el mal. Para ello fue elevado a la dignidad sobrenatural.”

Recogemos, pues, lo que sembramos como, por cierto, suele ser lo ordinario en la vida de cualquiera: si sembramos el bien, lo normal es que recojamos buenos frutos; si sembramos el mal, lo esperado es que recojamos frutos más bien negros o negativos para nuestra existencia eterna.

Y esto, la existencia eterna, es lo que debe preocuparnos al respecto de nuestro hacer y comportar en este mundo. Y es que sabemos que estamos en este mundo pero no somos del mismo. Lo que nos falta es decidir a qué mundo queremos pertenecer cuando se acabe, para nosotros, el paso por este valle de lágrimas. Decidimos pues, si al Cielo o al Infierno. Y según hagamos esto, debemos llevar a cabo las acciones (u omisiones) que a tal fin debamos cumplimentar. Así, por ejemplo, nos precipitaremos en la fosa que lleva al Infierno si

  • No creemos: “El que no crea será condenado” (Mc 16, 16).
  • Si despreciamos a Dios y a sus santos Mandamientos.
  • Si no tememos a Dios a y lo que el Padre puede hacer con nuestro destino eterno.
  • Si no somos capaces de convertirnos y no buscamos la conversión.
  • Si cometemos pecados mortales sin ánimo de que sean perdonados.

Vemos, por tanto, que podemos caer en las fauces de Satanás por muchas circunstancias porque la puerta para entrar en el Infierno es más que ancha.

Algo, de todas formas, salta a la vista. Tiene que ver con la bondad de Dios. Y es que ¿cómo es posible la existencia del Infierno a sabiendas de que Dios es bueno y misericordioso?

Muchas veces se olvida que, junto a la bondad de Dios y a la misericordia que conforma su corazón, existe algo, algo muy importante que se suele olvidar porque no conviene: la justicia. Y es que Dios, además de bueno, es justo. Y ahí radica, porque es de raíz, lo básico y elemental, la existencia el Infierno.

Debemos, por tanto, no olvidar, las palabras escritas por San Pablo (Epístola a los Gálatas 6, 7):

“De Dios nadie se burla”.

Pero lo mejor viene exactamente después de estas pocas pero importantes palabras:

“Pues lo que uno siembre, eso cosechará.”

“Eso cosechará”. Y es que, como ya hemos dicho arriba, nadie espere lo bueno de lo malo ni lo malo de lo bueno. Según hagamos, eso recogeremos. Así de simple. 

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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Negar el Mal y la existencia del Diablo es el camino seguro para caer en las manos del Maligno. 

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