Serie “De Jerusalén al Gólgota” – X- El soldado convertido

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.

Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.

Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano.

X - El soldado convertido 

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Se sentía incómodo.

Desde que el Gobernador le ordenó que comandara aquel grupo que iba a llevar al nazareno al Gólgota no sabía bien cuál era la razón por la que no estaba a gusto.

En realidad, Cayo Casio, que tal era su nombre, era un soldado. Como tal sabía que debía obedecer a sus superiores pero no por eso iba a dejar de pensar que todo aquello había sido muy irregular: desde el mismo proceso al llamado Rey de los judíos hasta el momento en el que ahora se encontraba, todo le parecía muy extraño.

De todas formas, sabía que debía comandar aquella cuadrilla de soldados romanos malcarados y sedientos de sangre y de guardias del templo de Jerusalén. Procuraría, eso sí, que la cosa no se le fuera de las manos porque conocía muy bien la forma de ser de aquellos sus hombres como habían demostrado en la flagelación del condenado. Es más, había tenido que acudir raudo a parar aquella carnicería de la que podría haber salido muerto aquel hombre. Luego, el Gobernador lo presentó a la plebe en un estado tan malo que esperaba el perdón del pueblo. Pero como era de imaginar (todo estaba más que amañado) nada de lo que hizo o dijo Pilato sirvió de nada. Y ahora se encontraba allí, montado en su caballo y llevando el cartel que debían clavar en la cruz del condenado.

Aquel hombre, romano y soldado, había visto cómo el odio de la casta religiosa judía se dirigía contra un hombre del que sabía muy poco. Era galileo y había venido a Jerusalén para celebrar la Pascua como otros tantos miles de judíos. Pero, aparte de esto, nada más sabía del que habían condenado a la peor de las muertes: la crucifixión.

También le parecía curioso que aquella turba de creyentes judíos estuviera tan en contra de un Maestro y de un predicador. ¿Qué tan grave era lo que decía o hacía? Entonces… lo único que se le podía ocurrir es que estuviera manipulada por los fariseos y demás miembros del Sanedrín. Y lo más extraño es que sólo una semana antes los mismos que lo habían alabado cuando entró en Jerusalén (según le dijo un soldado que lo vio) ahora pedían que fuese condenado a muerte. ¡Qué extraña es la naturaleza humana!

Por el camino

Pero Cayo debía cumplir con la misión que le habían encomendado. Aunque no le fue difícil contener a la turba que se arremolinaba alrededor del nazareno, lo bien cierto era que era una tarea ardua de llevar a cabo.

Pasaron muchas cosas en aquel recorrido. La verdad es que no era demasiado largo porque menos de un kilómetro desde el Pretorio hasta aquel montículo no se puede decir que fuera una distancia, en metros, excesiva. Sin embargo, no podía negar que se le hizo el trayecto más difícil de hacer y de soportar en todos su años de soldado al servicio del Imperio. Y eso que había estado en muchas batallas donde la sangre corría a raudales. Sin embargo, era una sangre distinta, de enemigo, y aquella parecía no serla…

Será difícil que pueda olvidar, a tenor de lo que pasaría después, las veces que cayó al suelo quien llevaba la cruz. Así, mientras que los otros dos condenados parecía que no sintiesen demasiado el peso de su madero, el llamado Maestro parecía, justamente, lo contrario: debía soportar un peso muy grande sobre su persona e, incluso diría, uno mucho más elevado que los setenta u ochenta kilos de sus maderos.

Cada vez que caía los soldados se cebaban con Él. No podía parar, borrachos como iban e incluso bebiendo en aquellas circunstancias, de zaherir al nazareno: le escupían y le pegaban con sus látigos. Incluso dejaban que los que seguían aquel cortejo hiciesen mella en el rostro de Jesús con sus escupitajos. Alguno, además, acertó a darle más de una patada como si, en realidad, le hubiera hecho alguna vez algo muy malo.

Tampoco puede olvidar, porque lo vio todo, como una mujer tuvo la valentía de acercarse a Jesús y limpiarle la cara con un paño. No pudo, sin embargo, acercarle una jarra con agua para que aliviase un poco su tortura. Y no pudo porque un soldado se la quitó de la mano con un fuerte manotazo. ¡De ninguna manera iba a permitir él aquella muestra de compasión con un condenado a muerte!

Hubo algo, sin embargo, que le produjo una extraña sensación. En un momento determinado un grupo de mujeres, de las muchas que allí había, se pusieron a llorar y, a voz en grito, decir que debían liberar al nazareno. Tal parecían las plañideras de los entierros pero en ellas había algo más. Sin embargo, en ese mismo momento Jesús les dijo algo que no llegó a comprender nuestro centurión: que mejor llorasen por sus hijos porque si estaban haciendo eso con él qué no harían con ellos…

Todo discurría en un ambiente exagerado: exagerado el cortejo, exagerados los insultos, exagerada aquella cruz, exagerada la inmerecida condena y el subsiguiente encarnizamiento con su persona. Todo, pues, era demasiado excesivo. Y, a decir verdad, no le parecía nada bien por muy soldado romano que fuera.

De todas formas, llegaron a la base de aquel montículo que llamaban Gólgota. En realidad, no es más que una pequeña subida con forma de calavera. De ahí que los lugareños le llamen el monte Calvario, por, como pudo comprobar entonces y otras veces, la forma que tenía. Y entonces se produjo algo muy raro.

A la distancia pudo ver cómo otro tumulto se agolpaba alrededor de alguien que, al parecer, se había ahorcado en árbol que había muy cerca de allí. Preguntado un soldado vino a decirle que se trataba, según le habían dicho los judíos, de uno que era discípulo del condenado de Nazaret. Y que se llamaba Judas. Tal era su nombre. Es más se rumoreaba (salía la cosa del mismísimo Sanedrín) que fue él quien traicionó al Maestro.

Cayo Casio, ahora que empezada a organizar aquel último trayecto de aquel corto pero esforzado camino, se preguntaba dónde iba a acabar aquello.

En el Calvario

Ciertamente no podían demorarse mucho. No quería que se le hiciese de noche y los judíos empezasen con sus escrúpulos espirituales. Y es que aquel era un día muy importante y no querían que nada sucediese en sábado que era el día siguiente de aquella carnicería. Y dio la orden a sus soldados de que se diesen prisa y cumpliesen con su deber dejando, si era posible, de beber el vino que les hacía cometer excesivas brutalidades.

Y ellos se emplearon a fondo con cada uno de los condenados.

Con dos de ellos, llamados Dimas y Gestas (ladrones, a más señas) les bastó con atarles las manos y los pies a la cruz. No iban a escapar de allí y con eso, pensaron, tendrían suficiente. Pronto, de todas formas, iban a morir.

Pero, al parecer, no lo era para Jesús. Con él, según habían recibido las órdenes, debían aplicarse con ganas de hacer aun más daño. Así, en vez de sujetarlo con cuerdas a la cruz se emplearon a fondo utilizando tres clavos más que grandes. Y es que para atravesar las muñecas, los pies y los maderos no podían valerse de poca cosa. Por eso no les costó poco clavarle los miembros y con aquel martillo de hierro los hincaron a conciencia.

Pero como la torpeza no deja nada por hacer cometieron un error. Y fue que, una vez elevada hacia arriba la cruz alguien se dio cuenta de que no habían clavado el cartel que les había hecho poner el Gobernador Pilato. Y ni cortos ni perezosos tiraron de dos cuerdas hasta que la cruz cayó con estrépito al suelo. El daño que eso pudo producirle al crucificado ni siquiera puede explicarse sin estremecerse.

De todas formas, una vez cumplido aquello lo volvieron a subir. Incluso entonces aquellos que lo acompañaron todo el camino y que eran los que habían conseguido que Pilato lo condenara a muerte volvieron a repetir las quejas que manifestaron al Gobernador sobre lo que ponía en aquel cartel. Y es que no querían que pusiese, como ponía, que Jesús nazareno era Rey de los judíos sino que lo cambiasen diciendo que él decía que era tal Rey. Pero Cayo Casio, el comandante de aquellos soldados les respondió con las mismas palabras que su superior: “lo escrito, escrito está”. Y es que, como pensó entonces Cayo, aquellos judíos podían llegar a desesperar a cualquiera.

Y así pasaron unas horas. Al parecer, la cosa se estaba alargando más de la cuenta y aquellos condenados se resistían a morir.

Los judíos que tenían el dominio de la situación empezaron a ponerse nerviosos. Debían morir antes de que se hiciese de noche. Y argumentaron algo acerca de su fe y del sábado, gran fiesta de Pascua. Entonces Cayo se sirvió del método que mejor venía para aquel caso: ordenó a uno de sus soldados que quebrase las rodillas a los condenados. Eso aceleraría mucho la muerte.

El primero de ellos, Gestas, al ver venir al soldado con la enorme maza no pudo, ¡qué menos!, que gritar. Sabía lo que eso suponía. Nada pudo hacer para evitar el terrible golpe que le asestó el soldado en cada una de sus rodillas.

Pero Dimas, que también sabía lo que le venía encima, no pudo más que mirar a Jesús y esperar que lo que había prometido se cumpliese. Y cuando fue golpeado no podía negar que hasta agradeció que se le adelantara la muerte.

Y llegó el momento de hacer lo propio con aquel que estaba en el centro de aquellas cruces. Es bien cierto que todos habían escuchado, con claridad, como el nazareno había dicho, con el último aliento, que entregaba a Dios su espíritu y que, entonces, exhaló su último aliento y murió. Sin embargo, debían cumplir con aquel brutal protocolo y se dispusieron a golpear en las rodillas. Cayo Casio, sin embargo, se había dado cuenta de todo y no quiso que se le quebrase ningún hueso. Por eso, a modo de cumplir con el procedimiento, cogió una lanza y le atravesó el corazón. Entonces comprobaría, sin ninguna duda, si había o no muerto aquel hombre.

Lo que pasó entonces no lo acabó de comprender hasta mucho tiempo después. Y es que cuando hendió la punta de la lanza en el corazón del crucificado salió, de inmediato, sangre y agua. Y no es que saliera sin más sino que fue a rociar, de lleno, su cara y sus manos.

Lo que sintió en aquel momento fue algo así como un fuego que le comía por dentro. No era nada malo ni mortal sino como una especie de quemazón que lo purificó y lo convirtió, de inmediato, en discípulo suyo. Por eso no pudo, ¡qué menos!, que exclamar que aquel era, verdaderamente, hijo de Dios. Entonces acabó de comprender que todo lo que había creído y pensado en las últimas horas se confirmaba con aquella injusta muerte.

El centurión

En realidad, de la vida de aquel soldado romano que asistió a la crucifixión, en aquel momento, sabemos poco. Sin embargo, es cierto que intervino de una forma más que directa en el trayecto que llevó a Jesús desde Jerusalén al Gólgota.

Aquel hombre debía hacer posible que los condenados llegaran al monte Calvario sin sufrir más de lo que ya estaban sufriendo. Por eso tuvo que recordar, muchas veces, que por mucho que dudara de la legitimidad de aquello debía hacer lo que era su obligación.

Cayo Casio era un hombre duro. Había combatido en muchas batallas y aquel destino, tan lejos de Roma, se le estaba haciendo bastante insoportable. Algo así le parecía al Gobernador Pilato porque él tampoco estaba a gusto entre aquellos judíos demasiado proclives a no aceptar la dominación romana y menos aun sus impuestos.

Pero para aquel centurión, al que hemos dado en llamar Longinos, todo empezó cuando todo, precisamente, terminaba; aquel centurión que alancea a Cristo; aquel sobre el que cae agua y sangre; aquel que, en fin, ve su corazón cambiado y venido a ser de carne.

Lo que Cristo tiene por bueno y mejor

Ciertamente que mi camino no ha sido fácil. Y no me refiero sólo a éste, no, sino a toda mi vida de predicador de la Buena Noticia. Por eso no tuve más remedio que decir, una vez, que no tenía ni donde recostar la cabeza que es lo mínimo que debe tener un hijo de Dios.

Sin embargo, no puedo decir que eso haya tenido demasiada importancia. Y es que mi Padre siempre ha proveído, como trabajador que he sido de su mies, de todo aquello que me ha sido necesario.

Pero ahora, que estoy a punto de volver a la Casa de Dios, es cuando aprecio especialmente lo que han hecho algunos hermanos míos.

A lo mejor él cree que no se ha dado cuenta de cómo ha actuado en este trayecto. Es cierto que no ha sido muy largo porque entre Jerusalén y este monte no hay más que unos cientos de metros. Sin embargo, bien sé que han sido más que difíciles. Y digo que el centurión que comanda este grupo que aquí me ha traído no se debe haber dado cuenta de que lo he mirado muchas veces. Puedo decir, por eso mismo, que es un hombre justo.

Es cierto que su labor es ingrata pero también lo es que sabe muy bien que todo mi proceso ha sido mal llevado, que había muchos que me tenían envidia y que, por eso, estoy aquí ahora, casi a punto de morir.

Este hombre, de entre los soldados romanos, procura cumplir con las órdenes pero hace lo posible para que su cumplimiento no produzca males mayores a los que pretende evitar. Por eso muchas veces, en este mi camino de sangre, ha procurado que no se me hiciera más daño del que ya llevaba sobre mi cuerpo. Incluso ha tenido que reprender más de una vez a sus hombres que, en realidad, no han sabido nunca lo que hacen y tienen menos culpa que aquellos que me han entregado a esta muerte infamante.

En realidad, me recuerda su actitud a aquel otro que quiso que curara a un siervo suyo que estaba enfermo. No le parecía necesario que acudiese a su casa porque creía que una palabra mía sería suficiente para curarlo. Y no tuve más remedio que ponerlo como ejemplo de fe y de confianza. Es así, un romano como aquel otro que manifestó una fe que no sabía que tenía. 

 

De nosotros mismos a Cristo

Hermano Jesucristo. A punto estás de morir en la Cruz. Muchos han querido aprovechar tu indefensión de hecho y de palabra para zaherirte aún más. Algunos, incluso, te han golpeado en un descuido de los soldados romanos.

Nosotros, también, hemos caído muchas veces en tal tipo de tentación. Te pedimos perdón por esa actitud que nada tiene que ver con la que debe manifestar un hermano hacia otro hermano y, más aún, sabiendo que tal hermano eres Tú, Hijo de Dios y Dios mismo hecho hombre.

Nosotros, hermano Cristo, queremos ser como aquel centurión que acabó convirtiéndose pero que apreció, mucho antes, que allí pasaba algo demasiado anormal. Supo apreciar la maldad y procuró corregirla en cuanto pudo. Y nosotros que sí sabemos Quién eres ¿vamos a hacer menos?

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Hay un camino que recorrió Cristo que nos salvó a todos.

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