Serie “De Jerusalén al Gólgota” – VIII - Los dos ladrones

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.

Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.

Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano.

VIII - Los dos ladrones

                                    

Como sabemos que nada pasa por casualidad es bien cierto que aquellos dos hombres estaban allí porque debían estar. Hay leyendas (a lo mejor evangelios apócrifos) que sitúan a Dimas y a Gestas, aquellos dos hombres, en el camino en el que Jesús hizo con María y José hacia Egipto. Es decir, que era una posibilidad que se hubiesen conocido antes en algún momento de sus vidas.

Sin embargo, eso importa bien poco. Lo que sí importa es que estaban allí, en aquel preciso momento en el que a Jesús le pusieron encima su instrumento de tortura. Ellos, por cierto, también llevaban el suyo.

La vida que habían llevado aquellos dos, conocidos como los ladrones, había sido de todo menos virtuosa. Seguramente habían cometido muchos delitos y alguno de ellos sería el que les había llevado al momento en el que ahora estaban.

Es cierto que los llevaban a los tres pero también sería cierto pensar que casi toda la atención de los soldados y matarifes estaba puesta en Jesús. Era el preso más famoso y no le quitaban la vista de encima. Y, como sabemos, tuvieron “atenciones” muy particulares con Él.

Así, por ejemplo, nada se dice en las Sagradas Escrituras de que a Dimas y a Gestas los maltratasen antes de llevarlos al matadero; ni que les golpearan, les escupieran o les flagelaran. Ellos, por eso mismo, estaban bastante frescos para cargar con su peso de madera. Y es que tampoco se dice que nadie tuviera que echarles una mano. No. Sólo es Cristo en quien se fijan, sólo el Señor quien cae repetidas veces en su camino hacia el Gólgota.

A ellos, pues, se les deja caer el madero que han de acarrear. Se lo sujetan con cuerdas que serán las mismas con las que luego les aten para que no caigan de la cruz. Y es que en esto también han diferencias de grado: a ellos tan sólo los sujetan; a Cristo lo clavan a la madera…

¿Qué pensarían aquellos hombres allí mismo, cuando veían que un hombre como ellos recibía tantos improperios?

-Mira, Dimas, debe ser famoso. Incluso más ladrón que nosotros…

-Calla, Gestas. No ves cómo lo han dejado al pobre hombre. Al menos te podrías alegrar de que no hayan hecho eso con nosotros porque sabes que, por nuestros delitos, bien que lo podían haber hecho.

-No –repuso Gestas- si ahora hasta vamos a tenerle lástima.

-Pero no ves, Dimas, cómo se abraza a la cruz. ¿Es que no ves que la ha besado?

-Sí, seguramente, delira o algo por el estilo.

-Me parece Gestas que tú tienes el corazón demasiado duro.

-¡Bah!, anda y camina que aun nos azotarán con sus látigos…

Y en eso estaba la cosa cuando vieron caer a Jesús por primera vez. Tuvieron que parar en seco porque, de no haberlo hecho, además lo habrían atropellado. Por lo menos podían descansar un poco. Y es que aquellos dos ladrones, doloridos por el peso que llevaban encima les venía muy bien parar de tanto en tanto. Aquel hombre que llevaba la cruz y al que todos prestaban demasiada atención cayó todavía muchas veces y si no hubiera sido por aquel Simón al que obligaron a cargar con la cruz yendo a su lado no hubiera llegado vivo al monte.

Con gran esfuerzo llegaron a la base del montículo en el que, por costumbre, hacían cumplir las sentencias más graves. Dimas y Gestas miraron hacia arriba y lo que vieron no les gustó nada de nada.

A una distancia de unos pocos metros unos soldados se daban prisa en preparar el palo vertical de la cruz. No había excesivo alboroto sino un extraño silencio que Dimas identificó con el de la muerte. En efecto, todo aquello lo estaban preparando para ellos y, también para aquel que les acompañaba.

-Mira, Dimas, todo eso es por nosotros.

Pero Dimas tenía poco que decir. Ahora miraba al hombre que iba con ellos. No era normal que con lo que le habían hecho antes de darle la cruz y con lo que ahora le estaban haciendo, ni siquiera hubiera injuriado alguna vez a sus matarifes. Por mucho menos su compañero Gestas había proferido palabras que no podía ni repetir.

Y llegaron arriba.

Nadie que no estuviera en aquella situación podía imaginar siquiera lo que pasaba por el corazón de Dimas y Gestas. Sin embargo, ni pensaban lo mismo el uno y el otro ni llegaban a la misma conclusión. Y es que mientras a Gestas aquello le parecía algo exagerado y no creía que merecieran una muerte tan terrible como era la de morir en la cruz, a Dimas todo aquello que les estaba pasando era el resultado de escoger un camino nada recomendable. Lo que, en definitiva, quería Dimas era que lo tenían bien merecido.

Cuando Jesús llegó a la cima de aquel montículo obligaron a Simón a alejarse de allí. Ya había cumplido con la misión para la que lo habían escogido y no querían saber nada más de él. Pero, ¡qué cosas pasan en la vida!, cuando le endilgaron la cruz sin esperarlo no quería saber nada ella y menos aún llevarla y ahora, tan sólo unos cientos de metros después no quería dejar allí a su compañero de sufrimiento.

Sin embargo, tenía que hacerlo. Los soldados romanos eran famosos por no tener contemplaciones ni miramiento alguno con aquellos que infringían sus normas. Tenía, pues, que marcharse aunque nadie le iba a obligar a no quedarse muy cerca para no dejar de ver el final de aquello.

Cuando los habían colgado empezó a empeorar el tiempo. Lo que había sido un apacible día del mes de abril comenzó a oscurecerse y a amenazar lluvia. Y es que allí estaba pasando algo que se salía de lo normal.

Tal era el pensamiento de Dimas cuando Gestas empezó a gritar mirando a Jesús (ahora ya sabían cómo se llamada porque los soldados habían colocado en su cruz un cartel que decía que era Jesús de Nazaret, Rey de los judíos). Pensó, entonces, Dimas, que los romanos creían que estaban crucificando a el Mesías o, mejor, a un Mesías en el que no creían. Es decir, al Cristo de Dios.

Gestas había mirado con odio a Jesús. No sabía bien la razón de aquella forma de actuar pero así lo había mirado.

-¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo! ¡Sálvanos a nosotros!

Dimas pensaba que aquello no estaba nada bien.  Y es que poco a poco, conforme habían ido caminando detrás de Jesús, se había dado cuenta de lo que ahora quedaba confirmado: aquel hombre era, de verdad, el Mesías. Y es que sólo quien lo fuera podía haber sido capaz, en sus circunstancias, de pedir a Dios por aquellos que lo estaba matando.

-¿Es que no temes a Dios?, dijo Dimas mirando a Gestas con gesto contrariado. ¿Acaso no te das cuenta de que nosotros estamos aquí porque nos hemos merecido estar pero este hombre es inocente de toda culpa y no debería estar ni así como está ni aquí mismo?

Y miró a Jesús. Lo miró como quien mira a alguien de quien puede esperarse mucho.

-Jesús, le dijo, acuérdate de mí. Acuérdate cuando vengas con tu Reino.

Eso es lo que pudo decir Dimas. Y lloró; lloró por él pero más por Jesús a quien sabía víctima de muchos envidiosos y egoístas.

Y Jesús lo miró con una mirada que supuso mucho para Dimas. No era una mirada sólo de comprensión sino mucho más… era una mirada de pleno amor.

Y entonces le dijo:

-Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.

Y Dimas supo que eso lo había salvado y conoció perfectamente y al instante a su Salvador.

Dimas y Gestas

Aquellos hombres habían llevado una vida poco recomendable. Ni eran buenos judíos ni estimaban para nada llevar una vida piadosa. Es más, muchas veces habían rehusado cumplir las prácticas religiosas que eran comunes entre los de su religión. Y por eso, además de por la existencia que llevaban, eran más que mal vistos.

De ellos sabemos poco. Sin embargo, el comportamiento de uno y de otro en aquellos últimos momentos de la Pasión de Jesucristo, muestran la conversión de Dimas y el empecinamiento de Gestas. Así, mientras el primero de ellos comprendió que Jesús era el Mesías y que sólo a Él podía  dirigirse para encauzar, aunque fuera en aquellos últimos momentos, su mala vida.

Dimas y Gestas tuvieron una aparición fugaz en la vida del Hijo de Dios. Sin embargo, son el ejemplo de lo que se puede salvar a última hora y de lo que se pierde para siempre.

Lo que Cristo tiene por bueno y mejor

Pobres hombres estos dos que me acompañan al matadero. Ellos no son el Cordero de Dios. Por eso abren la boca muchas veces para proferir palabras poco agradables de escuchar y muy ofensivas. Seguramente creen que es la única forma de manifestar su disconformidad con la sentencia que los ha condenado a muerte infamante e ignominiosa.

Él seguramente no se acuerda. Yo tampoco, la verdad, pero mi madre me dijo en una ocasión que, camino de Egipto encontramos a un niño con lepra y que le dijo a su madre que lo lavara en el agua en la que antes me había lavado a mí. Aquel niño curó de aquella terrible enfermedad. Luego me dijo (años más tarde) que se llamaba Dimas. A lo mejor es el mismo Dimas que quedó curado de aquella santa y divina manera.

De todas formas, deben estar sufriendo mucho. En cuanto a su carga, casi igual que la mía, deben de haberse producido bastantes llagas en la espalda. Sobre ella descansa el tronco que les han puesto. Y ellos no tienen el consuelo de saber que su muerte va a valer para algo. Seguramente deben creer que daría lo mismo que los hubieran condenado a otra cosa que no fuera aquella forma de morir tan terrible y tan descalificante socialmente hablando, pero no deben sentirse con muchas más fuerzas que emplean (sobre todo uno de ellos) en maldecir a los que los llevan a una muerte programada y prontamente cumplida.

Yo, la verdad, les tengo mucha lástima. Y es que su vida ha de haber sido terrible para que los hayan condenado a morir en una cruz. Sólo a los considerados bandidos más terribles se les reserva este tipo de muerte. Y, en eso, somos iguales en lo tocante al tipo de muerte que nos van a procurar. Sin embargo, de lo otro, de la fe que pudiera haberles salvado… nada de nada. Sólo ellos parece algo dispuesto a reconocer el mal hecho. Al menos ese habrá sido capaz de cambiar su corazón y es posible hasta que se libre de la Gehenna.

De nosotros mismos a Cristo

Como Dimas o como Gestas. Nosotros podemos ser como uno y otro de aquellos que te acompañaron en los últimos momentos de tu vida.

En verdad, es bien cierto que demasiadas veces somos como aquel que te maldice; como aquel que, estando en la misma situación que Tú, no comprende que eres inocente y que no debes estar en ella. Y, entonces, no es que no queramos manifestar que conocemos quién eres sino que, encima, somos capaces de echarte a ti las culpas de lo que nos pasa.

Te pedimos perdón, Cristo, por las veces que no somos capaces de ser como Dimas que, aun llevando una mala vida, es digno de darse cuenta de tu divinidad aunque sea al final de su vida. Nosotros, por eso, queremos que perdones un atrevimiento tan grande como el que mostramos casi siempre.

 

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Hay un camino que recorrió Cristo que nos salvó a todos.

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