Serie Huellas de Dios .-13.- Sacerdotes

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Presentación de la serie

Huellas de Dios

Las personas que no creen en Dios e, incluso, las que creen pero tienen del Creador una visión alejada y muy distante de sus vidas, no tienen la impresión de que Quién los mira, ama y perdona, puede manifestarse de alguna forma en sus vidas.

Así, cuando el Amor de Dios lo entendemos como el actuar efectivo de quien no vemos puede llegar a parecernos que, en definitiva, poco importa lo que pueda hacer o decir Aquel que no vemos, tocamos o, simplemente, podemos sentir.

Actuar de tal manera de permanecer ciego ante lo que nos pasa y no posibilitar que Dios pueda ser, en efecto, alguien que, en diversos momentos de nuestra vida, pueda hacer acto de presencia de muchas maneras posibles.

En diversas ocasiones, por tanto, se producen inspiraciones del Espíritu Santo en nuestro corazón que muestran la presencia de Dios de forma firme y efectiva. Las mismas son, precisamente, “Huellas de Dios” en nuestras vidas porque, en realidad, nosotros somos su semejanza y, como tal, deberíamos encontrar a nuestro Creador, sencillamente, en todas partes.

No es algo dado a personas muy cualificadas en lo espiritual sino posibilidad abierta a cada uno de nosotros. Por eso no podemos hacer como si Dios estuviera en su reino mirando a su descendencia sin hacer nada porque cada día, a nuestro alrededor y, más cerca aún, en nosotros mismos, se manifiesta y hace efectiva su paternidad.

Las huellas de Dios son, por eso mismo, formas y maneras de hacer cumplir, en nosotros, la voluntad de Creador que, así, nos conforma para que seamos semejanza suya y, en efecto, lo seamos porque, como ya dejó escrito San Juan, en su primera Epístola (3, 1) es bien cierto que, a pesar de los intentos de evadirse de la filiación divina, no podemos preterirla y, como mucho, miramos para otro lado porque no es de nuestro egoísta gusto cumplir lo que Dios quiere que cumplamos.

Sin embargo, el Creador no ceja en su voluntad de llamarnos y sus huellas brillan en nuestro corazón siendo, en él, la siembra que más fruto produce.

13.- Sacerdotes

En el Discurso (marzo 2009) que Benedicto XVI ofreció a los participantes de la Plenaria de la Congregación para el Clero, dijo, por ejemplo, lo siguiente:

La centralidad de Cristo trae consigo la justa valoración del sacerdocio ministerial, sin la cual no existirían ni la Eucaristía ni, por tanto, la misión ni la misma Iglesia. En este sentido es necesario vigilar para que las ‘nuevas estructuras’ u organizaciones pastorales no estén pensadas para un tiempo en el que se debería ‘minusvalorar’ el ministerio ordenado, partiendo de una interpretación errónea de la justa promoción de los laicos, porque en tal caso se pondrían los presupuestos para la ulterior disolución del sacerdocio ministerial y las eventuales presuntas ’soluciones’ vendrían a coincidir dramáticamente con las reales causas de los actuales problemas ligados al ministerio”.

No deja de ser importante que un sacerdote, ahora también Papa, diga que, en realidad, sin su misma figura, no existiría la Eucaristía. Pero, además, que no existiría la misma Iglesia no deja de ser cierto porque es en la mano del sacerdote donde se encuentra la posibilidad real y efectiva de llevar a cabo el recordatorio del sacrificio de Cristo, de la entrega de su cuerpo y de su sangre.

Por eso, en la Carta que el Beato Juan Pablo II dirigió a los sacerdotes, en el Jueves Santo de 1996, les dijo (nos dijo) algo que es muy importante no olvidar:

Gloria Dei vivens homo. El sacerdote, cuya vocación es dar gloria a Dios, está al mismo tiempo influenciado profundamente por la verdad contenida en la segunda parte de la ya citada expresión de san Ireneo: vivens homo. El amor por la gloria de Dios no aleja al sacerdote de la vida y de todo lo que la conforma; al contrario, su vocación lo lleva a descubrir su pleno significado.

¿Qué quiere decir vivens homo? Significa el hombre en la plenitud de su verdad, es decir, el hombre creado por Dios a su propia imagen y semejanza; el hombre al cual Dios ha confiado la tierra para que la domine; el hombre revestido de una múltiple riqueza de naturaleza y de gracia; el hombre liberado de la esclavitud del pecado y elevado a la dignidad de hijo adoptivo de Dios
” (Carta sacerdotes 1996, 7)

Pero, tampoco podemos olvidar lo que el venerado Pablo VI dejó escrito en el Decreto Presbyterorum Ordinis (sobre el Ministerio y Vida de los Presbíteros) porque afecta a uno de los aspectos que, de vez en cuando, salta a la palestra de la actualidad: el celibato sacerdotal. Pues, sobre eso, Pablo VI dijo que

El celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Porque toda la misión del sacerdote se dedica al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita en el mundo por su Espíritu, y que trae su origen ‘no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios’ (Jn 1, 13). Los presbíteros, pues, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos, se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso, se dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo”.

Por eso nunca será extensa una oración por el sacerdote. Hijo de Dios, hermano nuestro y privilegiado por tener el oído del corazón dispuesto a no taponarlo cuando, llamado por Dios, se deja convencer por el Espíritu que le ha soplado algo bueno y benéfico.

Por eso, aunque sea una mera copia de la original, me complace enormemente, hacer uso de la oración que se ha venido a establecer para loar al sacerdote, admirar su labor y pedir a Dios por su persona, alma y corazón:

Señor Jesús:

En San Juan María Vianney Tu has querido dar a la Iglesia la imagen viviente y una personificación de tu caridad pastoral.
Ayúdanos a bien vivir en su compañía, ayudados por su ejemplo en este Año Sacerdotal.

Haz que podamos aprender del Santo Cura de Ars delante de tu Eucaristía; aprender cómo es simple y diaria tu Palabra que nos instruye, cómo es tierno el amor con el cual acoges a los pecadores arrepentidos, cómo es consolador abandonarse confidencialmente a tu Madre Inmaculada, cómo es necesario luchar con fuerza contra el Maligno.

Haz, Señor Jesús, que, del ejemplo del Santo Cura de Ars, nuestros jóvenes sepan cuánto es necesario, humilde y generoso el ministerio sacerdotal, que quieres entregar a aquellos que escuchan tu llamada.

Haz también que en nuestras comunidades — como en aquel entonces la de Ars — sucedan aquellas maravillas de gracia, que tu haces que sobrevengan cuanto un sacerdote sabe «poner amor en su parroquia”.

Haz que nuestras familias cristianas sepan descubrir en la Iglesia su casa — donde puedan encontrar siempre a tus ministros — y sepan convertir su casa así de bonita como una iglesia.

Haz que la caridad de nuestros Pastores anime y encienda la caridad de todos los fieles, en tal manera que todas las vocaciones y todos los carismas, infundidos por el Espíritu Santo, puedan ser acogidos y valorizados.

Pero sobre todo, Señor Jesús, concédenos el ardor y la verdad del corazón a fin de que podamos dirigirnos a tu Padre celestial, haciendo nuestras las mismas palabras, que usaba San Juan María Vianney:

“Te amo, mi Dios, y mi solo deseo
es amarte hasta el último respiro de mi vida.
Te amo, oh Dios infinitamente amable,
y prefiero morir amándote
antes que vivir un solo instante si amarte.
Te amo, Señor, y la única gracia que te pido
es aquella de amarte eternamente.
Dios mío, si mi lengua
no pudiera decir que te amo en cada instante,
quiero que mi corazón te lo repita
tantas veces cuantas respiro.
Ti amo, oh mi Dios Salvador,
porque has sido crucificado por mi,
y me tienes acá crucificado por Ti.
Dios mío, dame la gracia de morir amándote
y sabiendo que te amo’. Amen
”.

Y sean, siempre, bendecidos por Dios que, en su corazón, los ha elegido para bien nuestro y también para que, en sus tribulaciones, se sientan siempre acompañados por sus hermanos en la Fe.

Eleuterio Fernández Guzmán

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