Las llaves de Pedro – Consideraciones sobre Lumen fidei - Maternidad eclesial de la fe católica
El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen Gentium, 23)
En los siguientes artículos vamos a tratar de comentar la primera Carta Encíclica del Papa Francisco. De título “Lumen fidei” y trata, efectivamente, de la luz de la fe.
Maternidad eclesial de la fe católica
La Iglesia, madre de nuestra fe
37. Quien se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede retener este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se transmite también como palabra y luz. El apóstol Pablo, hablando a los Corintios, usa precisamente estas dos imágenes. Por una parte dice: ‘Pero teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: Creí, por eso hablé, también nosotros creemos y por eso hablamos’ (2 Co 4,13). La palabra recibida se convierte en respuesta, confesión y, de este modo, resuena para los otros, invitándolos a creer. Por otra parte, san Pablo se refiere también a la luz: ‘Reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen’ (2 Co 3,18). Es una luz que se refleja de rostro en rostro, como Moisés reflejaba la gloria de Dios después de haber hablado con él: ‘[Dios] ha brillado en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo’ (2 Co 4,6). La luz de Cristo brilla como en un espejo en el rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo que también nosotros podamos participar en esta visión y reflejar a otros su luz, igual que en la liturgia pascual la luz del cirio enciende otras muchas velas. La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama. Los cristianos, en su pobreza, plantan una semilla tan fecunda, que se convierte en un gran árbol que es capaz de llenar el mundo de frutos.
38. La transmisión de la fe, que brilla para todos los hombres en todo lugar, pasa también por las coordenadas temporales, de generación en generación. Puesto que la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a lo largo del tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al ‘verdadero Jesús’ a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente del ‘yo’ individual, que busca en sí mismo la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de la mía. Pero ésta no es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en relación. Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el encuentro con otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a través de otros, guardado en la memoria viva de otros. El conocimiento de uno mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo mismo sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe. San Juan, en su Evangelio, ha insistido en este aspecto, uniendo fe y memoria, y asociando ambas a la acción del Espíritu Santo que, como dice Jesús, ‘os irá recordando todo’ (Jn 14,26). El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía de nuestro camino de fe.
39. Es imposible creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción individual que se hace en la intimidad del creyente, no es una relación exclusiva entre el ‘yo’ del fiel y el ‘Tú’ divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al ‘nosotros’, se da siempre dentro de la comunión de la Iglesia. Nos lo recuerda la forma dialogada del Credo, usada en la liturgia bautismal. El creer se expresa como respuesta a una invitación, a una palabra que ha de ser escuchada y que no procede de mí, y por eso forma parte de un diálogo; no puede ser una mera confesión que nace del individuo. Es posible responder en primera persona, ‘creo’, sólo porque se forma parte de una gran comunión, porque también se dice ‘creemos’. Esta apertura al ‘nosotros’ eclesial refleja la apertura propia del amor de Dios, que no es sólo relación entre el Padre y el Hijo, entre el ‘yo’ y el ‘tú’, sino que en el Espíritu, es también un ‘nosotros’, una comunión de personas. Por eso, quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a difundirse, a compartir su alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que las dimensiones de su ‘yo’ se ensanchan, y entabla nuevas relaciones que enriquecen la vida. Tertuliano lo ha expresado incisivamente, diciendo que el catecúmeno, ‘tras el nacimiento nuevo por el bautismo’, es recibido en la casa de la Madre para alzar las manos y rezar, junto a los hermanos, el Padrenuestro, como signo de su pertenencia a una nueva familia.
La Iglesia católica, lugar físico y espiritual donde se incardinan los hijos de Dios que han sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es espacio privilegiado de Fe. Por tanto, no es extraño que el autor de Lf defienda la verdad según la cual en el seno de la misma, y desde ella hacia el mundo que la rodea, la luz de la fe asienta su realidad y procura sea difundida.
Fe e Iglesia católica no se entienden una sin la otra. Y, por tanto, la luz de la fe ilumina el caminar de la Esposa de Cristo que, por serlo, es instrumento de salvación de la humanidad toda si la misma no caminara demasiado equivocada con otro tipo de opciones religiosas que no son la verdad.
Pero es que quien pertenece a la Iglesia católica, tiene una fe y goza con ella, no puede esconderla bajo cualquier celemín de tranquilidad, de egoísmo o de otro tipo de circunstancias personales. Y eso no puede ser bueno ni mejor para el alma de quien se llama católico porque la luz de la fe, que ilumina el camino de la Iglesia católica ha de ser conocida y gozada por todo aquel que no la conoce o que, conociéndola, la ha olvidado o la hace de menos por falta de unidad de vida y, al fin y al cabo, de consecuencia religiosa y espiritual.