Serie “Los barros y los lodos”- Los barros – 4 - El orgullo, la soberbia y el egoísmo

 

“De aquellos barros vienen estos lodos”. 

Esta expresión de la sabiduría popular nos viene más que bien para el tema que traemos a este libro de temática bíblica. 

Aunque el subtítulo del mismo, “Sobre el pecado original”, debería hacer posible que esto, esta Presentación, terminara aquí mismo (podemos imaginar qué son los barros y qué los lodos) no lo vamos a hacer tan sencillo sino que vamos a presentar lo que fue aquello y lo que es hoy el resultado de tal aquello. 

¿Quién no se ha preguntado alguna vez que sería, ahora, de nosotros, sin “aquello”?

“Aquello” fue, para quienes sus protagonistas fueron, un acontecimiento terrible que les cambió tanto la vida que, bien podemos decir, que hay un antes y un después del pecado original. 

La vida, antes de eso, era bien sencilla. Y es que vivían en el Paraíso terrenal donde Dios los había puesto. Nada debían sufrir porque tenían los dones que Dios les había dado: la inmortalidad, la integridad y la impasibilidad o, lo que es lo mismo, no morían (como entendemos hoy el morir), dominaban completamente sus pasiones y no sufrían nada de nada, ni física ni moralmente. 

A más de una persona que esté leyendo ahora esto se le deben estar poniendo los dientes largos. Y es que ¿todo eso se perdió por el pecado original? 

En efecto. Cuando Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, lo dota de una serie de bienes que lo hacen, por decirlo pronto y claro, un ser muy especial. Es más, es el único que tiene dones como los citados arriba. Y de eso gozaron el tiempo que duró la alegría de no querer ser como Dios… 

Lo que no valía era la traición a lo dicho por el Creador. Y es que lo dijo con toda claridad: podéis comer de todo menos de esto. Y tal “esto” ni era una manzana ni sabemos qué era. Lo de la manzana es una atribución natural hecha mucho tiempo después. Sin embargo, no importa lo más mínimo que fuera una fruta, un tubérculo o, simplemente, que Dios hubiera dicho, por ejemplo, “no paséis de este punto del Paraíso” porque, de pasar, será la muerte y el pecado: primero, lo segundo; lo primero, segundo. 

¡La muerte y el pecado! 

Estas dos realidades eran la “promesa negra” que Dios les había hecho si incumplían aquello que no parecía tan difícil de entender. Es decir, no era un castigo que el Creador destinaba a su especial creación pero lo era si no hacían lo que les decía que debían hacer. Si no lo incumplían, el Paraíso terrenal no se cerraría y ellos no serían expulsados del mismo. 

Y se cerró. El Paraíso terrenal se cerró. 

Los barros – 4 - El orgullo, la soberbia y el egoísmo

 

El hombre y la mujer, como hemos dejado dicho arriba, vivían en el mejor de los mundos. El Paraíso, como podemos imaginar, era la parte de la creación de Dios hecha a propósito para que las dos criaturas hechas a imagen y semejanza suya vivieran de la mejor forma posible. 

Como sabemos, allí no podían carecer de nada y nada les faltaba. Pero, al parecer, había algo que no acababa de colmar su corazón. 

Y se dejaron llevar por el orgullo, la soberbia y el egoísmo.

 Estos tres vicios han hecho muy daño al ser humano desde que el mismo quiso hacer uso de ellos en abundancia. Es decir, desde que Adán y Eva fueron orgullosos, soberbios y egoístas no ha habido manera de que el género humano se haya desembarazado de tan grandes males que, como tales, traen muy malas consecuencias para quien se deja llevar por tales desviaciones del alma. 

De todas formas, podemos establecer un, a modo, de orden entre tales comportamientos errados. Así, ponemos en primera posición a la soberbia, madre, seguramente, de todo lo demás. 

La soberbia produce en el ser humano una sensación difícil de evadir. Y es que quien así se siente, cree estar por encima de los demás y, al fin y al cabo, cree tener una serie de derechos que son, exclusivamente suyos. Vamos, que se cree el centro del universo-mundo. 

Seguramente, ni Adán ni Eva habían sido soberbios hasta entonces. Es decir, su comportamiento, hasta que la serpiente se puso en contacto con ellos era tan inocente que no cabía, en sus vidas, un ser así, tan alejados de Dios. 

Pero llegó el momento esperado por Satanás. 

En Génesis 3 se encuentra, a nuestro entender, el origen de la soberbia. Y es que la serpiente, a lo dicho por Eva en cuanto a que conoce lo que Dios ha dicho sobre no comer del árbol que está en medio del jardín, dice esto (Gn 3, 5):

 

“Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”.

 

Y entonces, precisamente entonces, entró     la soberbia en el corazón del hombre. 

El hecho mismo de dejarse atrapar por la soberbia puso, de inmediato, de manifiesto, tanto el egoísmo como el orgullo.

De forma orgullosa actuaron Adán y Eva cuando creyeron que podían ser como dioses tan sólo por comer del fruto de un árbol. Eso, además, manifestaba una ignorancia muy a la par de la inocencia. 

Pero ellos, manifestaron un amor excesivo a sí mismo y descuidaron todo lo demás (el amor debido a Dios, el seguir sus instrucciones al pie de la letra, obedecerle, en suma) exagerando el interés propio. Es decir, fueron, también, egoístas cuando decidieron seguir lo que les había dicho aquel animal que se les acercó con insidiosa pregunta (Gn 3,1):

 

“¿Cómo es que Dios os ha dicho: no comáis de ninguno de los árboles del jardín?” 

 

Y tal pregunta es la propia que se hace a un niño para que caiga en la trampa de responder, precisamente, lo que quería escuchar Satanás. Y es que, no obstante, en el mismo capítulo y número del Génesis (poco antes de lo aquí traído) se dice que

 

“La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahveh Dios había hecho”.

 

Y tal astucia la aplicó, no sin dolo (1), contra los más inocentes de los seres allí presentes: Adán y Eva. Y eran los más inocentes porque, teniendo inteligencia, dones y gracias muchos más que otros seres allí puestos por Dios, no habían incurrido, todavía, en creer que ellos también podían ser dioses. Y en eso colaboró, de forma necesaria, la soberbia. Por eso decimos que, dadas sus capacidades, eran lo más inocentes de todos. 

Conviene abundar en el tema de la soberbia por ser el padre de los otros vicios. Decimos el padre porque trátase de un comportamiento manifestado por quien no se da cuenta de lo que supone actuar de según qué forma. 

Pues bien, bajo el influjo de la soberbia, aquellos dos primeros seres humanos se cegaron. 

La ceguera aquella que les impedía ver la realidad de las cosas, Quien los había creado y cuál eran las normas impuestas y establecidas en el Paraíso para que la vida de las criaturas allí presentes, digamos, se llevaran bien entre ellas y, desde ellas, con su Creador; la ceguera, decimos, enturbió el corazón de Adán y Eva hasta tal punto que no fueron capaces de apreciar la trampa puesta que Satanás, en forma de serpiente, les había tendido. 

Aquel animal conocía muy bien la inocencia de nuestros Primeros Padres. Por eso excitó en ellos la posibilidad de ser más. Es decir, siendo, como eran, más que felices en el Jardín, ¿podrían serlo más?, o, mejor, ¿no tenían suficiente con aquella felicidad? ¿acaso se aburrían y buscaban algún tipo de emoción espiritual? 

Suponemos que aquellas preguntas, hechas a la luz de una posibilidad como la que les proponía aquel animal que se dirigió a Eva, supusieron un tormento no pequeño para la primera mujer. ¿Se debatió mucho tiempo entre el sí y el no? 

Nosotros no sabemos, como es fácil suponer, qué pasó por el inocente corazón de Eva. Sin embargo, como sabemos el resultado de sus cuitas espirituales (seguro que las tuvo porque sabía la existencia de la prohibición expresa, nada de imaginada, de no comer del fruto de aquel árbol) llegamos a la conclusión que decidió que sí, que podía comer de aquello que le ofrecía la serpiente. De todas formas ¿qué daño podría producirle aquello? 

Sobre esto no podemos negar que Eva cometió un terrible error, primero, al no recordar lo que Dios les había dicho al respecto de su prohibición pero, en segundo lugar, parece que olvidó también que Dios todo lo veía… 

Por otra parte, de lo que sí estamos seguros es de que Satanás conocía todo eso: la prohibición sobre no comer de aquello (por eso excitó que se comiera) y que Dios lo veía todo. Es más, estaba más que seguro que aquello traería malas consecuencias para sí mismo pero siendo su naturaleza como era… era difícil que hiciera cosa distinta de lo que hizo. Y si Dios puso a prueba al ser humano creado a su imagen y semejanza, más que seguro estaba el Creador de que aquel ángel caído iba a manifestarse como era porque así lo había hecho desde el mismísimo momento de separarse de Quien lo había creado como espíritu bueno y malo vino a ser. 

Pero la soberbia ganó la batalla. Y tras ella, todo lo demás, todo vicio adherido a una piel tan insana como la que viste creerse más de lo que se es y, más que nada, querer ser, al menos, igual a Dios. ¡Semejante necedad sólo podía tener el castigo que se merecía! 

Ellos, en realidad, Adán y Eva, no quisieron obviar la tentación. Hicieron inútil una parte de la oración que, muchos siglos después, el Hijo de Dios (enviado al mundo por el Todopoderoso para corregir muchos errores cometidos por el hombre): “no nos dejes caer en la tentación”. Y es que ellos prefirieron, al contrario, caer de pies, manos y corazón en la que les había propuesto la asechanza del Maligno. Y, sobre esto, se podría decir que no conocían el Padre Nuestro pero, en su contra, podemos decir que sí conocían al Padre Nuestro, que era el suyo, que los había creado a su imagen y semejanza traicionando, como traicionaron, tanto la imagen de amor como la semejanza de corazón tierno. Todo lo dieron, de todo se desprendieron a cambio de una nada que tanto les iba a costar a ellos mismos y, luego, a toda la descendencia humana que, tras ellos, vino a nacer, vivir y morir al mundo. 

Y digamos, para concluir esto acerca de la soberbia que encerrada aquel terrible acto contra la voluntad de Dios, que Adán y Eva, que tan contentos andaban por las praderas del Jardín paradisíaco que había puesto el Creador para ellos, como ya hemos dicho, caminaban desnudos por allí, en plena inocencia, sin concupiscencias ni nada por el estilo. Y es que su inocencia, negada luego por todo el género humano, empezaba ahí mismo, en sus propios cuerpos, santos y creados así por Dios. 

Y sucumbieron a la tentación… por nada, por nada de nada que pudiera, siquiera, equipararse a la excelsa y tranquila vida que llevaban ¡Qué pena tan grande y que desgracia para su descendencia, nosotros mismos!

(1) Decimos “dolo” porque aquí concurre la clásica definición de tal palabra: “aprovecharse de la ignorancia de otro para engañarle o defraudarle” y, no podemos negar, que Adán y Eva ignoraban muchas cosas y que de eso se valió Satanás. Eso, además, empeoraba mucho la situación de la serpiente, véase Satanás, de cara a Dios que veía, seguramente no con sorpresa, que la serpiente hacía uso de todas sus malas artes para conseguir el fin buscado. Y es que en su caso, como nunca debe hacerse, el fin justificaba todos los medios a emplear. Aunque, en realidad, lo que más ignoraban eran las verdaderas intenciones de la serpiente.    

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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Panecillo de hoy:

De aquellos barros pecaminosos vinieron estos lodos de hoy.

Para leer Fe y Obras.

Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.

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