Serie “Los barros y los lodos”- 1. La voluntad de Dios

 

“De aquellos barros vienen estos lodos”. 

Esta expresión de la sabiduría popular nos viene más que bien para el tema que traemos a este libro de temática bíblica. 

Aunque el subtítulo del mismo, “Sobre el pecado original”, debería hacer posible que esto, esta Presentación, terminara aquí mismo (podemos imaginar qué son los barros y qué los lodos) no lo vamos a hacer tan sencillo sino que vamos a presentar lo que fue aquello y lo que es hoy el resultado de tal aquello. 

¿Quién no se ha preguntado alguna vez que sería, ahora, de nosotros, sin “aquello”?

“Aquello” fue, para quienes sus protagonistas fueron, un acontecimiento terrible que les cambió tanto la vida que, bien podemos decir, que hay un antes y un después del pecado original. 

La vida, antes de eso, era bien sencilla. Y es que vivían en el Paraíso terrenal donde Dios los había puesto. Nada debían sufrir porque tenían los dones que Dios les había dado: la inmortalidad, la integridad y la impasibilidad o, lo que es lo mismo, no morían (como entendemos hoy el morir), dominaban completamente sus pasiones y no sufrían nada de nada, ni física ni moralmente. 

A más de una persona que esté leyendo ahora esto se le deben estar poniendo los dientes largos. Y es que ¿todo eso se perdió por el pecado original? 

En efecto. Cuando Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, lo dota de una serie de bienes que lo hacen, por decirlo pronto y claro, un ser muy especial. Es más, es el único que tiene dones como los citados arriba. Y de eso gozaron el tiempo que duró la alegría de no querer ser como Dios… 

Lo que no valía era la traición a lo dicho por el Creador. Y es que lo dijo con toda claridad: podéis comer de todo menos de esto. Y tal “esto” ni era una manzana ni sabemos qué era. Lo de la manzana es una atribución natural hecha mucho tiempo después. Sin embargo, no importa lo más mínimo que fuera una fruta, un tubérculo o, simplemente, que Dios hubiera dicho, por ejemplo, “no paséis de este punto del Paraíso” porque, de pasar, será la muerte y el pecado: primero, lo segundo; lo primero, segundo. 

¡La muerte y el pecado! 

Estas dos realidades eran la “promesa negra” que Dios les había hecho si incumplían aquello que no parecía tan difícil de entender. Es decir, no era un castigo que el Creador destinaba a su especial creación pero lo era si no hacían lo que les decía que debían hacer. Si no lo incumplían, el Paraíso terrenal no se cerraría y ellos no serían expulsados del mismo. 

Y se cerró. El Paraíso terrenal se cerró. 

1 -  La voluntad de Dios 

 

“En el principio creó Dios el cielo y la tierra”

(Gn 1, 1)

 

Sin duda alguna, Dios, el Creador, podría haber hecho las cosas de otra forma. Queremos decir que, siendo Todopoderoso, hacer, por el Padre, no era problema alguno.

El breve texto que hemos traído aquí para encabezar este apartado dice mucho. No se trata de cosa baladí sino de algo muy importante y que tiene que ver con el resultado de aquello que inició Quien podía hacerlo en aquel primer principio de todo lo que fue. 

Aquello que sucedió entonces dio lugar a los orígenes del mundo y de la humanidad (como puede leerse en cualquier Biblia católica) o, lo que es lo mismo, a la Creación propiamente dicha pero también, por desgracia, a lo que supuso para el hombre su caída. 

Sobre esto último, la caída, hemos de escribir a lo largo de este libro, pero digamos algo que es síntoma de lo que luego pasó: el ser humano se retrató con ello. Pero, como decimos, de esto ya hablaremos más tarde. Ahora vayamos a lo que corresponde en este primer apartado. 

Hemos dicho arriba que Dios lo podía haber hecho de otra forma.  Y nos referimos a la Creación, a lo que somos toda la realidad que vemos y que, incluso, ignoramos que exista. Sin embargo, independientemente de esto, lo que quiere decir eso, lo hecho por Dios, es que, haciéndolo como lo hizo manifestó un querer o, lo que se llama, una voluntad.

 

Causa de todo

 

Por amor. Dios creó por Amor, porque quiso y porque podía y, seguramente, por este orden. 

Lo primero, en esta relación de causas de la Creación, el Amor mueve a Dios, movió al Creador, a ser como fue. Y, porque amaba, fue creando, sucesivamente el cielo y la tierra, la luz y el firmamento, el mar, toda la vegetación y los animales, las estrellas, el Universo y, por fin, a nosotros, los seres humanos, hombre y mujer los hizo. Y le pareció que todo esto estaba bien, más que bien. 

Una vez puestos el hombre y la mujer en el Paraíso (otra cosa es donde estaba, físicamente, el mismo) el Creador les dio, por decirlo así, unas indicaciones. Y es que ellos venían con libro de instrucciones bajo el brazo. Es más, algunas de ellas tenían que ver con la vida ordinaria. Así, por ejemplo (Gn 1, 28-30):

 

“Y bendíjolos Dios, y díjoles Dios: ‘Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.’

 

Dijo Dios: ‘Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la faz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para vosotros será de alimento. Y a todo animal terrestre, y a toda ave de los cielos y a toda sierpe de sobre la tierra, animada de vida, toda la hierba verde les doy de alimento.’ Y así fue.

 Vemos que Dios había sido más que generoso con aquellos dos primeros seres humanos. No sólo los había creado sino que, además, les entregaba el resto de Creación para que gozaran con ella y en ella, se alimentaran de ella y la mantuvieran viva. Además, casi les ordena que se multipliquen porque ya podemos imaginar que con dos seres humanos nuestra especie iba a tener poco futuro. 

Queremos decir con esto que ellos, nuestros primeros padres, llamados Adán y Eva, lo debían tener todo muy claro: dónde vivir y qué hacer. 

Sin embargo, el Creador quiso poner a prueba no su Amor (el del Señor, queremos decir) sino la fidelidad de aquellos dos primeros seres humanos (Gen 2, 16-17):

 

“Y Dios impuso al hombre este mandamiento: ‘De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio.”

 

No había, no debía haber, duda ninguna al respecto.  Es decir, Adán lo había escuchado de forma clara y concisa: “No comerás”. Era, por decirlo así, un Mandamiento cuyo incumplimiento iba a tener muy malas consecuencias, muy duraderas y más que nefastas. Y Eva, aunque creada después que Adán, no podía negar que eso lo sabía pues era lo único que había prohibido. Y es que era una prueba que les ponía y ya sabemos cómo termino aquello… 

Sobre el último texto aquí traído hay una expresión que da qué pensar: “Morirás sin remedio”. 

Dos cosas destacan, a primera vista: en primer lugar, que antes de eso, del posible incumplimiento, la muerte no había entrado en el mundo; en segundo lugar, que para muchas cosas sí podía haber remedio porque el corazón tierno de Dios podía perdonar muchas y muchas veces. Pero lo que no podía pasar por alto es que su creación más perfecta mostrara un grado tal de desagradecimiento a su Creador y que mirara para otro lado cuando quisiera comer de aquel árbol.

  

La bondad de Dios

 

Desde que el hombre sabe que Dios existe y se relaciona con el Todopoderoso de la mejor forma que puede (pongamos, por ejemplo, desde Abrahám) hay una realidad que conoce a la perfección y de la que el Creador ha dado abundantes pruebas: es bueno. 

La bondad de la que hablamos no es una, digamos, normal, al uso, de quien cree que hace algo bueno pero, a lo mejor, en el fondo hay un rastro de envidia o vicio similar. No. La bondad de Dios ni puede ni tiene tacha alguna ni se puede decir de ella que esconda algún tipo de interés egoísta. Dios es bueno, por tanto, porque lo es porque representa el ejemplo exacto de cómo serlo

 

Esto lo dice mucho mejor que nosotros el número 1 del Catecismo de la Iglesia Católica:

 

“Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, se hace cercano al hombre: le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas”.

 

Vemos, pues, que se nos habla de “pura bondad” en el sentido primero de no estar corrompida por nada. 

Pues bien, la voluntad de Dios, al respecto de la creación del hombre, está inscrita en una bondad como la descrita arriba. Por eso:

 

“Creemos que Dios creó el mundo según su sabiduría. Este no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. Creemos que procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad”.  (CIC 295)

 

Hemos dicho arriba que Dios creó porque podía. Era, pues, libre para hacer lo que quisiera a tal respecto. Pero quiso manifestar su misericordia haciendo posible que, de la nada, apareciese todo, que el hombre pudiese enseñorearse de lo creado que era ajeno a sí mismo y, por fin, que su semejanza supiese que todo eso tenía una procedencia, venía del ejercicio de una voluntad que, por ser santa, no podía estar equivocada ni cegada. Y por pura voluntad, como sabemos, quiso que Adán y Eva tomasen posesión del Paraíso que había hecho para aquellos sus primeros hijos. 

Y ellos, que aún no habían pecado, ni se dieron cuenta de lo que suponía, en cuanto a inocencia del alma, ir desnudos…

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

De aquellos barros pecaminosos vinieron estos lodos de hoy.

Para leer Fe y Obras.

Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.

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