Serie "Escatología de andar por casa" - Salvarse o no salvarse. Los que se salvan

Los novísimos

En Cristo brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo

Prefacio de Difuntos.

El más allá desde aquí mismo.

Esto es, y significa, el título de esta nueva serie que ahora mismo comenzamos y que, con temor y temblor, queremos que llegue a buen fin que no es otro que la comprensión del más allá y la aceptación de la necesidad de preparación que, para alcanzar el mismo, debemos tener y procurarnos.

Empecemos, pues, y que sea lo que Dios quiera.

En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.

Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás". Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.

Existen, pues, el cielo, el infierno y, también, el purgatorio y de los mismos no podemos olvidarnos porque sea difícil, en primer lugar, entenderlos y, en segundo lugar, hacernos una idea de dónde iremos a parar.

Estos temas, aún lo apenas dicho, deberían ser considerados por un católico como esenciales para su vida y de los cuales nunca debería hacer dejación de conocimiento. Hacer y actuar de tal forma supone una manifestación de ceguera espiritual que sólo puede traer malas consecuencias para quien así actúe.

Sin embargo se trata de temas de los que se habla poco. Aunque el que esto escribe no asiste, claro está, a todas las celebraciones eucarísticas que, por ejemplo, se llevan a cabo en España, no es poco cierto ha de ser que si en las que asiste poco se dice de tales temas es fácil deducir que exactamente pase igual en las demás.

A este respecto, San Juan Pablo II en su “Cruzando el umbral de la Esperanza” dejó escrito algo que, tristemente, es cierto y que no es otra cosa que “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo” porque, en realidad, hacer tal tipo de amenaza responde a lo recogido arriba en el Eclesiástico al respecto de que pensando en nuestro fin (lo que está más allá de esta vida) no deberíamos pecar.

Dice, también, el emérito Benedicto XVI, que “quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno” porque “quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra".

No parece, pues, que sea poco real esto que aquí se trae sino, muy al contrario, algo que debería reformarse por bien de todos los que sabiendo que este mundo termina en algún momento determinado deberían saber qué les espera luego.

A este respecto dice San Josemaría en “Surco” (879) que

“La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin. Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno”.

Se habla, pues, poco, pero ¿por qué?

Quizá sea por miedo al momento mismo de la muerte porque no se ha comprendido que no es el final sino el principio de la vida eterna; quizá por mantener un lenguaje políticamente correcto en el que no gusta lo que se entiende como malo o negativo para la persona; quizá por un exceso de hedonismo o quizá por tantas otras cosas que no tienen en cuenta lo que de verdad nos importa.

Existe, pues, tanto el Cielo como el Infierno y también el Purgatorio y deberían estar en nuestro comportamiento como algo de lo porvenir porque estando seguros de que llegará el momento de rendir cuentas a Dios de nuestra vida no seamos ahora tan ciegos de no querer ver lo que es evidente que se tiene que ver.

Mucho, por otra parte, de nuestra vida, tiene que ver con lo escatológico. Así, nuestra ansia de acaparar bienes en este mundo olvidando que la polilla lo corroe todo. Jesús lo dice más que bien cuando, en el Evangelio de San Mateo, dice (6, 19)

“No amontonéis riquezas en la tierra, donde se echan a perder, porque la polilla y el moho las destruyen, y donde los ladrones asaltan y roban”.

En realidad, a continuación, el Hijo de Dios da muestras de conocer qué es lo que, en verdad, nos conviene (Mt 6, 20) al decir

“Acumulad tesoros en el cielo, donde no se echan a perder, la polilla o el mono no los destruyen, ni hay ladrones que asaltan o roban”.

Por tanto, no da igual lo que hagamos en la vida que ahora estamos viviendo. Si muchos pueden tener por buena la especie según la cual Dios, que ama a todos sus hijos, nos perdona y, en cuanto a la vida eterna, a todos nos mide por igual (esto en el sentido de no tener importancia nuestro comportamiento terreno) no es poco cierto que el Creador, que es bueno, también es justo y su justicia ha de tener en cuenta, para retribuirlas en nuestro Juicio partícula, las acciones y omisiones en las que hayamos caído.

En realidad, lo escatológico no es, digamos, una cuestión suscitada en el Nuevo Testamento por lo puesto en boca de Cristo. Ya en el Antiguo Testamento es tema importante que se trata tanto desde el punto de vista de la propia existencia de la eternidad como de lo que recibiremos según hayamos sido aquí. Así, en el libro de la Sabiduría se nos dice (2, 23, 24. 3, 1-7) que

“Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están el apaz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y lo shalló dignos de sí; los probo como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo”.


Aquí vemos, mucho antes de que Jesús añadiese verdad sobre tal tema, la realidad misma como ha de ser: la muerte y la vida eternas, cada una de ellas según haya sido la conducta del hijo de Dios. El tiempo intermedio, el purgatorio (“tras pequeñas correcciones”) que terminará con el premio de la vida eterna (o con la muerte también eterna) tras el Juicio, el Final, propio del tiempo de nuestra resurrección.

Abunda, también, el salmo 49 en el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16) que

“Pero Dios rescata mi vida,
me saca de las garras de la muere, y me toma consigo”.

En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.

Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas.

Salvarse o no salvarse. Los que se salvan

Salvarse o no salvarse

“Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? ‘Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Yo os aseguro: entre los aquí presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre venir en su Reino.’”

Este texto, traído aquí desde el evangelio de San Mateo (16, 25-28) muestra más que bien lo que supone, para nosotros creyentes católicos, salvarse para siempre. Encontrar la vida, la eterna o perderla…

Ya hemos dicho, en otro momento, que la voluntad de quien se considera hijo de Dios es estar junto al Padre. Pero, para eso, hay que salvarse o, lo que es lo mismo, ir al Cielo aunque sea pasando por el Purgatorio.

Y este tema no es que sea importante sino que es absolutamente fundamental al efecto de comprender todo lo tocante a la vida después de la vida terrena que ahora llevamos.

Queremos salvarnos, ser del grupo de los que se salven. Debemos, antes que nada, saber a cuál nos referimos pues, de lo contrario, será difícil alcanzar lo que no podemos querer por nuestra propia naturaleza espiritual.

En el evangelio de San Juan se recoge una conversión entre Jesús y los judíos contemporáneos suyos. Y se dice esto que sigue (Jn 10, 22-30)

“Se celebró por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Jesús se paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón. Le rodearon los judíos, y le decían: ‘¿Hasta cuándo vas tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente.’ Jesús les respondió: ‘Ya os lo he dicho, pero no me creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas mi siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre’”.

Sabemos que somos de las ovejas de Cristo. Conocemos su voz (que es la voz del Espíritu en nuestro corazón y la Palabra de Dios en las Sagradas Escrituras) Entonces… a nosotros se nos concede la vida eterna o, lo que es lo mismo, la salvación que tan anhelada ha sido desde que el ser humano tiene conciencia de la existencia de Dios Todopoderoso y Creador. Es más, Jesús afirma categóricamente que nadie podrá arrebatarnos de la mano de Dios o, por decirlo de otra forma, del Cielo al que lleguemos cuando eso sea que suceda. Y eso nos de la seguridad perfecta por ser el Hijo el que ha dicho eso del Padre.

Llegados a este momento en el que sostenemos que queremos salvarnos, la pregunta que se ha hecho la humanidad no es cuándo se salvará (pues eso nadie lo sabe salvo Dios) sino cuántos se salvarán y por decirlo con ánimo positivo, “cuántos nos salvaremos”.

El caso es que ni una cosa ni la otra, el cuándo y el cuánto, debería importarnos mucho. Sí, sin embargo, el encontrarnos dentro del grupo del “cuánto” pues supondría, para nosotros, algo mucho más positivo que estar fuera de él. Y esto por razones que a nadie se le escapan.

Un alto en el camino

Algo, sin embargo, es importante referir aquí aunque sea de forma escueta. Se trata de la pregunta ¿Fuera de la Iglesia hay salvación?

Sobre esto no vamos a alargarnos demasiado porque lo que establece la Iglesia católica al respecto es de una claridad meridiana y poco más hay que decir y, por mucho que se quiera polemizar, debe bastarnos con lo que está dicho.

Así, por ejemplo, el Catecismo de la Iglesia católica aporta lo que nuestra fe tiene por cierto. Es, además, el sitio apropiado para que así sea. Y es. Por eso, en los números 846 al 848 dice lo que sigue (bajo el epígrafe “Fuera de la Iglesia no hay salvación):

“846 ¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo:
El santo Sínodo […] «basado en la sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el Bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella» (LG 14).
847 Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia:

‘Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna (LG 16; cf DS 3866-3872).

848 ’Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, ’sin la que es imposible agradarle’ (Hb 11, 6), a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar’ (AG 7)”.

Vemos, por tanto, que, en efecto, fuera de la Iglesia no hay salvación salvo, precisamente, el caso que recoge el número 847 (que, a su vez, se basa en la Lumen gentium) pues, es evidente que quien, por la razón que sea, no conoce a Cristo ni a la Buena Noticia pero, es claro esto, actúan según la Ley que Dios ha puesto en sus corazones, no se puede imputar mala fe, desconocimiento voluntario o, en fin, cualquier otra forma de desinterés que implique no querer saber nada de Dios ni de su Ley.

A este respecto, en su encíclica “Quanto conficiamur moerore (de 10 de agosto de 1863) ya había dicho, el Beato Pío IX, por ejemplo, que

“Es cosa notoria que aquellos que sufren ignorancia invencible acerca de nuestra santísima religión, que cuidadosamente guardan la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todos, y están dispuestos a obedecer a Dios y llevan una vida honesta y recta, pueden conseguir la eterna, por la acción operante de la luz divina y de la gracia”.

Y esto tiene un apoyo bíblico de indudable raigambre divina. Así, por ejemplo, en la Epístola a los Romanos, San Pablo escribe (2, 14-15) que

“En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza…”

Y tales personas, que no conocen a Cristo pero, a la hora de la verdad, hacen la voluntad de Dios, han de tener el derecho a ser salvados por el Todopoderoso que, como es de creer, ve más allá que nuestros miopes ojos de creyentes.

Abundamos, a este respecto, con lo escrito por San Josemaría en su libro “Amar a la Iglesia”. En concreto en el punto 8 del capítulo 1 (“El fin sobrenatural de la Iglesia”) dice que

“No podemos olvidar que la Iglesia es mucho más que un camino de salvación: es el único camino. Y esto no lo han inventado los hombres, lo ha dispuesto Cristo: el que creyere y se bautizare, se salvará; pero el que no creyere, será condenado (Mc XVI, 16). Por eso se afirma que la Iglesia es necesaria, con necesidad de medio, para salvarse. Ya en el siglo II escribía Orígenes: si alguno quiere salvarse, venga a esta casa, para que pueda conseguirlo… Ninguno se engañe a sí mismo: fuera de esta casa, esto es, fuera de la Iglesia, nadie se salva (Orígenes, In Iesu nave hom., 5, 3; PG 12, 841). Y San Cipriano: si alguno hubiera escapado (del diluvio) fuera del arca de Noé, entonces admitiríamos que quien abandona la Iglesia puede escapar de la condena (S. Cipriano, De catholicae Ecclesiae unitate 6; PL 4, 503).

Extra Ecclesiam, nulla salus

Es el aviso continuo de los Padres: fuera de la Iglesia católica se puede encontrar todo -admite San Agustín- menos la salvación. Se puede tener honor, se pueden tener sacramentos, se puede cantar “aleluya", se puede responder “amén", se puede sostener el Evangelio, se puede tener fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y predicarla; pero nunca, si no es en la Iglesia católica, se puede encontrar la salvación (S. Agustín, Sermo ad Caesariensis ecclesiae plebem 6; PL 43, 456).

Sin embargo, como se lamentaba hace poco más de veinte años Pío XII, algunos reducen a una fórmula vana la necesidad de pertenecer a la Iglesia verdadera para alcanzar la salvación eterna (Pío XII, encíclica Humani generis ASS 42, p. 570). Este dogma de fe integra la base de la actividad corredentora de la Iglesia, es el fundamento de la grave responsabilidad apostólica de los cristianos. Entre los mandatos expresos de Cristo se determina categóricamente el de incorporarnos a su Cuerpo Místico por el Bautismo. Y nuestro Salvador no sólo dio el mandamiento de que todos entraran en la Iglesia, sino que estableció también que la Iglesia fuese medio de salvación, sin el cual nadie puede llegar al reino de la gloria celestial (Pío XII, Carta del S. O. al Arzobispo de Boston Denzinger-Schön. 3868).

Es de fe que quien no pertenece a la Iglesia, no se salva; y que quien no se bautiza, no ingresa en la Iglesia. La justificación, después de la promulgación del Evangelio, no puede verificarse sin el lavatorio de la regeneración o su deseo establece el Concilio de Trento (Decreto de iustificatione cap. 4, Denzinger-Schön. 1524)”

Pero mucho antes, Pío IX, en una alocución en una fecha muy significativa (9 de diciembre de 1854, al día siguiente de la definición del dogma de la Inmaculada) dijo que

“La fe obliga a creer que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia católica, apostólica y rornana, la cual es la única arca de salvación, fuera de la cual perecerá quienquiera que no entre. Sin embargo, hcry que tener igualmente por cierto que los que ignoran la verdadera religión .rin culpa SI!JCl no pueden ser responsables a los qjos de Dios de e.rta situación. Ahora bien: ¿quién tendrá la osadía de señalar los limites de esta ignorancia, ante tanta variedad de pueblos, regiones, ingenios y ottas razones por el estilo? Cuando se rompan los lazos que nos atan a estos cuerpos y veamos a Dios tal como es (1 Jn 3,2), entenderemos ciertamente cuán íntimo y hermoso es el vínculo que une a la misericordia con la justicia de Dios”.

Los que se salvan

Vayamos, ahora, a lo que corresponde, propiamente, en este punto fundamental de la historia de la salvación.

Bien sabemos que no sabemos cuál es el número de los que salvan. Y no lo sabemos porque tal realidad sólo puede estar en el corazón de Dios. Sin embargo, eso no quita (seguramente acrecienta la voluntad de) que queramos tener una idea acerca de ese número o, mejor de si se trata de una cantidad muy grande o, al contrario, muy pequeña. Y no se trata de una curiosidad malsana sino que nos afecta directamente a cada uno de nosotros que somos, no lo olvidemos, parte de los que se pueden salvar.

Decimos, desde ahora mismo, que nos vamos a basar, sobre todo, en el libro de Antonio Royo Marín, O.P. de título bien sintomático: “¿Se salvan todos? Estudio teológico sobre la voluntad salvífica universal de Dios” que orienta, más que bien, acerca de este importante, diríamos que crucial, tema.

A nivel general, podemos decir que existen dos posiciones al respecto del número (o, al menos de la cuantía) de los que se salvan: por un lado, la posición rigorista que dice que se salvan pocos; por otro lado, la optimista que sostiene que se salvan muchos (sino la gran mayoría) de los que están en disposición de ser salvados.

Los pesimistas o rigoristas

Hay creyentes que están más que seguros de que será muy escaso el número de los que se salven. Y acuden a Cristo para afirmar eso. Y citan tres afirmaciones del Maesto, que son, a saber:

1.Que son muchos los llamados y pocos los escogidos.
2.Que es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos.
3.Que es estrecho el camino que conduce ala vida y pocos los que andan por él.

Así, leído esto y no profundizando más en el asunto, podría dar la impresión de que está escrito, Cristo dixit, que en el Cielo entrarán unos cuantos o poco más.

Sin embargo, un autor como es el Fr Luis G. Alonso Getino, O.P. en su libro “Del gran número de los que se salvan y de la mitigación de las penas eternas” (Editorial F.E.D.A, descatalogado pero consultable en la red de redes) desdice cada una de tales expresiones. Bueno, no es que las desdiga en el sentido de que desmienta que Jesús las dijo sino que atribuye el sentido de cada una de ellas a lo que llama un “problema de perfección y no de pura salvación” (p. 200).

Quiere decir Fr. Alonso Getino que cuando Jesús dice eso no se está refiriendo a la propia salvación eterna de quien es invitado al banquete y no lleva traje de fiesta (primer caso); a la de los ricos por el hecho de serlo (segundo caso) o, por último, al de aquellos que, pudiendo andar por el camino recto hacia el definitivo Reino de Dios se salen del camino y se pierden (tercer caso) Lo que quiere dar a entender el Hijo de Dios es que trata de casos en los que se ha de mejorar para, luego, poder salvarse. No se trata, per se, de la misma salvación sino, por tanto, de un estadio espiritual “anterior” a la misma.

Y abunda, poco después (p. 201) el P. Alonso Getino cuando escribe que estos tres casos se utilizan, refiriéndose a la salvación eterna, con un sentido “acomodaticio, útil, frecuentemente para conmover” pero que en realidad “es inútil para demostrar; es como un martillo de corcho para clavar un clavo, o como una pistola de ruido para rendir la caza”.

Los optimistas

Es cierto, sin embargo (como dice el P. Iraburu en su conferencia “El Purgatorio y el infierno” dentro del ciclo “Dame de beber”) que ante la pregunta hecha al Señor acerca de si serán pocos los que se salvan (cf. Lc 13, 23), es bien cierto que

“no podemos, pues, nosotros, dar una respuesta clara a esta pregunta porque a la Iglesia no le ha sido claramente revelado el número mayor o menor de los condenados. Muchas razones hacen pensar que sean pocos los que se pierdan eternamente: pensamos en la misericordia infinita de Dios; pensamos en la voluntad salvífica universal de Dios tantas veces revelada en la Escritura; pensamos en la sobreabundante redención de Cristo en la Cruz; pensamos en la intercesión de María, abogada y refugio de los pecadores; pensamos en la posibilidad de que Dios misericordioso en la última hora de la vida humana conceda a la persona gracias decisivas de salvación; pensamos en la eficacia purificativa de las penas del Purgatorio; pensamos en la infalible eficacia de la oración de petición. Siendo así que, continuamente, la Iglesia está pidiendo por la salvación de los pecadores. Todo esto nos hace esperar que sean pocos los que se condenen eternamente.

En cuanto a la posibilidad, más que cierta según se puede leer en su libro, de salvación de una gran mayoría de los que están en tal disposición, el P. Royo Marín (en el libro citado arriba) dice, en un momento determinado, que la misericordia infinita de Dios ha de colaborar a que la salvación recaiga en el mayor número de personas. Así, en l a página 31 dice que

”Ninguna otra verdad, quiza, está tan repetida e inculcada en la Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, como la de que Dios es infinitamente misericordioso y se compadece siempre y en seguida del pecador que recurre a El confiado y arrepentido. He aquí algunos textos impresionantes, escogidos entre mil:

‘Pero tú eres Dios de perdones, clemente y piadoso, tardo a la ira y de mucha misericordia, y no los abandonaste’ (Neh 9,17).

‘Que se muevan los montes, que tiemblen los collados; no se apartará más de ti mi misericordia, y mi alianza de paz será inquebrantable, dice Yahvch que te ama’ (Is 54,10).

‘¿Qué Dios como tú que perdonas la maldad y petdonas el pecado del resto de tu heredad? No persiste por siempre en su enojo, porque ama la misericordia. El volverá a tener piedad de nosotros, conculcará nuestras iniquidades y arrojará a lo hondo del mar nuestros pecados’ (Miq 7, 18).

‘Rasgad vuestros corazones, no vuestras vestiduras, y convertíos a Yahveh vuestro Dios, que es clemente y misericordioso, tardo a la ira, grande en misericordia, y se arrepiente de castigar’ (Jl 2, 13).

‘Sabía que tú eres Dios clemente y piadoso, tardo a la ira, de gran misericordia, y que se arrepiente del mal’ (Jon 4,2).

‘Pues tú, Señor, eres indulgente y piadoso, y de gran misericordia para los que te invocan’ (Sal 85,5).

‘Es Yahveh piadoso y benigno, tardo a la ira; es clementísimo. No está siempre acusando y no se aíra para siempre. No nos castiga a la medida de nuestros pecados, no nos paga conforme a nuestras iniquidades. Sino que cuanto sobre la tierra se alzan los cielos, tanto se eleva su misericordia sobre los que le temen’ (Sal 103,8-12).

‘Porque piadoso y compasivo es el Señor, perdona los pecados y salva en el tiempo de la tribulación’ (Eclo 2, lJ).

‘Pues cuanta es su grandeza, tanta es su misericordia’ (Eclo 2,23).

Todo esto abona, y así lo explica el autor de tal libro de teología salvífica, que el número de los que se salvan es más que grande: antes que nada porque Dios, en su infinita misericordia, va a procurar que eso sea así; en segundo lugar porque concurre mucho para que eso se produzca. No hay más que la relación citada supra, a cargo del P. Iraburu.

Por otra parte, a todos nos conviene creer que será muy alto el número de los que se han de salvar porque podemos considerar que estemos entre ellos.

Sin embargo, se hacen objeciones a la llamada teoría “optimista” acerca de la salvación eterna. Así, por ejemplo, el P. Royo Marín (op. cit, p. 182 ss) dice por ejemplo (objetando tal teoría), que:

“Con relación al gran número delos que se salvan es imprudente y peligrosa, ya que muchos se apoyarán en ella para entregarse tranquilamenteal pecado, al menos, para no preocuparse demasiado de él.“

A esto, responde que

“Nosotros creemos sinceramente todo lo contrario, y por ello nos hemos tomado la molestia de escribir las páginas anteriores pensando únicamente en la gloria de Dios y en la salvación de las almas, que nos parece quedan mucho mejor salvaguardadas con las tesis optimistas en torno al problema de la salvación que con los exagerados temores de los rigoristas que, en realidad, alejan a las almas de un Dios tan terrible en vez de atraerlas suavemente a su divino servicio poniendo claramente de manifiesto su extremada bondad e infinita misericordia. En nuestras palabras iniciales ‘l lector’ hemos expuesto las razones que, a nuestro juicio, dejan completamente fuera de toda duda que para atraer a las almas al servicio de Dios y al aborrecimiento del pecado es mucho más eficaz la doctrina estimulante del amor que la repelente del terror.

Por lo demás, no hay que olvidar un momento -para precaver el abuso que pueda hacerse de esta doctrina- que del hecho de que sean más los que se salvan que los que se condenan no se sigue en modo alguno que nadie debe ya temer por su salvación, por muy santa y ordenada que sea su vida. Que se salven muchos no quiere decir que se condenan pocos, que eso es otro cantar. Por desgracia, por muy pocos que sean relativamente, siempre serán mudúsimos los que se condenen hablando en términos absolutos. Téngase en cuenta que, según modernas estadísticas, diariamente mueren en el mundo unas 250.000 personas. De modo que, aun imaginando por un momento con optimismo desbordante -mejor dicho, aun ’soñando despiertos’- que se condenen únicamente el-uno por mil de todos lo hombres del mundo, cristianos o paganos, resultaría que diariamente descienden al infierno unas 250 personas, que al cabo del año suman la espantosa cifra de 91.250 condenados. ¡Sería suficiente este espantoso número para hacer temblar a cualquiera -por muy optimista que sea- y obligarle a procurar su salvación con «temor y temblon) para no ser uno de esos miles de desgraciados que cada año ingresan en el infierno para toda la eternidad!”

Inmediatamente antes de esto (p. 81) el P. Royo Marín nos ofrece un, digamos, itinerario divino (ofrecido por Dios acerca de la salvación) Y es que resulta que

“Dios Ofrece y confiere realmente a todos los hombres sin excepción (sean cristianos, paganos o herejes) las gracias sobrenaturales real y verdaderamente suficientes para el cumplimiento de sus divinos mandamientos. Si el hombre, al recibir esas gracias suficientes de tipo sobrenatural, no les pone voluntariamente ningún obstáculo, Dios prosigue confiriéndole gracias suficientres cada vez más perfectas, hasta que le envía la gracia aficaz on la que de hecho cumplirá libre pero infaliblemente la ley de Dios o alcanzará la justificación. Según la doctrina tomista, no es el hombre el que con su libre aceptación cambia la gracia suficiente en eficaz sino Dios mismo (que es el único que puede hacerlo como autor y dueño exclusivo de la grada); pero para el caso es exactamente igual: siempre viene a resultar que, si el hombre no pone obstáculos a la gracia suficiente, tendrá sin falta la gracia eficaz; con la que, de hecho, cumplirá la ley de Dios o quedará justificado ante El. Este tal, aunque sea un pobre salvaje rudo e ignorante de la verdadera religión, pertenece de hecho al alma de la Iglesia, es católico sin saberlo y puede en esas condiciones alcanzar la vida eterna, no por otras vías, sino precisamente en virtud de la sangre de Jesucristo, ‘Único nombre que ha sido dado a las hombres bajo el cielo por el cual podamos salvarnos’ (Hech 4,12)”.

De todas formas, más de un creyente cristiano, aquí católico, no debería tener por bueno y verdad que, por serlo, está salvado. Este error puede costar, precisamente, la salvación pues siempre será peor estar bautizado e ir “por libre” que ignorar del todo, por falta de conocimiento, a Cristo, pero cumplir con la ley de Dios según lo que se hace. Por eso, en el número 14 de la Lumen gentium se hace un aviso para navegantes:

“No podrían salvarse aquellos hombres que, conociendo que la Iglesia católica fue instituida por Dios a través de Jesucristo como necesaria, se negasen sin embargo a entrar o a perseverar en ella”.

Y utiliza, este punto, el condicional “podrían” pues se supone que aquellos seres humanos que son conscientes de que son hijos de Dios han de saber que no basta con serlo para salvarse (todo ser humano lo es) sino que siempre ha de recordar aquello de San Agustín acerca de que “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.

Es cierto, no obstante que esta frase se dice muchas veces y se aporta a la discusión acerca de la salvación. El caso es que otras tantas veces se tiene por no puesta o, lo que es peor, como presupuesto de lo que, luego, no se quiere llevar a cabo.

Salvarse es, ya para finalizar este capítulo, el anhelo de todo ser humano creyente o religioso (todo ser humano lo es pues no hay nadie, se diga lo que se diga, que no quiera saber qué hay tras la muerte y, así, hay, al menos, cierta unión con Quien nos creó) desde que aquellos primeros seguidores de Dios Todopoderoso empezaron a caminar por el desierto tras Abrahám. Y estar entre el muy numeroso grupo de los que han de ir al Cielo y tener la visión beatífica, lo que ha de anhelar todo ser humano.

Y es que hasta en el Apocalipsis (7,9) se nos dice algo muy positivo acerca de la salvación. Es algo que nos debe dar ánimos para caminar con seguridad y fidelidad hacia el definitivo Reino de Dios (aunque tengamos que hacer una parada en el Purgatorio):

“Y vi una gran muchedumbre que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua que estaban delante del Cordero, vestidos de túnicas blancas y con palmas en sus manos”.

Sean dadas gracias a Dios, también, por esto.

Eleuterio Fernández Guzmán

El Pensador

La Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR.

Las bases son las que siguen:


1.- Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR, conforme a las presentes bases.

2.- Podrán concurrir al Premio cualesquiera obras inéditas de ensayo, en lengua castellana, cuya temática verse sobre “De Franco a hoy: evolución de España desde 1975 a 2013″ desde el punto de vista social, cultural y/o moral. Esta temática podrá ser abordada en conjunto o desde cualquier aspecto concreto.

3.- Las obras tendrán una extensión mínima de 150 páginas y máxima de 300. La tipografía a utilizar será el Times New Roman, tamaño 12, espaciada a 1,5. Se presentarán dos copias impresas en papel y se adjuntará una copia en formato word.

4.- Los autores, que podrán ser de cualquier nacionalidad, entregarán sus obras firmadas con nombre y apellidos, o con pseudónimo.

En el caso de que la obra venga firmada con nombre y apellidos, es obliga-torio incluir fotocopia del documento oficial de identidad, una hoja con los datos personales (nombre y apellidos, dirección postal, teléfono y email), un currículum vitae detallado del autor, así como un certificado firmado en donde se haga constar que la misma es propiedad del autor, que no tiene derechos cedidos a o comprometidos con terceros y que es inédita.

En el caso de que la obra sea presentada bajo pseudónimo, se incorporará una plica (con el título de la obra y el pseudónimo utilizado), en cuyo interior se incluirá la documentación referida en el párrafo anterior. Las plicas sólo serán abiertas en el caso de que la obra fuera premiada. En caso contrario serán destruidas junto a los originales presentados.

5.- Se admite la presentación de obras colectivas, pero en este caso el premio se repartirá a prorrata entre los autores. Y la documentación exigida en la cláusula anterior regirá por cada uno de ellos.

6.- Las obras presentadas al Premio no podrán ser editadas, reproducidas, cedidas o comprometidas con terceros, hasta el fallo definitivo. El ganador y, en su caso, los accésits ceden, por el mismo acto del fallo y de manera inmediata, los derechos exclusivos y universales de edición durante quince años a favor de Stella Maris.

Ninguna obra presentada al Premio podrá ser retirada del concurso hasta el fallo del Jurado.

7.- El Premio consistirá en:
* 6.000 euros en concepto de anticipos de derechos de autor.
* Publicación de la obra en una de las colecciones de Stella Maris.
* El 7% sobre las ventas, en concepto de derechos de autor.

8.- El Premio puede ser declarado desierto. Asimismo puede otorgarse un Accésit por cada una de las siguientes modalidades: Ciencias Sociales, Cultura y Filosofía.

El premio de cada accésit será un diploma acreditativo. Stella Maris se reservará el derecho de publicación de cada accésit y, en este caso, el otorgamiento de un 7% sobre ventas en concepto de derechos de autor.

9.- El plazo máximo de presentación de obras que opten al Premio comienza el 1 de febrero y finaliza el 29 de diciembre de 2014 a las 24 horas.

Las obras deberán presentarse por correo certificado a la siguiente dirección:

Stella Maris
(PREMIO “REVISTA EL PENSADOR")
c/. Rosario 47-49
08007 Barcelona

10.- El Jurado estará compuesto por cinco profesores universitarios e intelectuales de reconocido prestigio, designados por Stella Maris. La composición del Jurado se hará pública al mismo tiempo que el fallo del Premio.

11.- El premio será fallado el 27 de febrero de 2015 y será publicado al día siguiente, comunicándose directamente además al ganador y accesits. El fallo del jurado será inapelable.

Las obras no premiadas serán automáticamente destruidas y no se devolverán en ningún caso a sus autores. Stella Maris no están obligados a mantener correspondencia con ninguno de los aspirantes al Premio.

12.- La concurrencia al Premio implica la aceptación expresa de las presentes bases de convocatoria.

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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa
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Enlace a Libros y otros textos.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Queremos salvarnos para siempre, eternamente. Eso, sin embargo, requiere algo más que quererlo.

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Para leer Fe y Obras.
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