InfoCatólica / Eleuterio Fernández Guzmán / Archivos para: Junio 2014

6.06.14

Las llaves de Pedro – Consideraciones sobre Lumen fidei - Una fe plena

Escudo papal Francisco

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen Gentium, 23)

En los siguientes artículos vamos a tratar de comentar la primera Carta Encíclica del Papa Francisco. De título “Lumen fidei” (Lf desde ahora) y trata, efectivamente, de la luz de la fe.

Una fe plena

Lumen fidei

La plenitud de la fe cristiana
15. « Abrahán […] saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría » (Jn 8,56). Según estas palabras de Jesús, la fe de Abrahán estaba orientada ya a él; en cierto sentido, era una visión anticipada de su misterio. Así lo entiende san Agustín, al afirmar que los patriarcas se salvaron por la fe, pero no la fe en el Cristo ya venido, sino la fe en el Cristo que había de venir, una fe en tensión hacia el acontecimiento futuro de Jesús[13]. La fe cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Todas las líneas del Antiguo Testamento convergen en Cristo; él es el « sí » definitivo a todas las promesas, el fundamento de nuestro « amén » último a Dios (cf. 2 Co 1,20). La historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si Israel recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían el centro de su confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no es una más entre otras, sino su Palabra eterna (cf. Hb 1,1-2). No hay garantía más grande que Dios nos pueda dar para asegurarnos su amor, como recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39). La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. « Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él » (1 Jn 4,16). La fe reconoce el amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la realidad y su destino último.
16. La mayor prueba de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por los hombres. Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor (cf. Jn 15,13), Jesús ha ofrecido la suya por todos, también por los que eran sus enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los evangelistas han situado en la hora de la cruz el momento culminante de la mirada de fe, porque en esa hora resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud. San Juan introduce aquí su solemne testimonio cuando, junto a la Madre de Jesús, contempla al que habían atravesado (cf. Jn 19,37): « El que lo vio da testimonio, su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis » (Jn 19,35). F. M. Dostoievski, en su obra El idiota, hace decir al protagonista, el príncipe Myskin, a la vista del cuadro de Cristo muerto en el sepulcro, obra de Hans Holbein el Joven: « Un cuadro así podría incluso hacer perder la fe a alguno »[14]. En efecto, el cuadro representa con crudeza los efectos devastadores de la muerte en el cuerpo de Cristo. Y, sin embargo, precisamente en la contemplación de la muerte de Jesús, la fe se refuerza y recibe una luz resplandeciente, cuando se revela como fe en su amor indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la muerte para salvarnos. En este amor, que no se ha sustraído a la muerte para manifestar cuánto me ama, es posible creer; su totalidad vence cualquier suspicacia y nos permite confiarnos plenamente en Cristo.
17. Ahora bien, la muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de la resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno de fe (cf. Ap 1,5; Hb 2,17), apoyo sólido para nuestra fe. « Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido », dice san Pablo (1 Co 15,17). Si el amor del Padre no hubiese resucitado a Jesús de entre los muertos, si no hubiese podido devolver la vida a su cuerpo, no sería un amor plenamente fiable, capaz de iluminar también las tinieblas de la muerte. Cuando san Pablo habla de su nueva vida en Cristo, se refiere a la « fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí » (Ga 2,20). Esta « fe del Hijo de Dios » es ciertamente la fe del Apóstol de los gentiles en Jesús, pero supone la fiabilidad de Jesús, que se funda, sí, en su amor hasta la muerte, pero también en ser Hijo de Dios. Precisamente porque Jesús es el Hijo, porque está radicado de modo absoluto en el Padre, ha podido vencer a la muerte y hacer resplandecer plenamente la vida. Nuestra cultura ha perdido la percepción de esta presencia concreta de Dios, de su acción en el mundo. Pensamos que Dios sólo se encuentra más allá, en otro nivel de realidad, separado de nuestras relaciones concretas. Pero si así fuese, si Dios fuese incapaz de intervenir en el mundo, su amor no sería verdaderamente poderoso, verdaderamente real, y no sería entonces ni siquiera verdadero amor, capaz de cumplir esa felicidad que promete. En tal caso, creer o no creer en él sería totalmente indiferente. Los cristianos, en cambio, confiesan el amor concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
18. La plenitud a la que Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver. En muchos ámbitos de la vida confiamos en otras personas que conocen las cosas mejor que nosotros. Tenemos confianza en el arquitecto que nos construye la casa, en el farmacéutico que nos da la medicina para curarnos, en el abogado que nos defiende en el tribunal. Tenemos necesidad también de alguien que sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18). La vida de Cristo —su modo de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él— abre un espacio nuevo a la experiencia humana, en el que podemos entrar. La importancia de la relación personal con Jesús mediante la fe queda reflejada en los diversos usos que hace san Juan del verbo credere. Junto a « creer que » es verdad lo que Jesús nos dice (cf. Jn 14,10; 20,31), san Juan usa también las locuciones « creer a » Jesús y « creer en » Jesús. « Creemos a » Jesús cuando aceptamos su Palabra, su testimonio, porque él es veraz (cf. Jn 6,30). « Creemos en » Jesús cuando lo acogemos personalmente en nuestra vida y nos confiamos a él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino (cf. Jn 2,11; 6,47; 12,44).

Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y así su visión del Padre se ha realizado también al modo humano, mediante un camino y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne; es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia. La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra.

Pero Dios, a lo largo de los siglos, fue formando un pueblo, al que eligió. Y le hizo caminar de tal forma que pudo haber alcanzado la gloria eterna si no hubiera sido porque no supo acertar en la comprensión de lo que quería el Creador acerca de su existencia.

Es bien cierto, de todas formas, que según dice el Papa Francisco en el número 15 de Lf el propio Cristo, que tenía que venir al mundo fue el que procuró la salvación de aquellos hermanos suyos en atención, precisamente, a la fe que tenían en Quien aún no había nacido. Esto dicho, claro, en el sentido exacto de creer en el Mesías que tenía que venir. Y vino.

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4.06.14

Serie Escatología de andar por casa - Presentación

Los novísimos

En Cristo brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo

Prefacio de Difuntos.

El más allá desde aquí mismo.

Esto es, y significa, el título de esta nueva serie que ahora mismo comenzamos y que, con temor y temblor, queremos que llegue a buen fin que no es otro que la comprensión del más allá y la aceptación de la necesidad de preparación que, para alcanzar el mismo, debemos tener y procurarnos.

Empecemos, pues, y que sea lo que Dios quiera.

En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.

Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

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3.06.14

Un amigo de Lolo – Por esto somos hijos de Dios

Presentación
Manuel Lozano Garrido

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infringían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

Por esto somos hijos de Dios

“Nacimiento: ‘hijo’; bautismo ‘hijo de Dios’ ”
Manuel Lozano Garrido, Lolo
Bien venido, amor (1008)

Hay realidades espirituales que, a lo mejor, las tenemos por puestas, por conocidas, pero a las que no damos la importancia que tienen en nuestra vida de seres humanos tocados, especialmente, por la mano de Dios. Y es que determinadas cosas son lo que son porque lo son y no según nosotros creemos que son.

El ser humano nace porque es voluntad de Dios que nazca. Aunque haya muchas personas que no tengan conciencia de una tal realidad, el caso es que Quien todo lo creó y mantiene, también nos crea y mantiene a cada uno de nosotros. Y es que no saber que eso es así o por, sabiéndolo, no creer en tal verdad, no supone que la dicha verdad no lo sea. Dios no crea y, por lo tanto, tenemos, lo que se llama, filiación divina.

Todos, pues, somos hijos de Dios. Y tal sentido de las cosas debemos conocerlo porque es cierto y verdad. Y no ver la realidad de tal forma supondría tener por bueno y benéfico para nuestra existencia qu

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2.06.14

Oraciones – Consagración al Sgdo Corazón de Jesús, de Sta Margarita Mª de Alacoque

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Durante todo el mes de junio vamos a dedicar esta serie al Sagrado Corazón de Jesús por ser, digamos, un mes muy especial para el mismo y, así, para nosotros, discípulos de Cristo.

Serie Oraciones – Invocaciones: Oración de consagración al Sagrado Corazón de Jesús, de Santa Margarita María de Alacoque.

Sagrado Corazón de Jesús


Me entrego, y al Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo consagro sin reservas, mi persona, mi vida, mis obras, mis dolores y sufrimientos. Me comprometo a no usar parte alguna de mi ser sino es para honrar, amar y glorificar al Sagrado Corazón. Este es mi propósito inmutable: ser enteramente suyo y hacer todas las cosas por su amor. Al mismo tiempo renuncio de todo corazón a todo aquello que le desagrade.

Sagrado Corazón de Jesús, quiero tenerte como único objeto de mi amor. Se pues, mi protector en esta vida y garantía de la vida eterna. Se fortaleza en mi debilidad e inconstancia. Se propiciación y desagravio por todos los pecados de mi vida. Corazón lleno de bondad, se para mí el refugio en la hora de mi muerte y mi intercesor ante Dios Padre. Desvía de mí el castigo de Su justa ira. Corazón de amor, en Ti pongo toda mi confianza. De mi maldad todo lo temo. Pero de tu Amor todo lo espero. Erradica de mí, Señor, todo lo que te disguste o me pueda apartar de Ti. Que tu amor se imprima tan profundamente en mi corazón que jamás te olvide yo y que jamás me separe de Ti.

Señor y Salvador mío, te ruego, por el amor que me tienes, que mi nombre esté profundamente grabado en tu sagrado Corazón; que mi felicidad y mi gloria sean vivir y morir en tu servicio.
Amén.

Sabemos, los hijos de Dios y discípulos de Cristo, qué llena el Corazón de nuestro hermano y Dios hecho hombre. No es nada malo ni nada que nos pueda hacer daño.

También sabemos, y así lo decimos, que Dios tiene entrañas de misericordia. Lo mismo, claro está, decimos de Cristo pues está más que sentado y aceptado que forman parte, Padre e Hijo, de la Santísima Trinidad.

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