Meditaciones de Cuaresma – Meditación sobre la muerte

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Se diga lo que se diga y se quiera lo que se quiera entender a tal respecto, este tiempo de Cuaresma lo es de muerte. Y lo es porque debe comenzar con la muerte de lo viejo, de lo pecaminoso, de lo que nos sobra y debe terminar con la muerte (luego, sí, resurrección) del Hijo de Dios.

 

No son, sin embargo, dos muertes iguales:

 

Muerte del pecado

 

En este tiempo espiritual, que llamamos fuerte porque es intenso y llega al fondo del alma, hay una muerte, la del pecado, que debemos tener presente en nuestra vida. Y la debemos tener presente porque supone, para nosotros los discípulos de Cristo, una tabla de salvación que nunca debería ser olvidada. 

Nosotros, que nos sabemos pecadores, estamos seguros de que la muerte del pecado, en nuestro corazón y en nuestra vida, resulta de todo punto esencial para una vivencia completa de lo que supone la filiación divina. Y es que Dios, que es nuestro Creador y nuestro Padre, quiere unos hijos alejados, lo más posible, de la maligna influencia de Satanás y de sus provocaciones, trampas y asechanzas. 

Por eso el pecado debe morir en nosotros siempre, claro, pero aún más en Cuaresma. 

En Cuaresma el alma ha de quedar limpia. Y tal limpieza sólo se alcanza si todo lo que suponga pecado es eliminado de nuestra intención y, en fin, es tenido como el enemigo más terrible que podemos tener porque, en efecto, lo es: nos procura la caída en la fosa que damos en llamar Infierno de la que, como sabemos, no se sale nunca. 

Es bien sencillo entender (porque es una realidad más que grave pero, ¡Ay!, más que evidente y ordinaria) que pecamos con una facilidad casi enfermiza y aunque sabemos que por el pecado original tenemos una tendencia notable a caer en las tentaciones, tampoco es lo más recomendable hacer como si no conociéramos tal realidad. 

Pecar, sí, es propio de nuestro comportamiento pero también lo es pedir perdón, levantarse y seguir adelante con nuestra vida de hijos de Dios. Por eso deberíamos pedir muchas veces a Dios que no tenga por puestos nuestros pecados y prometer, de verdad y sin trampa, que nunca vamos a ser los mismos que hemos sido hasta ahora.

 

Muerte de Cristo

 

Es evidente que nosotros, los discípulos de Cristo que somos hermanos en la fe, sabemos mucho más de lo que sabían aquellos que, en aquella primera Cuaresma. Es decir, no dudamos lo más mínimo acerca de lo que pasó porque sabemos lo que pasó, a diferencia de aquellos testigos que, en tiempos del Hijo de Dios, vivían ignorando lo que estaba pasando. 

Con esto queremos decir que el Hijo de Dios andaba predicando por las tierras de Israel con la conciencia más que tranquila y seguro de cumplir la misión para la que había sido enviado al mundo. Y su muerte, incluso el cómo, la tenía más que presente. Es más, en varias ocasiones tuvo a bien comunicar tal realidad a sus más allegados aunque los mismos no tuviesen nada claro a qué se refería y andaban más que despistados a tal respecto. 

La muerte de Cristo, la que iba a producirse apenas unas semanas después, era, por decirlo así, promesa de vida eterna. Y los hechos que acontecerían en aquella semana de Pasión que tendría lugar en unos días no eran más que la certificación de que la voluntad de Dios se iba a cumplir a rajatabla y, por muy difícil que pudiera resultar aquello que pronto acaecería, lo bien cierto es que no era más que el decir sí, un fiat particular, de parte de Quien entregaría su cuerpo en manos de los enemigos de Dios. 

En realidad, aquella muerte iba a ser un don de parte de Dios y un regalo de parte de su Hijo. Y don y regalo en proporciones equitativas: Amor del Padre y Amor de Jesucristo dados, uno y otro, a sus hijos y hermanos. 

Morir, de aquella forma tan terrible, era como decir al hombre que daba la vida por sus amigos y todos lo eran. Pero Jesucristo, que llevaba unos años predicando la Buena Noticia, no escatimaría, no iba a escatimar, en entrega y no iba a dejarse nada en el tintero. Es más, cada palabra que dijera cuando llegara el momento y cada gesto añadido era como decir, para que se entendiera, que sí, que iba a dar su vida con gozo y aunque muchos ni acabaran de comprender ni de entender, lo bien cierto es que aquello sería una luz, la Luz del mundo y el mundo, con la que iluminar el camino que llevaría al definitivo Reino de Dios. 

La muerte de Cristo iba a ser, además, una gracia dada por Dios a su descendencia y, según sucedería en aquel mes de abril, la forma más directa y personal de amar a su semejanza por parte del Creador. 

Es cierto, por último, que la muerte del pecado es más que necesaria para llegar a la Semana de Pasión con el corazón limpio pero no menos cierto que eso, la tal muerte, es la premisa esencial que determina que nosotros, los discípulos de Cristo, hemos comprendido lo mejor posible aquella entrega, aquella manifestación de amor y de gozo.

 

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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