Serie “De Jerusalén al Gólgota” – VI. Los que persiguen a Cristo

 

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.

Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.

Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano.

VI. Los que persiguen a Cristo

 

 

En aquel su principio

Después de lo acaecido con el Hijo de Dios es más que cierto que había muchos que, en su tiempo, no lo querían ni ver. No sabemos si lo que le tenían era odio pero, según fue el resultado de su persecución, se parece bastante.

¿Podía pasar otra cosa?

La misión que Jesucristo había venido a cumplir al mundo tenía mucho de trasgresora y de verdaderamente revolucionaria. No era fácil hacer ver lo que tenía que cambiar según lo establecido y, por otra parte, quería un total cambio del corazón o, dicho de una forma más radical, una revolución del alma.

Jesús, por tanto, tenía todas las de perder.

Cuando Jesús sale del río Jordán bautizado por su primo Juan, llamado el Bautista por la función que desempeñaba, nada parecía que la cosa fuera a ir como fue. Sin embargo, bien pronto tuvo que vérselas con el Maligno. Y cuando en el desierto se enfrentó a las tentaciones, estaba claro que no lo iba a tener fácil. Y es que, como se dice en el relato bíblico, el Demonio lo dejó (una vez vio que no podía con Él) para una mejor ocasión. Y es que, ciertamente, las iba a tener.

Comienzo de su ministerio

Jesús iba a comenzar, digamos, con mal pie para algunos. Y es que cuando se presenta, tras su salida del desierto, en la sinagoga de Nazaret y lee el volumen del profeta Isaías (ese en el que dice que el Espíritu está sobre mí…) y acaba diciendo, ante la expectación de los presentes, que lo que había acabado de leer (que el Espíritu lo había enviado a proclamar la libertad de los cautivos, dar vista a los ciegos o, en general, para liberar a los oprimidos) se estaba cumpliendo refiriéndose a su persona… los sabios del lugar empiezan a preguntarse algo así como “quién se cree que es”.

Pero es que, en la conversación que tiene entonces con aquellos que sostienen que, siendo un conocido suyo y, además, hijo de José, no podía ser el Mesías, les dice que hubo tiempos en los que personas que no pertenecían al pueblo elegido por Dios habían sido favorecidas por el Todopoderoso. Y eso fue la gota que colmó el vaso de su menosprecio. Incluso querían arrojarlo por un precipicio…

Parecía que su ministerio podía haber durado muy poco aunque, como también se nos dice, pasó por medio de ellos y se marchó. Y es que, como es bien conocido, aquel no era el momento para que diera su vida por amor a sus amigos.

Y Jesús va haciendo amigos muy especiales. Poco a poco va llamando a los que quiere y ellos, sin conocerlo de nada, debieron verle algo porque todo lo dejaban para seguirle.

No tardó, sin embargo, mucho en verse contradicho por los mismos de antes y de siempre. Celosos de lo que consideraban Ley de Dios, se extrañaban que sus discípulos arrancasen espigas en sábado y se las comiesen. Antes le habían dicho que cómo era posible que los mismos no ayunasen como lo hacían, por ejemplo, los de Juan el Bautista.

Estaba visto, según esto, que Jesús debía corregir muchas cosas. Y una a una las va encauzando o, al menos, procura ser así entendido. Así, por ejemplo, les dice a unos que el Rey David violó, por así decirlo, la ley de no poder comer los panes de la presencia (sólo los sacerdotes podían comerlos) en una ocasión en la que tuvo hambre él mismo y los que le acompañaban. Si eso había hecho David ¿qué no podía hacer Él que era señor del sábado?; a los otros, que cuando el novio fuese arrebatado (refiriéndose a su propia muerte) entonces ayunarían sus discípulos.

Muchos siguen a Jesús

Otro “problema” que tenía Jesús (según sus perseguidores) es que había muchos hermanos suyos en la fe que lo seguían. Bien fuera por lo que habían escuchado de aquel Maestro que enseñaba con sabiduría, bien por lo que hubieran visto… la verdad es que les estaba quitando la clientela a los sabios de su tiempo. Y eso no les gustaba nada de nada.

Prueba de esto es que ni siquiera deja de poner los puntos sobre las íes cuando habla refiriéndose a los ricos. Y no es que Jesús, así dicho, desaprobara la existencia de tales tipos de personas porque bien comprendía que por el devenir de las cosas del mundo, al igual que habría siempre pobres también habría ricos. Eso no lo podía evitar y, seguramente, tampoco convenía que se evitara.

¿Qué tenía, pues, Jesús, contra tal tipo de personas?

Podemos decir que contra las personas, en sí mismas consideradas, nada de nada porque eran también hijos de Dios. Pero el Emmanuel iba contra algo que tampoco iba a granjearle muchos amigos entre según qué tipo de personas adineradas: el egoísmo, la falta de visión del necesitado.

En realidad, Jesús predicó mucho sobre la situación de aquellos que, teniendo posibles, no se dan cuenta de que hay otros muchos (la gran mayoría, como podemos imaginar) que nos los tienen. Si ellos están hartos pero no procuran sanar en lo que puedan las necesidades ajenas… entonces nada están haciendo bien. Es más, si son muy halagados por la gente y les gusta que se hable bien de ellos… entonces es que han perdido la humildad y puede con ellos la soberbia.

Y eso es lo que Jesucristo no puede entender como bueno o mejor sino, siempre, como malo y muy malo.

Pero es que el Hijo del hombre dice unas cosas que van contra todo lo dicho y establecido: que se ame a los enemigos, que se bendiga a quienes nos maldicen, que se ruegue por quienes nos quieren mal, que se le dé a quien nos pida y lo que era el colmo y en resumen: que se tratase al prójimo como quisiéramos que se nos tratase a nosotros. ¡El colmo de la trasgresión social! Eso fue lo que debieron pensar muchos que iban engordando el saco de maledicencias contra Jesús.

Y es que la cosa no iba a acabar ahí.

A lo largo de la vida que hemos dado en llamar “pública” Jesús estuvo muchas veces con fariseos y personas de igual jaez. Muchas veces ellos lo invitaban a comer (lo cual era mal visto por muchos que lo tenían por comilón así como por lo contrario tenían a Juan el Bautista) porque, además, les daba prestigio (¡A ellos que tan mal lo querían!).

Pues bien, en una ocasión, entró una mujer, a la que tenían por pecadora, en la casa de un fariseo que había invitado a comer a Jesús. La cosa era ya mal vista pero aun fue peor cuando la misma comenzó a llorar y con sus lágrimas mojaba los pies de Jesús y los besaba además de ungirlos con perfume.

Aquello tuvo que ser demasiado para los bienpensantes allí presentes. ¡Cómo era posible que aquel hombre, de ser profeta –que no lo era- no se diese cuenta de quién era aquella mujer!

Pero Jesús, que conocía el proceder de aquellos que mal lo miraban, le tuvo que cantar las cuarenta al fariseo invitador: no había cumplido ninguna de las reglas de cortesía de la época porque no le había dado agua para que se lavase los pies, ni le había dado el ósculo de bienvenida ni, tampoco, le había ungido la cabeza con aceite… Sin embargo, aquella mujer, a la que consideraban pecadora, lo había hecho todo: le había lavado los pies con sus lágrimas, se los había besado y, para colmo de los allí presentes, se los había ungido con perfume. ¡Y eso que era pecadora!

Y ahora lo que ya no podían soportar: le perdona los pecados, los muchos que tuviera, porque mucho había amado.

¡Acabáramos! ¡Perdonar los pecados aquel hombre cuando sólo Dios puede hacerlo!

Cristo contra el negocio animal

En Gerasa Jesús se gana otros enemigos. No se trata, ahora, de ricos ni de fariseos que veían como aquel hombre estaba trastocando todo lo que tenían por verdad. No. Ahora se trataba de unos porqueros.

El caso es que un endemoniado se le echó a los pies. No era para menos porque el buen hombre esta poseído por muchos demonios (ellos mismos se llamaban “Legión” porque eran más de la cuenta). Seguramente supo, en un instante de lucidez, que sólo Jesús podía liberarlo.

Y, en efecto, lo libera. Sin embargo, muchos de los que miraban aquel hecho extraordinario de ver como salían del hombre los demonios que lo poseían no veían con buenos ojos dónde iban a ir a parar. Y es que se adueñaron de una piara de cerdos que estaban en el monte.

Ya podemos imaginar que los cerdos, poseídos por demonios, no iban a ser animalitos domésticos como el común de los mortales podía entender que eran, por ejemplo, el perro o el gato. No. Aquellos cerdos se precipitaron en el mar echándose por un precipicio.

Hay bienpensados que sostienen que lo que pasó fue que aquellos cerdos, sabiendo que había, a lo mejor, peces tirados allí mismo al mar por los pescadores, quisieron saciarse con ellos. Sin embargo, no cabe endulzar la situación porque lo que nos dicen las Sagradas Escrituras es que los cerdos… se ahogaron.

Y ahora viene, de nuevo, el fruto maligno que procede de una acción benigna. Y es que Jesús, que hizo aquello para salvar a un hijo de Dios, vio como los dueños de los cerdos, viendo lo que había pasado, le pidieron que se marchara de Gerasa porque su ministerio podía tener muy buen resultado espiritual pero económico, lo que se dice económico, era para ellos más bien negativo.

Jesús tenía para todos… los equivocados

Por su parte, siguió cumpliendo con su ministerio. Así, cura a una hemorroísa, resucita a la hija de Jairo, cura a un epiléptico, expulsa a un demonio mudo, anuncia lo que será su Pasión y se transfigura ante Pedro, Juan y Santiago y, en fin, continua haciendo aquello para lo que había sido enviado y que, como hemos ido viendo, le acarrea la conformación de un numeroso grupo de perseguidores.

Por eso, en una ocasión, se las tuvo que ver con los fariseos y los legistas. Y es que les echaba en cara a los primeros que se preocuparan más de lo exterior que de lo interior, que estaban llenos de rapiña y maldad; también que no se preocuparan lo más mínimo de la justicia de Dios sino sólo de la de los hombres. Y, en fin, en el colmo de la acusación, acierta al llamarlos “sepulcros blanqueados” que ha quedado, desde entonces, como expresión de algo falso y muy alejado de lo que se dice que se es.

Pero es que, como decimos, también los legistas tenían mucho por lo que pedir perdón. Jesús les dice, para que no se lleven a engaño, que sabe que tienen la mala costumbre de imponer cargas que ellos nunca llevan y que, además, edifican sepulcros a los profetas que sus padres mataron. Es más, que se han hecho con la llave del conocimiento pero no para utilizarla en bien del prójimo sino para apropiársela y ser, en lenguaje actual, como el perro del hortelano, que no come ni deja comer.

Por eso Jesús avisa a sus discípulos que debían guardarse de la levadura de los fariseos. Y no se refería a la utilizada para hacer pan sino a la que consiste en lo que se hace pero no en lo que se dice. En tal levadura no debían confiar porque sólo podía dar malos frutos que no podían ser aceptados por Dios.

Y es que Jesús, otras veces, avergonzó a los fariseos (si eso fuera posible según ellos creían ser) acerca del amor que tenían por el dinero que, al parecer, era mucho. Ellos, sin embargo, debían saber, por si lo ignoraban, que Dios veía en el fondo de sus corazones y que las verdaderas intenciones de sus acciones estaban más a la vista del Creador de lo que ellos pensaban.

Y no digamos, por poner otro ejemplo, cómo debió sentar a los cambistas y vendedores de animales del Templo de Jerusalén que les tirara los puestos de tal actividad por el suelo y, además, les dijera que habían convertido la casa de “su” Padre en una cueva de ladrones. Seguramente no les gustó nada de nada.

Por eso, y por muchas otras situaciones, no nos extraña que se nos diga que en cuanto salía de allí donde había dicho las cosas como se debían decir, aquellos zaheridos por sus palabras empezaran a maquinar cómo terminar con aquello o, mejor, con Aquel.

Fariseos

No podemos de dejar de reconocer que aquellos hombres tenían fe. Pero no la tenían como deberían haberla tenido sino como, erradamente, habían ido elaborándola a lo largo de los siglos según unos intereses más bien mundanos. Por eso Cristo había dicho de ellos, a quien quisiera escucharle, que no debían hacer lo que hacían sino, en todo caso, lo que decían. También había dicho que había que tener mucho cuidado con su levadura. Y es que, en realidad, la masa resultante de su acción no sería del agrado de Dios.

Quieren terminar con Quien les ha descubierto (“Raza de víboras…” llegó a llamarles el Hijo de Dios). Llegan, incluso, a renegar de Dios al decir que no tienen más Dios que el César, violentando, nada más y nada menos, que el Primer Mandamiento de la Ley que tanto decían amar y defender y por la que, al parecer, querían que hiciesen matar a Cristo.

Plebe manipulada

Muchos de los que habían seguido a Jesús lo habían hecho por la novedad, porque se decía de aquel Maestro que hacía cosas extraordinarias, tal vez magia…

Aquella plebe, la mayoría analfabeta, se dejaba guiar por sus líderes religiosos. No había en su corazón, ni cabía otra cosa, algo que no fuera lo que aquellos les dijesen. Y lo hacían, además, creyendo que lo hacían según la voluntad del Todopoderoso.

Aquellos que pudiendo haber seguido a la Luz prefirieron las tinieblas merecían, incluso así, la atención de Aquel que los amaba tanto y tanto los amaba. Y ellos, para demostrar de qué pasta estaban hechos, devolvían odio por amor, absurda venganza por perdón.

Lo que Cristo tiene por bueno y mejor

No puedo más que sentir pena por ellos. A lo mejor, de saber esto, pensarían que estoy loco o algo por el estilo. ¡Sentir pena quien está en la situación en la que estoy ahora mismo!

Seguro que, cuando empecé a predicar, nadie de aquellos pensaba nada malo de mí. Era, como mucho, alguien que iba por los caminos enseñando la Palabra de Dios y eso no podía hacer daño.

Reconozco que no todos pensaban eso porque siempre hay suspicaces que creen que algo de lo suyo va a desaparecer cuando alguien nuevo empieza a decir lo que cree es bueno según lo entiende Dios. Pero, en general, de mí nada malo podían pensar.

Eso, es verdad, duró poco tiempo. Y es que cuando fui a mi pueblo y leí aquello del profeta Isaías más de uno empezó a murmurar que quién era yo para decir aquello que decía, que parecía que me quisiese hacer pasar por el Hijo de Dios cuando todos sabían que era el hijo de José el carpintero y de María.

Ciertamente no puedo decir que actuara yo como lo hiciera ese profeta u otros que mi Padre suscitó de entre los hombres. Y no podía hacerlo porque profeta, lo que se dice profeta, nunca lo he sido. ¿Puede ser Dios profeta? ¿No será que sabe lo que pasa por ser, precisamente, el Creador? ¿Estando yo en Dios y Dios en mí… acaso iba a tener necesidad de asirme mi Padre e inspirar lo que debía decir?

En fin… que la cosa no ha ido demasiado bien porque ha habido muchos (y no sólo los más poderosos) que no han entendido mucho de lo que les he dicho. He repetido muchas veces que deben creer en mí (ya lo dijo mi Padre cuando salí del Jordán y, luego, para unos pocos, en el monte cuando me transfiguré) pero, al parecer, no les ha gustado mucho lo que les he dicho. Y es que deben corregir tantas cosas de su comportamiento y de su forma de decir que son hijos de Adonai, Padre mío, Abba, que no podía, ¡qué menos!, sino advertirles de lo que les podía pasar.

Pero es que, además, les he marcado el camino a seguir: soy el Camino, la Verdad y la Vida. ¿Es que no han visto lo que he hecho muchas veces ante sus ojos atónitos? ¿No era prueba más que suficiente de que tenía el poder de Dios y, en suma, que era Dios hecho hombre?

Pues no, muchos se han aferrado a las cosas del mundo y no han querido mirar hacia arriba; han preferido lo mundano y lo carnal y no han hecho prevalecer lo espiritual, lo que vale para la vida eterna, lo que no se corroe ni muere.

Por eso digo que siento pena por ellos. En mi situación actual aquí, en este camino con la Cruz a cuestas, aunque me ayude Simón, no puedo, como poco, sino pedir a Dios porque muchos no saben lo que hacen. ¡Ay!, sin embargo, de los que sí lo saben.

De nosotros mismos a Cristo

Muchas veces, Jesús, actuamos de forma muy parecida a cómo hicieron aquellos que te perseguían. Ellos decían que sostenían sus acusaciones en la Ley de Dios y en sus costumbres pero nosotros no tenemos nada a lo que aferrarnos y defendernos de lo que podrían ser acusaciones tuyas y de Dios Padre. Es decir, como sabemos que seremos juzgados, estamos más que seguros que ciertas actitudes nuestras serán tenidas en cuenta a la hora de nuestro juicio.

Por eso te pedimos perdón, hermano Jesucristo, por las ocasiones en las que no hemos querido comprender la Palabra santa que ha salido de tu boca; también por aquellas que, aun comprendiéndola, no la hemos querido poner en práctica por egoísmos muy mundanos.

Muchas veces, por eso mismo, te hemos perseguido con una saña que es una gran vergüenza para nosotros que tantas veces nos preciamos de decir que somos hermanos tuyos cuando, en realidad, nos comportamos como enemigos graves y perseverantes.

Perdona, Señor, nuestro Señor, las ofensas con las que nos hemos dirigido a Ti mientras tú nos has mirado con ternura y ansia de perdón siendo, el mismo, uno que a veces ni queremos recibir para no manifestar lo que somos de verdad.

            

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno 

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

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