San Josemaría y la lucha interior – Esperanza de vencer en la lucha interior

 

¿Cómo entiende el fundador del Opus Dei la lucha interior? ¿Cómo cree que debe plantearse la misma cada hijo de Dios? o ¿Es posible salir vencedor de tal enfrentamiento con nosotros mismos?

El joven Escrivá sabía de luchas interiores porque era una criatura de Dios consciente de lo que eso supone. Por eso, en el punto  729 de “Camino” exclama “¡Oh, Dios mío: cada día estoy menos seguro de mí y más seguro de Ti! Reconocía, por una parte, su propia debilidad y por otra la tabla de salvación que tenía en el Creador.

Entre las muchas homilías que se encuentran recogidas en “Es Cristo que pasa” la que corresponde al 4 de abril de 1971, a la sazón Domingo de Ramos, tiene como objeto, entre otros, manifestar qué es la lucha interior y cómo ha de encarar el discípulo de Cristo la misma.

Y es que el cristiano, como persona que se inmiscuye en el mundo porque en el mundo vive y habita, ha de enfrentarse contra aquella tendencia, natural y propiamente humana, de actuar en contra de la voluntad de Dios y en perjuicio directo de su propia existencia. Ahí se encuentra la lucha interior y ahí, exactamente, el Espíritu de Dios echa su cuarto a espadas en la defensa de sus hijos.

Si hay, por lo tanto, una lucha que el cristiano debe, siempre, afrontar, es la que ha de tener con su propio corazón. Pero también reconocemos que la dificultad que encierra tal lucha es grande porque el mundo y sus llamadas hacen, a veces, difícil la pervivencia de la llama de la fe.

Tenemos, por tanto, enemigos que batir en nuestro corazónmundo, demonio y carne. Y, aunque pueda parecer que se trata de un posicionamiento algo antiguo, que cada cual haga examen de conciencia y vea si es o no cierto lo dicho por san Josemaría.

Muchas veces, sin embargo, caemos y nos dejamos llevar por nuestras humanas inclinaciones. Bien sabemos que, como dijo san Pablo, a veces hacemos lo que no debemos a pesar de que sabemos que no debemos hacerlo. Sin embargo, ante esto, nos dice el autor de Camino lo siguiente (punto 711):

“Otra caída… y ¡qué caída!… ¿Desesperarte?… No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús. —Un “miserere” y ¡arriba ese corazón! —A comenzar de nuevo”.

Es decir, en nuestra lucha interior no estamos solos. Ni mucho menos. Muy al contrario, nos acompañan tanto Jesús como su Madre, María. Así bien podemos decir que nuestro camino no es tan arduo… aunque lo sea.

Eso mismo nos dice en otro puntoel 721:

Si se tambalea tu edificio espiritual, si todo te parece estar en el aire…, apóyate en la confianza filial en Jesús y en María, piedra firme y segura sobre la que debiste edificar desde el principio”.

Pero… ante esto, ¿Qué podemos tener como seguro? Pues algo muy sencillo:

¡Que cuesta! —Ya lo sé. Pero, ¡adelante!: nadie será premiado —y ¡qué premio!— sino el que pelee con bravura”.

En este punto, el que hace 720 de “Camino” nos pone, sobre nuestros hombros, una carga que ha de ser gozosa: hay que pelear con bravura y no vale mantenerse al margen de lo que, espiritualmente, nos pase.

Y, sobre todo, lo siguiente (punto 733):

Confía siempre en tu Dios.-Él nunca pierde batallas”.

Digamos, ya para terminar, que en el texto de la homilía que aquí traemos se ha respetado la división que ha hecho de la misma el libro citado supra “Es Cristo que pasa” donde está contenida (numerando, así, según consta en el mismo). Lo único que hemos hecho, de nuevo, por así decirlo, es titular cada uno de los apartados relativos, precisamente, a la lucha interior además, claro está, comentarlos.

 

Esperanza de vencer en la lucha interior

 (82)

La liturgia del Domingo de Ramos pone en boca de los cristianos este cántico: levantad, puertas, vuestros dinteles; levantaos, puertas antiguas, para que entre el Rey de la gloria. El que se queda recluido en la ciudadela del propio egoísmo no descenderá al campo de batalla. Sin embargo, si levanta las puertas de la fortaleza y permite que entre el Rey de la paz, saldrá con El a combatir contra toda esa miseria que empaña los ojos e insensibiliza la conciencia.

Levantad las puertas antiguas. Esta exigencia de combate no es nueva en el cristianismo. Es la verdad perenne. Sin lucha, no se logra la victoria; sin victoria, no se alcanza la paz. Sin paz, la alegría humana será sólo una alegría aparente, falsa, estéril, que no se traduce en ayuda a los hombres, ni en obras de caridad y de justicia, de perdón y de misericordia, ni en servicio de Dios.

Ahora, dentro y fuera de la Iglesia, arriba y abajo, da la impresión de que muchos han renunciado a la lucha —a esa guerra personal contra las propias claudicaciones—, para entregarse con armas y bagaje a servidumbres que envilecen el alma. Ese peligro nos acechará siempre a todos los cristianos.

 Por eso, es preciso acudir insistentemente a la Trinidad Santísima, para que tenga compasión de todos. Al hablar de estas cosas, me estremece referirme a la justicia de Dios. Acudo a su misericordia, a su compasión, para que no mire nuestros pecados, sino los méritos de Cristo y los de su Santa Madre, que es también Madre nuestra, los del Patriarca san José que le hizo de Padre, los de los Santos.

El cristiano puede vivir con la seguridad de que, si desea luchar, Dios le cogerá de su mano derecha, como se lee en la Misa de esta fiesta. Jesús, que entra en Jerusalén cabalgando un pobre borrico, Rey de paz, es el que dijo: el reino de los cielos se alcanza a viva fuerza, y los que la hacen son los que lo arrebatan. Esa fuerza no se manifiesta en violencia contra los demás: es fortaleza para combatir las propias debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es contrario.

Hoy, como ayer, del cristiano se espera heroísmo. Heroísmo en grandes contiendas, si es preciso. Heroísmo —y será lo normal— en las pequeñas pendencias de cada jornada. Cuando se pelea de continuo, con Amor y de este modo que parece insignificante, el Señor está siempre al lado de sus hijos, como pastor amoroso: Yo mismo apacentaré mis ovejas. Yo mismo las llevaré a la majada. Buscaré la oveja perdida, traeré la extraviada, vendaré a la que esté herida, curaré a las enfermas… Habitarán en su tierra en seguridad, y sabrán que yo soy Yavé, cuando rompa las coyundas de su yugo y las arranque de las manos de los que las esclavizaron”.

 

******

 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos según lo que nos propone san Josemaría, que en la lucha interior que mantenemos podemos salir vencedores. Es más, que debemos vencer pues lo que está en juego es nuestra vida… eterna.

Pero, para vencer en la lucha interior hay que dejar que Cristo entre en nuestro corazón. Sabemos que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5) y, por eso mismo, necesitamos de su crucial ayuda, auxilio espiritual del Hijo de Dios, en nuestro batallar contra el Mal que es, corrientemente, el origen de todo este embrollo en que nos metemos y del que necesitamos salir.

Resulta síntoma de espiritualidad centrada en Cristo que este punto empiece con una esperanza y termine con una realidad: “que entre el Rey de la paz” escribe san Josemaría al principio de este apartado; y con “cuando rompa las coyundas de su yugo y las arranque de las manos de los que las esclavizaron” termina el mismo y, en general, aquello que en “Es Cristo que pasa” se refiere a la lucha interior.

Todo, por tanto, tiene un punto de apoyo con nombre y sustancia: Cristo y su luz, una esperanza.

Antes que nada, nos conviene saber, y es fácil deducir de nuestro comportamiento que puede ser así, que podemos caer en la tentación de no hacer lo que nos corresponde y, ante ella, no presentar batalla espiritual, interior, contra la misma. Claudicamos, así, y nos dejamos vencer.

Para san Josemaría tal actitud es, claramente, reprobable pues denota que el hijo de Dios no quiere cumplir con la misión que tiene encomendada que es, como mínimo, saber que venceremos… si es que queremos vencer.

Por eso el escritor de “Camino” nos dice (1)  “Un  querer sin querer es el tuyo, mientras no quites decididamente la ocasión. –No te quiera engañar diciéndome que eres débil. Eres… cobarde, que no es lo mismo”.

Vemos que san Josemaría no utiliza palabras dulces cuando el destino de su verbo es situaciones agrias o poco recomendables. La corrección fraterna tiene, de bueno, que pretende decir en qué nos hemos equivocado y, de paso, hacer lo posible para que no caigamos en el error otra vez.

Es bien cierto que, como sabemos, somos pecadores. De aquí que “advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, n debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte” (2) pues no otra cosa es la lucha interior con la que enfrentamos nuestras faltas y pecados.

Pero, como muy bien dice san Josemaría en ese punto de “Es Cristo que pasa” tenemos un gran auxilio en nuestra personal batalla interior: la Santísima Trinidad a la que hay que “acudir insistentemente” pues las Tres Divinas Personas no dejan de llamarnos a convertirnos y a que seamos, verdaderamente, hijos de Dios no meramente nominales.

Así,

-Dios nos llama hacia sí.

-Cristo nos acompaña en nuestro camino hacia el Padre.

-El Espíritu Santo ilumina nuestro corazón e inteligencia para que recordemos aquello relacionado con Cristo y con su voluntad de ser hermano nuestro y Dios mismo hecho hombre.

Alguien podría sostener que es pedir demasiado que la Santísima Trinidad procure por nuestro bien espiritual y que es ir muy lejos pretenderlo. Sin embargo, “no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida sino el favor divino” (3) y es a ellas, a tal favor, al que debemos acudir cuando sabemos que no podemos, por nosotros mismos, luchar adecuadamente contra nuestras humanas y carnales inclinaciones porque “se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor” (4).

En cuanto al Espíritu Santo, Defensor nuestro y “animador espiritual” de nuestro corazón, ya dijimos arriba la relación existente entre la Eucaristía y nuestra lucha interior. Pues bien, a tenor de lo dejado dicho por San Cirilo de Jerusalén (5) cuando participamos en ella “experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús”.

¿Qué, pues, sobre el Espíritu Santo en nosotros a tal respecto?

Dice san Josemaría, en “Amigos de Dios” (30) que “El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra” y no cabe duda alguna que ha de procurarnos, con el correspondiente esfuerzo de cada uno de nosotros, un alma limpia de pecado y de suciedades mundanas.

Es bien cierto, por tanto, que las Tres Santísimas Personas tienen mucho que ver (quieren tener que ver) con nosotros en cuanto a nuestra lucha interior. Al fin y al cabo, debemos tener “presencia de Dios” para tener “vida sobrenatural” (6) y la misma sólo puede alcanzarse si no cejamos de vencernos venciéndonos.

De todas formas existe la común creencia que lo que supone luchar interiormente debe ser algo propio de gigantes en la fe que se enfrentan a grandes problemas espirituales y que salen ganadores de tal batalla debido a sus conocimientos y formación en materia de fe cristiana.

Sin embargo eso supondría que casi ningún hermano de Cristo podríamos hacer nada a tal respecto pues es más que seguro que los menos de nosotros pertenecen a tal grupo de creyentes.

El caso es que las cosas, en este tipo de materia, no son como podemos imaginar que son. Es más, en lo más pequeño se encuentra motivo de lucha y en lo más “irrisorio” (por diminuto) la causa de vencer en la misma.

Dice, a tal respecto, san Josemaría “¿Quieres de verdad ser santo? – Cumple el pequeño deber de cada momento; haz lo que debes y está en lo que haces” (7).

Podemos ver, por tanto, que se trata, precisamente, de aquello que podría parecer insignificante, lo ordinario, lo común, lo que se puede tener por poco o menor en la vida de un hijo de Dios en lo que debemos hacer hincapié porque “en ‘pequeñeces’ está el Amor divino” y en el mismo el destino que queremos para nuestra vida de hijos de Dios que saben que han corregirse en aquello que andan errados.

La lucha interior es, pues, perseverante porque no puede vencer quien, al más mínimo envite de la tentación la acepta y no presenta la cara que ha de presentar quien sabe que, con Dios, todo es imposible y sin Él nada es alcanzable. A este respecto nos dice san Josemaría, en el número 991 de “Camino” lo siguiente:

“No puedes ‘subir’.- No es extraño: ¡aquella caída!…

Persevera y ‘subirás’.- Recuerda lo que dice un autor espiritual: tu pobre alma es pájaro, que todavía lleva pegadas con barro sus alas.

Hacen falta soles de cielo y esfuerzos personales, pequeños y constantes, para arrancar esas inclinaciones, esas imaginaciones, ese decaimiento; ese barro pegadizo de tus alas.

Y te verás libre.- Si perseveras, ‘subirás’”.

Aquí, en este punto de tan estimable libro nos describe el santo de lo ordinario lo que pasa con nuestra lucha interior: existe lo que nos lastra puede ser vencido con esfuerzos, dice “pequeños y constantes” (con lo que puede parecer poca cosa e insistentemente) y entonces, sólo entonces, venceremos y subiremos espiritualmente hacia donde el Padre tiene su seno de Amor y de confianza. Y esto porque es posible vencer, porque está en nuestro esfuerzo vencer y porque, sobre todo, en nuestra espiritual voluntad reside la esperanza de alcanzar la meta deseada.

NOTAS

(1) Camino, n.  714

(2)  Es Cristo que pasa,  n. 75.

(3)   Es Cristo que pasa, n. 133.

(4)  Es Cristo que pasa, n. 155.

(5)  Catecheses, 22.3

(6)  Por dos últimos entrecomillados, Camino, n. 278.

(7)  Camino, n. 815

  

Eleuterio Fernández Guzmán

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1 comentario

  
Enrique
Las tentaciones que el "mundo" nos presenta permanentemente se transforman en asuntos imposibles de vencer si no luchamos con legítima fuerza y si además pretendemos dar la lucha sin la ayuda de la Santísima Trinidad, la lucha siempre es difícil, el demonio es hábil, sin embargo, con la ayuda de Dios y con nuestro propio esfuerzo podemos salir victoriosos.
09/04/16 12:01 AM

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