InfoCatólica / Eleuterio Fernández Guzmán / Archivos para: Agosto 2017

31.08.17

El rincón del hermano Rafael – “Saber esperar”- Comprender y entender lo importante.

“Rafael Arnáiz Barón nació el 9 de abril de 1911 en Burgos (España), donde también fue bautizado y recibió la confirmación. Allí mismo inició los estudios en el colegio de los PP. Jesuitas, recibiendo por primera vez la Eucaristía en 1919.”

Esta parte de una biografía que sobre nuestro santo la podemos encontrar en multitud de sitios de la red de redes o en los libros que sobre él se han escrito.

Hasta hace bien poco hemos dedicado este espacio a escribir sobre lo que el hermano Rafael había dejado dicho en su diario “Dios y mi alma”. Sin embargo, como es normal, terminó en su momento nuestro santo de dar forma a su pensamiento espiritual.

Sin embargo, San Rafael Arnáiz Barón había escrito mucho antes de dejar sus impresiones personales en aquel diario. Y algo de aquello es lo que vamos a traer aquí a partir de ahora.

             

Bajo el título “Saber esperar” se han recogido muchos pensamientos, divididos por temas, que manifestó el hermano Rafael. Y a los mismos vamos a tratar de referirnos en lo sucesivo.

 

“Saber Esperar” - Comprender y entender lo importante.

 

“Decía Job que, pues recibimos con alegría los bienes de Dios, ¿por qué no hemos de recibir así los males?

 ¿Mas acaso todo eso me impide amarte?… No…, con locura debo hacerlo.

 ¡Vida de amor! He aquí mi Regla, mi voto…, he aquí la única razón de vivir”.

  

No podemos dejar de reconocer que tanto el santo Job, y su épica paciencia, como nuestro hermano Rafael, a la sazón San Rafael Arnáiz Barón, sabían lo que les convenía que, en resumen, se cifra en aceptar la voluntad de Dios y, además, estar agradecidos.

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30.08.17

Serie “Un día con siete mañanas. Sobre la Creación - 3 - El hombre, creación de Dios (Filiación divina)

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“En el principio creó Dios los cielos y la tierra.”

(Génesis 1, 1)

  

Cuando decimos, porque lo creemos, que Dios creó el cielo y la tierra y repetimos aquello de que al séptimo día descansó, no queremos decir, o no deberíamos entender con eso, que el Creador descansó y, acto seguido, se olvidó de lo creado. Muy al contrario es lo que sucedió y sucede porque Quien todo lo creó todo lo cuida y guía y que, por decirlo pronto, el mundo está en sus manos; que el ser humano no es esclavo de Dios sino amigo e hijo suyo y que, cosa que sucedió con Jesucristo, llega a ser capaz de hacerse débil para salvarnos.

 

Creó, pues, Dios. Y, como dice el Apocalipsis (4, 11) “Tú has creado el universo, por tu voluntad, no existía y fue creado”. Por eso estamos en la seguridad de que lo que existe no es producto de la casualidad sino de la puesta en práctica de un diseño inteligente en manos de una mente algo más que inteligente. Y porque “Todo lo creaste con tu palabra” (Sb 9,1) confesamos nuestra fe en tal creación y nos sometemos a ella no sin olvidar que la entregó para que no la dilapidáramos sino para que cuidáramos de misma. 

En los relatos de la Creación (Gen 1,1-2; 2,4-25) podemos constatar que la voluntad de Dios tiene pleno sentido en la comprensión de que lo que crea lo hace, digamos, en beneficio de lo que consideró como muy bueno haberlo creado, su criatura, su semejanza e imagen o, lo que es lo mismo, el ser humano. Somos, por lo tanto, herederos desde que Dios nos crea pues hijos suyos somos y nos dota de alma espiritual, de razón y de voluntad libres. 

Creó, pues, Dios. Y lo hizo con el cielo y con la tierra o, lo que es lo mismo, con todo lo que existe y, yendo un poco más allá, con todas las criaturas corporales y espirituales. Por eso dice el Credo, en su versión de Nicea-Constantinopla, “de todo lo visible e invisible” y por eso mismo se nos concede la posibilidad, don de Dios, de tener presente en nuestra existencia a los seres espirituales que no son de carne como somos los mortales pero que aportan a nuestra existencia de creyentes una solidez insoslayable. 

El caso es que Dios, cuando llevó a cabo la Creación tuvo que pensar, lógicamente, en todos los detalles de la misma. Pero a Él le llevó el tiempo que le llevó. 

En realidad, el día en el que Dios creó lo visible y lo invisible fue uno propio. Queremos decir que el tiempo del hombre y el de Dios no son lo mismo, no duran lo mismo. Por eso la Santa Biblia nos recuerda algo que, para esto, en concreto, es muy importante:

 

“Porque mil años a tus ojos son como el ayer, que ya pasó, como una vigilia de la noche (Salmo 89, 4).

 

“Mas una cosa no podéis ignorar, queridos: que ante el Señor un día es como mil años y, ‘mil años, como un día.’”  (2 Pe 3, 8).

 

Sabemos, por tanto, que si para Dios ha pasado un día, para el hombre han pasado 1000 años. Así, podemos sostener que la Creación de Dios ocupó, en tiempo humano, unos 6000 años mientras que para Dios apenas habían pasado 6 días. Aunque esto, claro, sólo lo sabremos cuando, si Dios quiere y ponemos de nuestra parte, estemos en el Ciel. 

De todas formas, la Creación, obra portentosa de Quien tiene todo el poder, nos ayuda a comprender lo que significa que para Dios nada hay imposible (como le dijo el Ángel Gabriel a la Virgen María en el episodio de la Anunciación y refiriéndose a su prima Isabel –véase Lc 1, 26-38-) y que aquello, la Creación misma, fue el mejor regalo que un Padre podía hacer a quienes serían sus hijos creados, también, por Él. 

Y todo eso pasó y sucedió en un día que, por cosas de Dios, tuvo siete mañanas.


3 - El hombre, creación de Dios  (Filiación divina)

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Y dijo Dios: ‘Hagamos al ser humano a

nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a

imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó.’

(Génesis 1, 26-27)

 

En el día en el que, según el Génesis, creó Dios al hombre, macho y hembra los creó, como nos dice el Libro Santo. Desde entonces, entre la criatura y su Creador se estableció una relación tan especial que no se puede entender la existencia del ser humano sin una que lo sea con el Padre y sin una referencia al Todopoderoso. 

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29.08.17

Un amigo de Lolo – "Lolo, libro a libro"- Lo dice un santo.

Presentación

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Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infligían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

 

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A partir de hoy, y con la ayuda de Dios, vamos a dedicar los próximos artículos referidos al Beato Manuel Lozano Garrido, a traer aquí textos de sus libros. Y vamos a hacerlo empezando por el primero de ellos, de título “Mesa redonda con Dios”. 

Lo dice un santo

 

“Mi lema pienso que sea siempre el de un inmenso respeto a la vida, a la sagrada vida que has creado.” (“Mesa redonda con Dios”, p. 78).

 

Bien podemos decir que quien se dice y se sabe hijo de Dios y se incardina (su corazón lo tiene dentro de) la Iglesia católica, tiene unos principios que seguir. Es decir, ser piedra vida de la Esposa de Cristo no es como serlo de un equipo de fútbol al que podemos dar la espalda según vayan los resultados… Y eso quiere decir que nuestras obligaciones son serias, más que serias y contundentes para con los tibios de corazón.

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27.08.17

La Palabra del Domingo -27 de agosto de 2017

     

 Mt 16, 13-20

 

“13 Llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: ‘¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?’ 14 Ellos dijeron: ‘Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas.’ 15 Díceles él: ‘Y vosotros ¿quién decís que soy yo?’ 16 Simón Pedro contestó: ‘Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.’ 17 Replicando Jesús le dijo: ‘Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. 18 Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. 19 A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos.’ 20 Entonces mandó a sus discípulos que no dijesen a nadie que él era el Cristo.”

 

  

COMENTARIO

 

El que en otro tiempo era llamado Cefas y vino a ser Pedro

 

Jesús era la mar de curioso. Le gustaba saber lo que pensaban de Él. Se quiere decir que le gustaba escucharlo en boca de otros porque saberlo, por ser Dios, lo sabía aunque pueda creerse que, en cuanto hombre no podía saberlo todo. Sí, claro, en cuanto Dios.

Pero este texto del evangelio de san Mateo resulta curioso porque es circular. Resulta que empieza y acaba de la misma forma que no es otra que diciendo Jesucristo que era el Enviado de Dios, el Mesías… el Cristo. Al menos tiene tal espíritu.

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26.08.17

Serie “Al hilo de la Biblia- Y Jesús dijo…” – El mandamiento de Jesucristo

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, en muchas ocasiones Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo.

 

El mandamiento de Jesucristo

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Y Jesús dijo… (Jn  15, 12)

 

“Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.

 

En una ocasión (seguramente en más), que sepamos, el Hijo de Dios se vio en la obligación de tener que decir que había sido enviado al mundo no, precisamente, a que se derogara la Ley de Dios sino, justamente, al contrario: para que se cumpliera. 

A este respecto, si hay una Ley que podamos considerar la primera, la más importante, en el Reino de Dios (en éste, en el que implantó Jesucristo y en el otro, el definitivo, el Cielo) es, y no por casualidad, la del amor, la caridad. 

Sobre esto ya dijo San Pablo que de las tres virtudes que consideramos teologales (no dijo que fueran sino que así las considera la doctrina católica), la fe, la esperanza y la caridad, la única que prevalece en el Cielo es la caridad, el amor. Y eso porque, estando en la Casa de Dios de nada sirve ni esperar ni siquiera creer o confiar porque ya se está en la Visión Beatífica. 

Bien. Pues eso, el amor, es lo que quiere que se implante Jesucristo entre los suyos. 

A tal respecto, nos referimos al poco extenso del Evangelio de San Juan sobre esto, el que aquí traemos, cualquiera podría decir que lo que hace Jesucristo es implantar un Mandamiento nuevo, como si no valieran los Diez que Dios entregó a Moisés cuando subió al monte, precisamente, para que la Ley del Todopoderoso le fuera entregada en dos tablas. Pero nada más lejos de la realidad porque se trata, exactamente, de lo mismo pero acentuando lo básico, para que todos lo puedan entender. 

A lo largo de la vida de Jesús, el hijo de María y adoptivo de José, el carpintero de Nazaret, si algo había que pudiera caracterizar la existencia de aquel Maestro bueno en obras y palabras fue, precisamente, el amor. Es decir, cada una de sus acciones (y la última, su entrega en la Cruz, es ejemplo claro de eso) estaba regida y lleva por la caridad que tenía por cada uno de sus hermanos que Dios le había entregado para que los cuidara y no se perdieran. Y ninguno se perdió… salvo el hijo de la perdición llamado Judas… 

Bueno. Decimos que el Amor, así escrito con mayúsculas (porque es el de Dios hecho hombre) es lo que quiere transmitir, en su última hora, Quien ha amado más que nadie y hasta el extremo de dar su vida por sus amigos. 

Todo, pues, lo resume en algo sencillo. Es decir, no hace grandes teologías (si es que no es grande la teología del amor, que lo es) sino que, de forma clara y sencilla, repetimos, lo dice: quiere que todo se amen.

Sin embargo, no quieren que se amen de cualquier forma. Es decir, no vale el amor mentido o disimulado que, muchas veces, manifestamos a lo largo de nuestra vida. Tampoco el interesado con egoísmos. No. Lo que dice Jesucristo es que debemos amar, como Él nos ha amado. 

El amor, así, visto desde el punto de vista del Hijo de Dios, alcanza un nivel que, ciertamente, muchas veces resulta inalcanzable para aquellos que caminamos rastreramente por el mundo o, por decirlo de otra forma, para aquellos que no miramos mucho hacia arriba sino hacia los lados; no hacia Dios, sí hacia nuestros semejantes como si no existiera nuestro Creador… 

El amor, en suma, de Quien busca el bien de quien ama y conoce (también de quien no conoce porque va a morir por todos para que muchos se salven) es lo que quiere para aquellos que son sus hermanos, para aquellos que lo confiesan como Hijo de Dios y, por tanto, como Dios mismo hecho hombre. Y es un amor que ya sabemos en qué terminó: entregando su vida para que se abrieran las puertas del Cielo y pudiéramos entrar nosotros, aquellos que Dios había creado y que tantas veces indignos somos de llamarnos hijos suyos. Pero el amor, el Suyo, es que quiere para nosotros. Y es que lleva directamente al Cielo, sin la estación intermedia del Purgatorio-Purificatorio. Directamente, ante Dios. Y por amor, “solo” por amor.

 

Eleuterio Fernández Guzmán

Nazareno

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