Es contradictorio que mientras se reconoce la fuerte crisis que atraviesa el sacramento de la confesión, por otra parte no son pocos los sacerdotes que se muestran fastidiados cuando hay quienes acuden con cierta frecuencia a este sacramento (no me refiero a dirección espiritual, sino a la simple confesión de los pecados; a la necesidad del sacramento cuando el fiel sabe que ha pecado y requiere el perdón de Dios y su gracia para seguir el combate espiritual cotidiano).
En efecto, aunque los últimos pontífices hayan recomendado vivamente en varias oportunidades la confesión frecuente, lo cierto es que para hablar de misericordia todos están prontos, pero para facilitar el acceso al tribunal de Misericordia por antonomasia, algunos “miran para otro lado”. ¿Cómo se explica? Muy fácilmente, tal vez algo más o menos así: “¿para qué necesitan los fieles la misericordia de Dios si con la mía es suficiente?; si soy tan generoso como para darles mi poderosa absolución de opinión, tranquilizando sus conciencias ¿para qué tanto trámite?”…
Palabras más, palabras menos, no se puede negar que para muchos -incluso para ciertos ministros ordenados- la confesión parece que se ha reducido a un trámite, a lo sumo una necesidad humanitaria dispensadora de consuelo psicológico, pero sustancialmente…
-¿Y la gracia? -dirá algún incauto que cree que el Catecismo es compartido por todos los fieles-
-Bien, gracias.
Por eso, entonces, nunca será suficiente nuestra insistencia en ella.
Porque en última instancia, este escamoteo del sacramento es una auténtica usurpación, una estafa a los fieles, y es justo y necesario reclamar lo que Dios quiere darnos como a hijos suyos que somos. Es usurpación del poder exclusivamente divino de perdonar nuestros pecados a través del sacramento; mentira y estafa a los fieles, a quienes muchas veces se “despacha” sin perdón y sin el fortalecimiento que nos otorga la gracia sacramental, necesaria como el agua para seguir creciendo.
Lo más penoso en este panorama es la gran cantidad de almas de buena fe que van siendo así alejadas de este precioso manantial de “agua viva", anestesiadas tal vez por su trato amistoso con el padre Tal o Cual, pero que van acostumbrándose a vivir casi exclusivamente “a lo humano”, renunciando a lo divino…y hay que decir una y otra vez que eso, para un cristiano, es una verdadera monstruosidad, como si en el plano físico nos conformásemos con vivir “a lo animal”.
En el comienzo de la novena de la Asunción, que nos insta a levantar decididamente el alma, me ha parecido oportuno compartir con los lectores algunos párrafos de una homilía del Santo Cura de Ars (*), ya que también acabamos de celebrar su fiesta. Él, como nos recordaba la carta de convocatoria al Año Sacerdotal, “parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”.
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