El misterio del pueblo sonriente
Hace muchos años, cuando yo era un chaval, temporibus illis, los veranos eran siempre un tiempo de aventuras. Mis padres tenían la costumbre de viajar por Europa los veranos en la furgoneta que teníamos. Viajábamos económicamente, de camping en camping y llevando la comida y casi todo lo que necesitábamos desde España, para poder alargar nuestra ruta todo lo posible.
Así conocimos multitud de países y lugares que fascinaban a un niño como yo: las casi verticales viñas del Rin entre castillo y castillo; las inundaciones de Venecia y sus autobuses flotantes; el más suntuoso palacio de los papas en Francia; la torre inclinada de Pisa que, al menos en esa época, no tenía barandillas; las cataratas del Rin en Suiza, donde el piloto del barco turístico conseguía arrancar un grito a los visitantes acercándose hasta el mismo borde de las rugientes masas de agua; la no-tan-oscura Selva Negra y los castillos del Rey Loco; las catacumbas romanas con ecos de mártires en sus pasadizos… Decenas de lugares sorprendentes y con nombres exóticos y misteriosos. Sin embargo, entre todas las cosas sorprendentes que vi, se ha grabado especialmente en mi memoria el misterio del pueblo sonriente.