Creo por unos caramelos de colores
Signos de la fe (XIII). Cuando era pequeño, iba a veces con mi madre a una tienda de caramelos cerca de mi casa, que ya no existe. Era una tienda de ésas en las que los dulces se venden a granel y el cliente los va metiendo en bolsitas que luego se pesan al terminar. Como a todos los niños, me encantaba esa tienda. De hecho, recuerdo los caramelos de entonces como mucho más coloridos que los caramelos de ahora, con una luz especial que da a las cosas la ilusión.
Estando en la tienda mientras mi madre compraba, yo, de vez en cuando, tomaba un caramelo y me lo comía, sin pagarlo. No recuerdo que me hubiera planteado siquiera que eso pudiera estar mal o bien. De hecho, no me escondía al hacerlo, hasta el punto de que, inocentemente, debí de mencionarlo un día en mi casa. Como es lógico, mi madre, al oírlo, me regañó y me hizo ver que eso era robar y estaba mal.
En vez de darme un azote o castigarme, mi madre decidió que yo debía ir a la tienda a dar algo de dinero por lo que había cogido y a disculparme por ello. Pasé una vergüenza horrible. Memoricé lo que tenía que decir (todavía lo recuerdo, después de tantos años) y, cuando llegué a la tienda, lo solté de carrerilla y mirando al suelo, mientras la dependienta apenas podía contener la risa. Dejé mis monedillas en el mostrador y me marché corriendo.