El fariseo soy yo
Cuando leemos los Evangelios, a menudo experimentamos una tendencia casi irrefrenable a emparejar a cada uno de los personajes evangélicos con personas o grupos de personas de nuestro entorno… y también a menudo lo hacemos fatal, proyectando nuestras neuras y rencores en el Evangelio, en lugar de dejar que el Evangelio sane esos rencores y esas neuras.
Quizá nos consuele (por aquello de que mal de muchos, consuelo de tontos) que se trata de un pasatiempo tan frecuente como inconsciente. Recuerdo un seminarista que me dijo hace mucho tiempo, completamente en serio, que los fariseos del Evangelio, en nuestra época, eran los ricos, los que tenían dinero. Como es lógico, el muchacho deducía de eso que los ricos eran los causantes de todo el mal del mundo y continuaba aplicándoles todas las invectivas de Cristo contra los fariseos: sepulcros blanqueados, nidos de víboras, etc.
En vano le señalé que en el Evangelio también aparecían ricos: los publicanos, que no eran simplemente ricos, sino además ricos malvados, timadores y sinvergüenzas, explotadores del huérfano y la viuda. Asimismo, le hice notar que, a pesar de eso, Cristo fue muy criticado por comer con ellos y por mostrarles exactamente el mismo amor y la misma llamada a la conversión que a la pecadora de la lectura de hoy y que esa frase tan escandalosa de que las prostitutas nos precederán en el Reino de los Cielos, en realidad dice que los publicanos y las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos. También me esforcé por explicarle que, si hay algo característico del fariseísmo, es mirar por encima del hombro a los demás, incluidos los ricos, pero en vano. Aquel seminarista (que era una buenísima persona) se había educado en una de esas tristes parroquias que han puesto “lo social” en el lugar del Evangelio y para las que “los ricos” son la quintaesencia del mal en el mundo, así que le habían inculcado desde pequeño que los malísimos fariseos sólo podían ser los ricos.

Hace muchos años, viajé a Loretto con ocasión de un encuentro de jóvenes con el Papa Juan Pablo II que se celebró allí. Al visitar la basílica, me impresionó mucho un mosaico con una escena de la vida de Cristo que nunca había visto antes: la aparición de Cristo resucitado a Nuestra Señora, en la mañana de Pascua.
Una de las cosas que más me fascinan de la Sagrada Familia de Barcelona es el profundo simbolismo de cada detalle del templo expiatorio. Cada pequeño adorno parece estar pensado y tener su sentido especial.
Hace algún tiempo, pasé por Manresa y fui a Misa al santuario que allí tienen los jesuitas, junto a la famosa cueva en la que San Ignacio vivió un tiempo como ermitaño después de su conversión. Me encanta ir a rezar en lugares en los que ha habido personas que han amado a Dios sin reservarse nada. En la iglesia grande, me resultó curioso el detalle de que los responsables habían arrancado los reclinatorios de los bancos, sin razón aparente más que impedir arrodillarse a los fieles. También me sorprendió que, en lugar de textos de San Ignacio o de otros santos jesuitas, el material gratuito que se ofrecía para la oración eran folletos repletos de diatribas contra las malvadas empresas farmacéuticas y otros cocos de la sociedad moderna.
Cuando llega la Semana Santa, suelo acordarme de Marrakech. Como veo que esto suena algo extraño, explicaré que, al acercarse la Semana Santa, lo que hago es acordarme de la parábola evangélica de los jornaleros y eso inevitablemente despierta en mí los recuerdos de Marrakech. Curiosamente, tuve que viajar a un país musulmán como Marruecos para que la parábola de los jornaleros que empezaron a trabajar por la mañana, al mediodía y a media tarde se convirtiera en algo concreto y tangible en mi mente.



