Hay que tener mucha fe

Panes y pecesHace algún tiempo, pasé por Manresa y fui a Misa al santuario que allí tienen los jesuitas, junto a la famosa cueva en la que San Ignacio vivió un tiempo como ermitaño después de su conversión. Me encanta ir a rezar en lugares en los que ha habido personas que han amado a Dios sin reservarse nada. En la iglesia grande, me resultó curioso el detalle de que los responsables habían arrancado los reclinatorios de los bancos, sin razón aparente más que impedir arrodillarse a los fieles. También me sorprendió que, en lugar de textos de San Ignacio o de otros santos jesuitas, el material gratuito que se ofrecía para la oración eran folletos repletos de diatribas contra las malvadas empresas farmacéuticas y otros cocos de la sociedad moderna.

Hubo algo, sin embargo, que me llamó mucho más la atención: la homilía pronunciada en la Misa. Se trataba del Evangelio que relata una de las multiplicaciones de los panes y los peces y el sacerdote dedicó su homilía a explicarlo. Este sacerdote debía de ser un hombre con una enorme fe, a juzgar por lo que dijo en su homilía.

Según este (supongo) jesuita, el milagro de la multiplicación de los panes y los peces fue un milagro de solidaridad. No es que realmente se hubieran multiplicado los cinco panes y dos peces por el poder divino de Jesucristo, sino que sus palabras y la generosa acción del muchacho que los había donado movieron a la muchedumbre a compartir lo que tenían. Y he aquí que, compartiendo, resultó que había comida suficiente para todos y aún sobraron unos cuantos canastos. Una bonita historia, con final feliz.

Tamaña fe, sin embargo, está por encima de mis posibilidades. Confieso que me resulta imposible creerme algo así. Esencialmente, porque para ello hay que comulgar con ruedas de molino, como se dice en España. Es decir, hay que creerse una de tres premisas ocultas.

La primera posibilidad es creer que eso es lo que en realidad quiere decir el Evangelio. Según esta posibilidad, el Evangelista quería hablar de la solidaridad despertada por Jesús en el corazón de los que le escuchaban y lo expresó de esa manera. Esta posibilidad es absolutamente increíble, porque el Evangelista dice expresamente lo contrario multitud de veces a lo largo de todo el relato (cf. Jn 6,1-15).

Los Apóstoles ven que no pueden dar de comer a tanta gente, lo cual sería absurdo si esa gente tuviera comida, porque no tenían ninguna obligación de darles de comer. Se habla de un muchacho que “tiene” cinco panes y dos peces, no que los ofrezca como ejemplo para los demás. Se habla del número de personas, unas cinco mil hombres además de las mujeres y niños, lo cual no tiene sentido si la gente tiene comida y el milagro es compartir, porque se comparte igual entre cinco que entre cinco mil. Es Jesús el que “repartió” los panes y los peces entre los cinco mil que estaban recostados, lo cual de nuevo no tiene sentido si la gente estaba compartiendo entre sí. Comieron “todo lo que quisieron”, lo cual contradice la hipótesis de la comida compartida, porque implicaría que todo el mundo tenía mucha comida y, por lo tanto, que no había ningún problema que solucionar. Los apóstoles recogen lo sobrante en doce canastos, cosa que carece de sentido si no hubiera habido un milagro, porque el que comparte el bocadillo que se ha traído de casa, se lleva de nuevo a su casa lo que sobra. Al final, el texto dice que los doce canastos se llenaron “con los trozos de los cinco panes de cebada que habían sobrado”, es decir, expresamente se vuelve a decir que lo que se había comido eran los cinco panes y no la comida compartida que hubiera traído la gente. Entonces la gente, al ver “la señal que había realizado” considera a Jesús como el profeta (ni siquiera un profeta, sino el profeta que había anunciado Moisés), algo bastante excesivo por el simple hecho de haber animado a todos a no ser tacaños y compartir un poco. Finalmente, quieren proclamarle Rey, algo que sólo se explica si hubiera realizado un milagro verdaderamente espectacular. ¿Quién puede creer que alguien que repite una y otra vez “blanco, blanco, blanco, blanco” en realidad quiere decir “negro”? Si alguien se lo cree es que tiene unas tragaderas enormes.

La segunda posibilidad consiste en pensar que el Evangelista creía que se había producido un milagro prodigioso pero, en realidad, sólo había habido solidaridad humana, promovida por las enseñanzas de Cristo. Esta idea parte de una suposición muy común hoy en día, pero, a mi entender totalmente absurda: que la gente de hace dos mil años era estúpida. Porque hay que ser estúpido para no saber distinguir entre un grupo de gente que tiene una merendola en común en una fiesta campestre y un milagro espectacular en el que cinco panes y dos peces alimentan a una inmensa muchedumbre. En realidad, basta con leer unos pocos libros antiguos para descubrir que la gente de hace dos mil años, como la de hace mil, era, en esencia, muy parecida a la actual, con cierto sentido común, sobre todo para las cosas cercanas y conocidas. También como nosotros, la gente de hace dos mil años podía equivocarse, pero no en cosas evidentemente absurdas, como confundir una merienda en común con un gran milagro.

La última posibilidad que nos queda para aceptar la idea del jesuita es aún más increíble que las dos primeras: suponer que el Evangelista sabía que no había habido ningún milagro pero aún así habló de él, para conseguir que sus oyentes creyeran en Jesucristo. Es decir, en palabras llanas, que el Evangelista era un cuentista. No hace falta pensar mucho para deducir que, si así fuera, absolutamente todas las enseñanzas de la Iglesia podrían estar igualmente basadas en falsedades, especialmente las que son mucho más importantes y trascendentales que la multiplicación de los panes: la encarnación, la Redención, la Resurrección de Cristo, etc. En ese caso, al margen de otras conclusiones, lo que no tendría ni el más mínimo sentido es ser jesuita, celebrar la Misa o pronunciar una homilía sobre un evangelio falso y mentiroso. Y, por supuesto, sólo habría alguien más necio que aquel que se dedica a sermonear sobre ese evangelio: los que escucharan tales sermones.

Por otra parte, esta última posibilidad tampoco parece explicar un hecho objetivo crucial: que la mayoría de los apóstoles, evangelistas y dirigentes de las primeras comunidades murieron mártires por no renunciar a su fe. No es raro que alguien se invente historias de fantasmas, por diversión, lucro o simplemente porque sí. Lo que resulta muy difícil de creer es que alguien se invente conscientemente una serie de historietillas de fantasmas… y luego prefiera esas historietillas a su propia vida.

En fin, ante la credulidad ingenua y tontorrona que manifiestan afirmaciones como las del jesuita de Manresa y tantos otros, yo, como el Padre Brown de Chesterton, prefiero mantener un sano escepticismo y quedarme con el profundo sentido común de la fe católica.

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Lectura recomendada: José María Iraburu, Los Evangelios son verdaderos e históricos, Ed. Gratis Date.