No hacer mudanza, sino mesanza

Es de sobra conocida la regla atribuida al santo soldado vasco que aconseja “en tiempos de turbación, no hacer mudanza”. En efecto, cuando la mente está agobiada o incluso oscurecida por sufrimientos y angustias, no es tiempo de abandonar las buenas convicciones, sino de mantenerse firme en la verdad, aunque esa verdad se haya nublado y no percibamos su esplendor como antaño.
Se trata de un sabio consejo no solo en momentos personales de angustia, sino también, muy especialmente, en tiempos de crisis y postración de la Iglesia (y de la civilización antiguamente cristiana), como los nuestros. Son tiempos en los que toca ser fieles contra viento y marea a Cristo, a su esposa la Iglesia y a la fe.
Pensar en estas cosas me ha hecho recordar unos versos de Julio Martínez Mesanza, un estupendo poeta madrileño de estilo muy particular e inimitable. De hecho, significativamente, sus poemas tienen métrica, pero no rima, quizá para que ni siquiera los versos parezcan imitarse unos a otros. En cualquier caso, hable de lo que hable, de los tártaros, de los antiguos griegos o de lo que sea, Mesanza tiene una capacidad especial de evocar sensaciones, de modo que uno puede decir: justo eso; justo eso es lo que yo sentía.
En el poema del que me he acordado, titulado “Las trincheras”, se habla de las amargas palabras de Marta cuando reprochó a Cristo que no hubiera llegado antes para curar a su hermano y que, en esencia, podrían hacer suyas:
…los desesperanzados, esas almas
que viven bajo tierra los tres días
que Tú estás muerto, los inacabables
milenios que esos días representan;
las almas que no ven llegar al ángel
que duerme a los soldados y remueve
la piedra del sepulcro…
El poema describe vívidamente el misterio de la tardanza de Dios. En efecto, la salvación de Cristo es real, es cierta y es segura, pero se hace esperar. Lo mismo sucede con el consuelo de Dios, con los milagros, con la resurrección y con el Juicio que hará justicia a los pequeños y oprimidos: no suceden cuando queremos (que suele ser ya mismo o, de preferencia, antes aún), sino cuando Dios quiere. ¿Por qué? Solo Él lo sabe. Por eso la oración cristiana siempre tiene algo de apremio: Señor, sálvanos, que perecemos. Date prisa en socorrerme.
Los versos de Mesanza evocan muy bien los tiempos de turbación y oscuridad, que todos probamos alguna vez, resumiéndolos en la aflicción de aquellos que esperaban el triunfo de Cristo, pero se encontraron con su muerte. La salvación estaba muerta y enterrada. Tres días y perdieron la esperanza, como los discípulos que iban a Emaús: nosotros esperábamos que fuera él quien redimiría a Israel, pero es ya el tercer día… Lo mismo nos pasa a nosotros. Somos débiles y perdemos pronto la esperanza. En tiempo de turbación, nuestras convicciones vacilan y nuestro amor a Cristo revela su inconstancia.
El poeta, como buen poeta, no da la solución, pero la sugiere sutilmente al decir que son “tres días” los que Cristo está muerto. ¡Tres días! Newman recordaba una ocasión en que un obispo contrario a la ortodoxia se había burlado de sus enemigos diciendo: “Sois tan pocos que podemos contaros” (Apología, cap.1). Cristo estuvo en el sepulcro tres días, los israelitas anduvieron cuarenta años por el desierto, quizá el Señor tarde en volver tres milenios y Santa Teresa de Calcuta se pasó media vida sumida en una terrible oscuridad interior. Sea cual sea la cifra, los días o años o milenios de sufrimiento parecen inacabables, pero no lo son, ¡porque se pueden contar! Si se pueden contar, podemos soportarlos; si tienen un final, lo único que hay que hacer es esperar a que llegue. Solo el amor de Dios dura para siempre.
Cuando el demonio nos tienta diciéndonos que nuestro sufrimiento nunca va a tener fin, que no podremos resistirlo, podemos responderle marcándonos un Mesanza y diciendo: los días de mi aflicción están contados y no durarán ni uno más de lo que Dios quiera, ni uno más de lo que puedo soportar, porque Dios es fiel y no permitirá que la prueba supere nuestras fuerzas.
Caí en tristeza y angustia. ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? ¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo? Mientras Dios quiera y ni un instante más.
15 comentarios
Dios no es un electrodoméstico que funciona cuando queremos. Si uno mira con ojos de fe sabe que Él está ahí, y que actuara como y cuando sea lo mejor. El resto es ser como el pueblo de Israel en el desierto que sabiendo que Dios estaba, quería mandarle y se quejaban una y otra vez.
Como humanos desesperamos. Pero frente a lo que esta sociedad nos acostumbra hay que saber esperar.
Otros ven unos frutos inimaginablemente buenos para los que lo tenían todo en contra y solo se les auguraba su extinción.
Cambiaron los papeles, los primaverales se deslizaron por la apostasia bestial, los preconciliares no paran de dar frutos, Tampoco hay que rebañarse mucho el seso.
"Cambiaron los papeles, los primaverales se deslizaron por la apostasia bestial, los preconciliares no paran de dar frutos, Tampoco hay que rebañarse mucho el seso"
A veces, obsesionarse con un tema hace que uno vea la realidad con visión de túnel y se pierda gran parte de ella. La realidad es que por todo el mundo hay multitud de grupos que no son "preconciliares" y dan grandísimos frutos de vida eterna. Lo que es normal, claro, porque un católico no es preconciliar ni postconciliar, es, simplemente, católico. Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre.
Por supuesto, los que usted llama "primaverales", que entiendo que son los progres heterodoxos, se han deslizado hacia la apostasía, porque el que empieza por la heterodoxia, antes o después acaba por abandonar del todo la fe. También normal.
Derrotado, pringadillo. Tiene que ser duro para su soberbia que un humano débil, pecador y además calvo pueda alimentarse con el Pan del Cielo y él no.
No se quien tiene la visión obsesiva del túnel aquí. Es mucho más sencillo, los primaverales son los que dejaron de ir a misa los domingos, los que siguen pero contribuyeron a que se cierren cantidad de iglesias todos los meses por falta de fieles, los fusionadores de seminarios por falta de vocaciones, los que están pero dejaron de creer en la presencia real. Hay algunos movimientos con explosiones recientes que pronto se van desinflando, lógicamente. Esos son los primaverales: los heterodoxos, los neocones, no se, toda la variopinta diversidad que va en caída libre, y teniendo a favor todos los medios. Quizá sea riqueza de la realidad. La realidad se impone ciertamente, un túnel de apostasía como nunca vieron los tiempos.
Para amar de verdad hay que conocer de verdad. Y Dios, como vemos en Isaías, ya no es el "Dios escondido" sino el "Emmanuel," el Dios con nosotros que es Cristo, del que tenemos la certeza de se ha hecho uno de nosotros para darnos todo, y "estará con nosotros hasta la consumación de los tiempos".
Él nos amó primero. Devolverle aunque sea una migaja de amor es lo mínimo de debe hacer un cristiano verdaderamente agradecido.
Pero el concilio mudó (está mudando) a la misma Iglesia.
No hacer mudanza implica, para cada uno de nosotros, entonces, mantener nuestras almas exactamente la misma dirección que la nave tenía antes de entrar a la oscura y feroz tormenta, manteniéndonos firmes en la verdad, como bien dice Bruno, sin dejarnos desviar hacia las novedades del concilio.
La crisis se profundiza día a día. Las fuerzas del mal siguen mudando a la Iglesia tanto como es posible, tanto como Dios permite, con la intención de acabar con ella. Aunque este esfuerzo resulte vano en cuanto al objetivo último ("las puertas del infierno no prevalecerán contra ella"), en esta crisis, muchos, muchísimos católicos son vencidos cuando se dejan arrastrar por los malos pastores hacia los errores modernos. Por eso la máxima que escribe San Ignacio en sus Ejercicios al tratar de la "desolación espiritual" (estado que él caracteriza con precisión), no debe ser interpretada como un llamamiento a la cómoda inacción cuando nuestra Santa Madre Iglesia está siendo atacada con consecuencias desastrosas para legiones de almas y para el mundo entero. La caridad llama a la defensa y obliga a actuar, obliga a mudar lo que haya que mudar con tal de oponernos a la desastrosa mutación que causan el demonio y sus tropas humanas.
Cristo cambió su mundo, lo removió por completo.
Imitemos a Cristo y removamos por completo esta iglesia que no es ya imagen de Cristo.
Quitémosle los ropajes que la encorsetan.
Y cuando la dejemos desnuda y pobre, pero confiada en Dios, veremos que sólo 2 cosas importan:
1) El amor de Dios que salva
2) El amor al prójimo que es la ÚNICA manera de amar a Dios.
Y lo demás son excusas de mal pagador y llantos de plañideras mal pagadas
Todo se reduce a CON FIAR en Dios, es decir FIARse de Dios CON mi prójimo.
No hay nada más
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