Creo por unos caramelos de colores
Signos de la fe (XIII). Cuando era pequeño, iba a veces con mi madre a una tienda de caramelos cerca de mi casa, que ya no existe. Era una tienda de ésas en las que los dulces se venden a granel y el cliente los va metiendo en bolsitas que luego se pesan al terminar. Como a todos los niños, me encantaba esa tienda. De hecho, recuerdo los caramelos de entonces como mucho más coloridos que los caramelos de ahora, con una luz especial que da a las cosas la ilusión.
Estando en la tienda mientras mi madre compraba, yo, de vez en cuando, tomaba un caramelo y me lo comía, sin pagarlo. No recuerdo que me hubiera planteado siquiera que eso pudiera estar mal o bien. De hecho, no me escondía al hacerlo, hasta el punto de que, inocentemente, debí de mencionarlo un día en mi casa. Como es lógico, mi madre, al oírlo, me regañó y me hizo ver que eso era robar y estaba mal.
En vez de darme un azote o castigarme, mi madre decidió que yo debía ir a la tienda a dar algo de dinero por lo que había cogido y a disculparme por ello. Pasé una vergüenza horrible. Memoricé lo que tenía que decir (todavía lo recuerdo, después de tantos años) y, cuando llegué a la tienda, lo solté de carrerilla y mirando al suelo, mientras la dependienta apenas podía contener la risa. Dejé mis monedillas en el mostrador y me marché corriendo.

Dos lectores, victoria y Cristhian, me han enviado sus relatos de ocasiones en las que han podido compartir su fe. Uno de ellos es muy breve y el otro más largo, pero creo que ambos son muy interesantes.
Para que los lectores del blog puedan descansar un poco después de los dos últimos días de interesantes discusiones, he decidido comenzar hoy una nueva sección en el blog para la que necesitaré la colaboración de los lectores.
Hace unos días, recibí un comentario en un








