InfoCatólica / Espada de doble filo / Categoría: Iglesia en el mundo

6.08.25

Nosotros mismos nos buscamos los problemas

Recuerdo que hace diez años hubo una curiosa polémica entre algunos apologetas católicos sobre si Dios castiga o no castiga. Recuerdo que pensé que era una controversia absurda y extrañísima. A fin de cuentas, la Escritura dice multitud de veces que Dios castiga y lo mismo ha hecho la Iglesia durante dos milenios. A pesar de ello, diversos apologetas defendían obstinadamente lo contrario, sordos a cualquier argumento.

Poco a poco, me fui dando cuenta de dónde estaba el problema: toda una generación de cristianos se ha educado en libros de espiritualidad, tratados de Teología, homilías, traducciones bíblicas y lecturas y oraciones litúrgicas que, sistemáticamente, evitan las enseñanzas “duras” o “difíciles” de la doctrina católica. Por ejemplo, a numerosos traductores de la Biblia no les gusta la palabra “castigo” y la sustituyen por otras más suaves a oídos modernos. Por muy buena intención que tuvieran muchos de esos apologetas, era inevitable que la idea de los castigos de Dios y muchas otras enseñanzas difíciles les resultaran ajenas, imposibles o incluso ofensivas: nunca habían oído hablar de ellas.

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3.08.25

¡Más huevos duros no, por favor!

Sabiendo que la sabiduría de los antiguos a menudo nos da sopas con honda a los modernos, me ha parecido oportuno traducir y traer al blog un fragmento del códex latino de la Anthologia Fabularum Beati Cucufati Alexandriae Veteris (florilegio de historias del bienaventurado Cucufato de Alejandría la Vella). Aunque probablemente se trate de un tratado apócrifo, encuentro que contiene una sensatez que trasciende otras consideraciones de menor importancia. Al mismo tiempo, tiene tal frescura que parece que haya sido escrito ayer.

Se trata de un curioso capítulo titulado “Malditos huevos del diablo” (ova daemonica maledicta), que relata lo siguiente:

………..

Debido a su carácter cordial, su animada conversación, su rostro no del todo molesto y una higiene personal aceptable para tratarse de un anacoreta, el bienaventurado Cucufato recibía a menudo invitaciones para comer en las casas de los notables de Alejandría, que gustaban de hablar con él de lo divino y de lo humano.

En cierta ocasión, se le invitó a un banquete con ocasión de algún fausto acontecimiento cuyo recuerdo se ha perdido. Cucufato acudió tarde, como era su costumbre por carecer de despertador, y, cuando llegó, los demás ya estaban comiendo. Era un espléndido banquete y, aunque Cucufato solía alimentarse exclusivamente de ortigas y cardos crudos, por humildad decidió participar en la comida para no desentonar.

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31.07.25

Newman y la crisis de la Iglesia

“El episcopado, cuya acción fue tan pronta y concordante en Nicea ante el auge del arrianismo, no desempeñó, como clase u orden, un buen papel en los problemas posteriores al Concilio; mientras que los laicos sí lo hicieron. El pueblo católico, a lo largo y ancho de la cristiandad, fue el defensor obstinado de la verdad católica, y no los obispos. Por supuesto, hubo grandes e ilustres excepciones […] pero, en general, considerando la historia en su conjunto, nos vemos obligados a decir que el cuerpo gobernante de la Iglesia no estuvo a la altura, mientras que los gobernados fueron preeminentes en fe, celo, valentía y constancia.

Es un hecho muy notable, pero tiene una moraleja. Quizás se permitió para inculcar en la Iglesia, en el mismo momento en que pasaba de sufrir persecución a su larga ascensión temporal, la gran lección evangélica de que no son los sabios y poderosos, sino los desconocidos, los ignorantes y los débiles quienes constituyen su verdadera fuerza. Fue principalmente gracias al pueblo fiel que el paganismo fue derrocado; fue gracias al pueblo fiel, bajo la dirección de Atanasio y los obispos egipcios y, en algunos lugares, con el apoyo de sus obispos o sacerdotes, que la peor de las herejías fue resistida y erradicada”.

John Henry Newman, Los arrianos del siglo cuarto (1833)

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7.07.25

Un vaso de agua o un sombrero

Algunos tienen la idea de que, en Inglaterra, cuando Enrique VIII rompió con la Iglesia Católica para crear el Anglicanismo (y poder casarse con su amante), la gran mayoría de la gente, clérigos y seglares, se hicieron inmediatamente protestantes sin ningún problema. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que se produjeron levantamientos armados de ingleses que querían ser fieles a la Iglesia, como la Peregrinación de Gracia y la rebelión de Bigod en tiempos de Enrique VIII y el Levantamiento del Norte durante el reinado de Isabel I. Multitud de mártires dieron su vida por Cristo y, durante siglos, las leyes persiguieron y destruyeron física o económicamente a los que seguían siendo católicos ocultamente, para conseguir extirpar el catolicismo en Inglaterra.

Alguna vez he pensado escribir un libro sobre las gloriosas páginas de martirio y fidelidad de los católicos ingleses. Si tuviera que elegir solo una de esas páginas, me resultaría difícil, pero, ya que estamos en julio, voy a relatar una muy sencilla que me encanta y que siempre me recuerda a aquella frase tan tierna de Cristo: os aseguro que todo aquel que dé de beber un solo vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa. Es una historia que, en mi mente, he bautizado como la historia del mártir cortés.

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4.07.25

¿Por qué amas a la Iglesia?

Los seres humanos somos una obra maravillosa de Dios. Somos seres racionales, pero no nos quedamos en la mera razón, como si fuésemos un ordenador. Si a uno le preguntasen por qué quiere a su mujer, sin duda recordaría razones y momentos importantes: la entrega mutua, el haber permanecido juntos en momentos difíciles, la generosidad al dar la vida por los hijos… Pero, si uno es sincero, también hablaría de cosas pequeñas o incluso insignificantes que están unidas indisolublemente a ese amor por su mujer: el color de sus mejillas a la luz de la tarde, el vestido que llevaba en aquella ocasión, el placer de que ella tenga razón y uno esté equivocado, las pequeñas bromas compartidas…

Lo mismo sucede, a mi juicio, con la Iglesia. Sus hijos la amamos ante todo porque es la verdadera Iglesia que fundó Jesucristo, pero también por mil detalles que despiertan nuestra admiración, nuestro asombro o nuestra ternura. Creo que de vez en cuando conviene recordar por qué queremos a la Iglesia. Invito a los lectores a que escriban unas cuantas razones por las que aman a la Iglesia y le tienen cariño, sin orden ni concierto y sin preocuparse de si son cosas importantes o detalles insignificantes. No importa repetir ni dejarse muchas cosas en el tintero. Simplemente, cumpliendo las palabras del salmista: “Me brota del corazón un poema bello”. Empezaré yo:

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