12.11.23

La autoridad en la Iglesia

La autoridad que Cristo dejó a la jerarquía de la Iglesia es inmensa, estremecedora y sobrehumana, porque es reflejo de su propia autoridad divina: quien os escucha, me escucha a mí y quien os rechaza, me rechaza a mí; a quien les perdonéis los pecados, les quedan perdonados y a quienes se los retengáis, les quedan retenidos; te daré las llaves del reino de los Cielos, lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo; apacienta mis corderos; el Espíritu Santo y nosotros hemos decidido; columna y fundamento de la verdad; la autoridad que me dio el Señor; velan sobre nuestras almas. Como enseña el Concilio Vaticano I, la potestad de Pedro sobre la Iglesia universal es “plena”, ”ordinaria”, “inmediata” y “sobre todas las demás”.

Al mismo tiempo, la autoridad eclesial, del Papa y de los obispos, está limitadísima por la fe, la Escritura, la Tradición, la ley moral y el Juicio que espera a los que ejercen esa autoridad. Nadie, ni siquiera el Papa, puede enseñar nada contrario a la fe y, si lo hiciera, como enseña San Pablo, la única respuesta posible de un cristiano es anathema sit, sea anatema. Nadie, ni siquiera el Papa, puede mandar o enseñar algo contrario a la ley moral y, si lo hiciera, como siempre ha enseñado la Iglesia, es moralmente obligatorio desobedecerle y resistirle. Nadie, ni siquiera el Papa, puede enseñar algo contrario a la Tradición o ajeno a ella, porque, como recuerda el Concilio Vaticano I, “el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe”. Nadie, ni siquiera el Papa, es impecable o puede esperar librarse del Juicio justo por sus infidelidades o pecados y ese Juicio final y universal será, además, mucho más duro para los pastores que para las ovejas.

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4.11.23

Tradiciones perdidas

El otro día, un amigo mallorquín me dijo que había tenido problemas para encontrar un rosari de totsants para su ahijado y se lamentaba nostálgicamente de que pronto desaparecerían por completo. Se refería a una tradición de Mallorca de que los padrinos regalen a sus ahijados una especie de rosarios hechos con los ricos dulces de la isla. Por desgracia, la tradición, como tantas otras, va olvidándose poco a poco.

Todos, probablemente, podríamos contar historias parecidas: huesos de santo, panellets o buñuelos el 1 de noviembre, torrijas de Semana Santa, tortas de Santa Clara, rosquillas de San Antonio, roscones de Reyes, potajes de vigilia, monas de Pascua… Si salimos de los dulces y pasamos a todo tipo de tradiciones vinculadas a fiestas católicas, la lista se haría interminable, pero igualmente tendríamos que reconocer, con nostalgia, que la mayor parte de ellas están desapareciendo o han desaparecido ya. En el mejor de los casos, subsisten como algo puramente folclórico, vaciadas de su contexto cristiano.

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27.10.23

23.10.23

No hay peor ciego

Como le dijo el juez al guardia jurado acusado de complicidad en el robo: “me creo que sea usted corto de vista, me creo que fuera de noche cerrada y no se viera bien, me creo que se hubiera producido un apagón, también me creo que hubiera niebla y hasta me creo que por mala suerte hubiera perdido las gafas, pero, cuando ayudó a los ladrones a meter el botín en la furgoneta, digo yo que algo vería, ¿no?”.

Del mismo modo, cuando hablamos en este blog de problemas de la Iglesia que están a la vista de todos, cada día y en todas partes, uno sospecha que quienes sistemáticamente no los ven es porque no los quieren ver. En cierto modo lo entiendo, porque a menudo son problemas angustiosos, pero negarlos no conduce a nada, creo yo.

Vemos unos ejemplos, con las noticias que acabo de leer y los últimos artículos que he escrito sobre estos temas.

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19.10.23

Estamos en la última trinchera

Cada vez que uso un símil bélico para hablar de cuestiones de fe, hay algún lector que me lo reprocha, alegando que es un lenguaje poco pacífico y cristiano. No obstante, como no pretendo ser mejor que nuestro Señor, San Pablo y los santos, que también usaron esas comparaciones, me voy a permitir decirlo: la Iglesia está en la última trinchera.

Durante los últimos meses, el terrible conflicto entre rusos y ucranianos nos ha recordado a todos algo que habíamos olvidado desde la Primera Guerra Mundial: las tácticas de la guerra de trincheras. Cuando dos ejércitos se atrincheran frente a frente, no tienen cada uno una sola trinchera. Si así fuera, en cuanto uno de ellos consiguiera traspasar la trinchera del otro, la guerra estaría perdida para este último. La realidad es que los ejércitos construyen multitud de trincheras, con distintas formas, defensas y posiciones, de modo que unas defiendan a otras, las cubran con su fuego y, en caso de que las primeras hayan sido tomadas por el enemigo, las segundas puedan servir de base para recuperarlas. Es lo que se llama defensa en profundidad.

¿Por qué explico esto? Porque es lo que la Iglesia ha hecho durante siglos, pero parece haber olvidado en las últimas décadas. El núcleo de la fe, lo irrenunciable del catolicismo, no es algo aislado, sino que ha estado siempre rodeado, sostenido, defendido y manifestado por una serie de tradiciones, signos, costumbres, presupuestos, expresiones artísticas, argumentos racionales, posturas filosóficas, ritos, canciones, formas de hablar y otras muchas tradiciones que daban forma concreta a la cosmovisión católica del mundo y de la vida. Esto se plasmó visible e instucionalmente en aquella época gloriosa que fue la cristiandad, pero la Iglesia, de alguna forma, lo llevaba siempre consigo, también a los lugares y las épocas que no eran mayoritariamente católicos.

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