El misterio del pueblo sonriente

Hace muchos años, cuando yo era un chaval, temporibus illis, los veranos eran siempre un tiempo de aventuras. Mis padres tenían la costumbre de viajar por Europa los veranos en la furgoneta que teníamos. Viajábamos económicamente, de camping en camping y llevando la comida y casi todo lo que necesitábamos desde España, para poder alargar nuestra ruta todo lo posible.
Así conocimos multitud de países y lugares que fascinaban a un niño como yo: las casi verticales viñas del Rin entre castillo y castillo; las inundaciones de Venecia y sus autobuses flotantes; el más suntuoso palacio de los papas en Francia; la torre inclinada de Pisa que, al menos en esa época, no tenía barandillas; las cataratas del Rin en Suiza, donde el piloto del barco turístico conseguía arrancar un grito a los visitantes acercándose hasta el mismo borde de las rugientes masas de agua; la no-tan-oscura Selva Negra y los castillos del Rey Loco; las catacumbas romanas con ecos de mártires en sus pasadizos… Decenas de lugares sorprendentes y con nombres exóticos y misteriosos. Sin embargo, entre todas las cosas sorprendentes que vi, se ha grabado especialmente en mi memoria el misterio del pueblo sonriente.

En otro
La celebración de hoy, día de Todos los Difuntos, me ha traído a la memoria el pequeño pueblo de Turre, en la provincia de Almería, por el que pasé este verano con mi familia. Otro día contaré algunas otras cosas que me gustaron de este pueblo, pero hoy me voy a limitar a un pequeño detalle.
Este verano, volviendo de Galicia hacia Madrid, eché un vistazo al mapa del itinerario para buscar un sitio interesante donde mi familia y yo pudiésemos parar para comer. Decidimos visitar Astorga, sede episcopal, y así rezar un rato en la Catedral. No sabíamos el nombre del obispo de Astorga, pero eso era lo de menos. Queríamos rezar en la sede de un Sucesor de los Apóstoles, en el centro de la vida de la diócesis.



