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23.09.15

Propuesta para el Sínodo (VII): hablemos del pudor

Chesterton afirmó en cierta ocasión que un niño de diez años se asombrará si le decimos que se abrió una puerta y apareció un dragón. En cambio, un niño de dos años se asombrará si simplemente le decimos que se abrió una puerta. Al pensar en esas palabras de Chesterton, siempre me ha parecido que el más listo era, indudablemente, el niño menor, porque una puerta es algo mucho más asombroso que un dragón.

La construcción de paredes y límites es una tarea profundamente humana. Como si fuera un prodigioso mago con poderes semidivinos (¡hecho a imagen del mismo Dios!), el hombre es capaz de transformar el universo a su arbitrio, tomando arbitrariamente un espacio, rodeándolo con paredes y dividiendo con ello el mundo entero en “dentro” y “fuera”. Y no sólo eso, sino que, de forma aún más asombrosa, en el seno de esas paredes crea unos objetos legendarios llamados puertas, que son cuasiimposibilidades metafísicas, pues constituyen un vínculo de unión entre dos conceptos absolutamente opuestos, como el de exterior y el de interior, y permiten así que algo que está dentro pase a estar fuera, como un conejo que sale de la chistera, y viceversa. Los lectores y yo hemos cumplido los diez años y, por ello, todo esto nos parece normal, pero si preguntamos a un niño de dos años, con ojos limpios que no han sido velados aún por la rutina y el pecado, nos dirá que caminamos entre misterios y prodigios.

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