Necesitamos el rocío del cielo
Quiero dedicar este artículo a un antiguo himno latino de adviento, basado en el profeta Isaías, que es verdaderamente maravilloso, el Rorate Coeli. Todo aquel que tenga algo de poesía en su alma quedará sobrecogido al leerlo. Puede usarse además como una magnífica oración para repetir todos los días en este tiempo de Adviento.
Animo a los lectores a ir leyéndolo despacio, quizá en voz alta, imaginando lo que cuenta: la situación de sufrimiento del que lo canta, que compara con la destrucción de Jerusalén, arrasada por sus enemigos, de manera que donde un día se cantaba la gloria de Dios hoy no se escucha más que un silencio de muerte. Es el pecado el que nos ha apartado de Dios, nos ha hecho insustanciales como hojas caídas que lleva el viento, nos ha encadenado con nuestra propia maldad y nos oculta el rostro del Señor, de manera que no hay ninguna luz que alivie nuestra oscuridad.
En esa situación angustiosa, que parece que no tiene salida y de la que uno mismo no puede salir, el cristiano se acuerda de la promesa de Dios o, mejor, del Prometido por Dios, del salvador que Dios anunció desde antiguo. El cantor grita, como los esclavos hebreos en Egipto, para que Dios venga a romper nuestras cadenas que no nos dejan vivir y a consolarnos en nuestra aflicción de muerte. La sequía abrasadora de nuestra vida necesita el Rocío del cielo, el Justo que tiene que venir de Dios.

Faltan cuatro semanas para Navidad, pero hace más de un mes que están listos los adornos y luces navideñas del centro comercial cercano a mi casa. Cada año, esos preparativos se realizan antes y duran más tiempo. La razón es evidente: los vendedores han observado que sus ingresos suben mucho cuando el ambiente es “navideño” y hay luces por las calles. Basta ver cómo los centros comerciales están a rebosar estos días.
Al hilo de lo que celebramos esta semana, he recogido estos breves párrafos del P. Raniero Cantalamessa, Predicador Pontificio, sobre Cristo Rey.
Al contar en el último artículo que había participado por primera vez en la Misa según la forma extraordinaria del rito romano, un lector, Luis, escribió estas bellas líneas sobre la liturgia tradicional.
A veces me gusta imaginar, con cierta envidia, a alguien que, por ejemplo, nunca haya contemplado una puesta de sol, no haya leído ningún libro de Chesterton o no haya visto el mar y aún pueda saborear estas cosas por primera vez. La novedad nos permite ver las cosas con una mirada limpia y agradecida, disfrutarlas sin darlas por hecho y descubrirlas como lo que son: un regalo que no merecemos. Conforme uno va acumulando años, este tipo de cosas se hacen menos frecuentes y la mayoría de las alegrías y placeres van pasando a la categoría de viejos amigos, que confortan pero no suelen sorprendernos.



