Como el otro día hablé, con tristeza, de la descristianización de Francia, hoy me alegro de poder decir algo bueno de nuestros vecinos del norte. Y, además, también con respecto a la evangelización, aunque sólo sea un pequeño detalle. Una de cal y otra de arena no es una máxima evangélica, pero servirá, en este caso, para no dejar un regusto amargo al tema de Francia.
Esta semana, pude visitar la magnífica catedral de Metz. No voy a cansar a los lectores ensalzándola, por falta de tiempo y porque, además, como buena catedral, toda la gloria se la remitiría a Dios. Pero sí voy a contar una buena idea de sus responsables. Con ocasión del año de San Pablo, que terminó hace poco, han aprovechado algunos de los mejores tesoros que tiene la catedral. Me refiero a sus maravillosas vidrieras, que, al tratarse de una gigantesca catedral gótica, deben de medirse por kilómetros cuadrados.
El obispo, algún canónigo o quienquiera que fuera tuvo la buena idea de ir recogiendo las veinte o treinta veces que aparecían en las vidrieras escenas de la vida de San Pablo. Cogió estas fotos, las amplió a tamaño natural y, poniendo debajo de cada imagen una frase de las cartas de San Pablo, las fue colocando por las paredes de parte trasera del templo. Así, todo el que pasaba podía ir recorriendo la vida de San Pablo, desde su participación en la lapidación de San Esteban hasta su decapitación en Roma, con estupendas imágenes que quedarían grabadas en su retina para siempre. Es decir, se usaban las vidrieras para evangelizar a los turistas no cristianos y catequizar a los que ya lo fueran.
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