Volem bisbes d’altres països (II): respu

La primera parte de este artículo ha sufrido la crítica de un lector (Tovical) que me ha parecido, por lo importante del tema que trata, digna de una respuesta algo extensa.

Decía el comentarista:

Pero, hombre de Dios, después de perfilar tan bien su artículo ¿va y suelta esto como prueba? ¿No se ha dado cuenta de que esa “semejanza con Cristo” implica originaria y básicamente cuanto en Él supuso “LA ENCARNACION” y no como concepto abstracto, sino como realidad vivencial y testimonial concreta? Ese Cristo cuya semejanza da sentido a misión semejante es Jesús DE NAZARET, el HIJO DEL HOMBRE, cuyos “padres y hermanos viven entre nosotros".Claro que no se trata de sangre o geografía, pero sí de exigencia de “hacerse TODO (también en la lengua) para TODOS (especialmente “los más humildes de mis hermanos) para que TODOS se sientan SALVADOS

El comentarista ha considerado, creo yo, la Encarnación de forma un poco limitada. Jesús nació y vivió en medio de Israel y, por lo tanto, hablaba arameo (probablemente) y vivía inmerso en la cultura judía. Sin embargo, el comentario no parece tener en cuenta que Cristo no es sólo el Mesías del pueblo de Israel, sino también el salvador del comentarista y el mío. Así pues, mi Salvador no habló en su vida terrena una sola palabra de español, pero eso no hace que el comentarista o yo estemos más o menos salvados.

Que Jesucristo se encarnó implica, como es lógico, unos detalles concretos, ya que no existen los “hombres en general”, pero en lo que se refiere a nuestra salvación lo que importa no es que Jesús asumiese nuestros detalles concretos (nuestra lengua, nuestro país, nuestro color de pelo, etc.) sino nuestra misma humanidad. De otro modo, Jesús habría tenido que encarnarse innumerables veces para asumir los detalles (los distintos “accidentes” decía la Escolástica) de todos los hombres.

Un obispo, pues, no tendrá tampoco como misión principal parecerse en todos los detalles a sus fieles (cosa, por otra parte, imposible), sino, ante todo, ser para ellos reflejo de Jesucristo Buen Pastor, que es nuestra única salvación.

Mi distinción no pretendía afirmar que el cuidado de la lengua no sea algo bueno y humano (creo que los cristianos podemos aplicarnos la frase de Terencio: “nada de lo humano nos es ajeno“), pero sí que es algo accidental al lado de lo verdaderamente importante. Deseo que mi obispo sea santo y, si además habla bien mi lengua y le hacen miembro de la Real Academia, pues miel sobre hojuelas. Sin embargo, si tengo que elegir entre las dos cualidades, no me cabe ninguna duda: elijo al obispo santo y ya nos arreglaremos para entendernos, aunque sus homilías no sean piezas de gran perfección literaria.

De todas formas y en este caso particular, hay que decir que cualquier persona que hable español y se vaya a vivir a Valencia chapurreará en cuatro meses el valenciano y, al cabo de un año, lo hablará sin ningún problema. Por eso tiendo a pensar que el problema no es de comunicación, sino de la importancia que se concede a una cierta lengua y cultura en detrimento de lo que de verdad importa.

Si nos fijamos en la primera Iglesia, el Nuevo Testamento se escribió en griego, que no era la lengua materna de sus autores ni de la mayoría de sus lectores. Se utilizó el griego koiné porque era la lengua internacional, la que todo el mundo, más o menos, podía entender. Es decir, como si hoy en día se hubiera escrito en inglés.

Más aún, el Nuevo Testamento no se escribió en un griego gramaticalmente correcto, sino que, en buena parte, se utilizó un griego malísimo, cuajado de arameísmos, propio de personas que escribían en griego pensando en arameo. Lo importante era transmitir el mensaje como fuera y no la corrección lingüística. No puedo evitar señalar el gran contraste entre esta actitud de los apóstoles y los primeros cristianos y la exigencia de los Capellans de que su obispo “hable y escriba correctamente el valenciano".

El ejemplo de la primera Iglesia es especialmente relevante para nosotros, por lo que tiene de semejante con nuestro tiempo. En el siglo primero, el mundo era pagano en su práctica totalidad y no conoce el cristianismo. En el siglo XXI, España está paganizada y un número enorme de personas no conoce, más que de oídas, a Jesucristo.

Cuando leo las cartas de San Pablo, una de las palabras que siempre me vienen a la cabeza es “urgencia”. San Pablo siente la urgencia de que todos conozcan la salvación. Es consciente de que el mundo se muere sin Dios y necesita una Palabra de Vida, siente que el amor de Cristo nos urge. Esa urgencia de la evangelización es, creo yo, común a nuestro tiempo. Por eso me ha llamado tanto la atención que este grupo de curas valencianos use ese término, “urgente”, para algo cuya importancia relativa palidece en comparación con la urgencia del celo por anunciar el Evangelio.

Cuántas veces he visto a multitud de personas acudir a escuchar a predicadores, catequistas, fundadores de movimientos o al propio Papa, que les hablaban a duras penas por no conocer el idioma o a través de un intérprete… pero que daban, como podían, una Palabra de parte de Dios que cambiaba la vida de los que escuchaban.

Voy a terminar este “breve” artículo contándoles, de memoria, algo que le ocurrió a San Jerónimo y que él mismo relata en una carta a Eustaquia, una matrona romana.

San Jerónimo era un hombre muy culto, que dominaba el latín, el griego y el hebreo. Precisamente por ello, sufría al leer los evangelios, ya que era muy consciente de la pobreza de su lenguaje y su gramática. Cuando se cansaba de ese griego tan pobre, dejaba la Escritura y se ponía a disfrutar con los grandes maestros de la literatura latina y griega: Cicerón, Virgilio, Homero.

Una noche, mientras dormía, soñó que moría y era llevado al juicio final. Allí, impresionado por la majestad de los ángeles y arcángeles y de las multitudes de hombres que iban a ser juzgados por Jesucristo, se puso a esperar humildemente su turno.

Cuando por fin le tocó a él, se levantó y se acercó al trono del Rey Eterno. El Señor Jesucristo le preguntó, con voz potente: “¿Quién eres?” Jerónimo respondió, con voz algo quebrada: “Señor, soy un cristiano”. Jesucristo se le quedó mirando y dijo: “Mientes,” (podemos imaginar aquí, aunque él no lo cuenta, como las rodillas de Jerónimo empezaron a temblar de manera incontrolable), “tú no eres cristiano. Eres ciceroniano, porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.”

No creo que a nadie le extrañe que, desde aquel sueño, Jerónimo se dedicara al estudio y la meditación de la Escritura, liberándose para siempre de su obsesión e idolatría por el estilo literario. Quiera Dios liberarnos también a todos de nuestras propias idolatrías, ya afecten a la lengua, al dinero, a nuestra propia imagen o a lo que sea, para que nuestro corazón quede libre para adorar al único Dios verdadero.

4 comentarios

  
Isaias
No puedo estar más de acuerdo. Un post perfecto. Un saludo.
23/06/07 6:16 PM
  
Carmen Bellver
No sólo lo cuentas bien, sino que además resulta aleccionador. Estupendo argumento. No sé qué opinará Tovical
23/06/07 9:15 PM
  
Tovical
Pues lo que opino, valorando todo lo que expone es que de la encarnación lo más importante es lo que esconde o manifiestan el concepto y nombre de EMMANUEL. Porque a Dios nadie lo ha visto y para que lo "conociéramos, se nos manifestó como hombre concreto: como "uno de nosotros o de los NUESTROS a nivel de Humanidad". Y si esto aún entraña dificultad con los de Nazaret y el Mundo Tierra, echamos mano del CONMIGO lo hacéis o dejáis de hacerlo y nos entretenemos en las diferencias y distancias hacia "el más humilde de mis hermanos". Debió conocer S. Jerónimo aquello de la corazonada de Jesús: " (Mt. XI,25-26)" ¿ O se equivocó Jesús?
De todos modos, gracias por la oportunidad de aportar motivos de reflexión.
24/06/07 12:00 AM
  
Bruno
Tovical:

Quiero agradecerle el haber introducido el tema de la Encarnación. Sin duda, era muy apropiado en relación con el artículo y me ha dado la oportunidad de profundizar un poco más en el tema.

No sé si he entendido bien el comentario con respecto a Mt 11, 25-26, pero estoy seguro de que san Jerónimo encontró que había más sabiduría en la sencillez de la Escritura que en las grandes alturas literarias de Cicerón o Virgilio.

Gracias, una vez más, por sus comentarios.
24/06/07 12:21 AM

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