(586) Evangelización de América, 92. – Ilustración, Liberalismo e Independencias nacionales (II)

-¡Por fin libres!

-¿Seguro?

 «Latinoamérica» hacia 1800

Desde México a la Patagonia, el imperio hispano-americano se mantuvo unido bajo la Corona durante tres siglos, compartiendo una misma len­gua, ley y religión, y formando un gran cuerpo social, que en 1800 es sin duda muy superior, tanto en su volumen demográfico como en su desarro­llo económico y cultural, al del Brasil o al de las Trece Colonias de la inci­piente América anglosajona del norte.

Hoy a ese mundo se le suele llamar Latinoamérica, pero como bien dicen D. Bushnell y N. Macaulay, «en realidad, los términos Hispanoamérica o Iberoamérica serían más apropiados. Al parecer, la designación genérica de Latinoamérica la utilizó por vez primera el polígrafo colombiano José María Torres Caicedo, y fue rápidamente adoptada por los ideólogos fran­ceses, en un intento de reivindicar parcialmente para sí la obra de España y Portugal. La única república que, de hecho, es un vástago americano del imperio francés es Haití» (El nacimiento de los países latinoamericanos 11).

Antes de recordar ciertos pasos históricos, nos será útil conocer algunos datos demográficos fundamentales.

En 1820 la América española tenía 14.470.000 habitantes, y en el primer desarrollo de sus nuevas nacionalidades, en 1880, a causa principalmente de la inmigración, pasó a te­ner 30.320.000. El crecimiento entre esos dos años señalados, concretamente, se distribuyó así (en miles): Argentina, 610 / 2.484; Bolivia, 1.000 / 1.506; Colombia, 1.025 / 2.870; Costa Rica, 63 / 170; Cuba, 615 / 1.542; Chile, 789 / 2.066; Ecuador, 530 / 1.106; El Salvador, 248 / 583; Guate­mala, 595 / 1.225; Honduras, 135 / 303; México, 6.204 / 10,438; Nicaragua, 186 / 400; Pa­raguay, 210 / 318; Perú, 1.210 / 2.710; Santo Domingo, 120 / 240; Uruguay, 69 / 229; Venezuela, 760 / 2.080. En ese mismo período, 1820/1880, creció la población (en miles) de Brasil, 4.494 / 11.748, y de Haití, 647 / 1.238 (+Bushnell - Macaulay 300).

Por su parte, las colonias inglesas del norte, a mediados del XVIII, reunían una pobla­ción de 1.250.000; y ya constituidas como Estados Unidos, cuando el territorio ocupado apenas se extendía desde la costa Este al río Mississippi, en 1800, tenían 5.500.000. Y en 1860 eran ya 31.000.000 (Pereyra, La obra… 268-269).

 

–Las Independencias en América hispana

Las Trece Colonias primeras de los Estados Unidos se independizan en 1776. Y el estallido de la Revolución francesa se produce en 1789. No hay, sin embargo, por esas fechas en la América hispana un ansia de indepen­dencia respecto a la metrópoli, aunque sí es cierto que durante el siglo XVIII, vigente cada vez más el espíritu de la Ilustración, la acción de España en América pierde en buena parte su sentido evangelizador y se va endureciendo más y más, con lo que crecen las tensiones entre criollos y peninsulares.

Sin embargo, los hispanoamericanos reaccionan todavía en favor de la Corona española con ocasión de la invasión napoleónica de la península (1807-1808), y constituyen Juntas que, acatando la autoridad de Fernando VII, pronto derivaron a ser auténticos gobiernos locales. En efecto, poco después la debilitación política de la lejana metrópoli y el sesgo liberal de las Constituciones peninsulares de 1812 y de 1820, traen consigo que los grupos dirigentes criollos –políticos locales, clero, comerciantes y hacendados– se decidan a procurar las independencias nacionales. Y el pueblo llano, que se veía forzado a repartirse o bien al servicio de los dirigentes independentistas liberales o bien al de los realistas, más tradicionales, hubo de sufrir una serie de guerras civiles muy crueles, de las que salieron las independen­cias de las nuevas naciones.

De este modo, en muy pocos años, y generalmente de forma improvi­sada, se decidió la suerte de un continente. El proceso no fue fácil. Los li­bertadores hubieron de enfrentarse muchas veces a las masas populares, que no veían claro aquel salto en el vacío, y que con frecuencia, por instin­to, temían más la próxima oligarquía criolla que la lejana Corona españo­la. Los propios dirigentes criollos se mantuvieron muchas veces dubitati­vos hasta última hora, cuando, ante la debilidad de Fernando VII, optaron por acrecentar su propio poder con la independencia.

Por otra parte, los nuevos generales Bolívar, Sucre, San Martín, imitando a Napoleón –el hé­roe de la época, el que llevó sus banderas hasta Rusia, Egipto y España–, atravesaron también ellos los Andes y las fronteras incipientes, decididos a escribir la historia a punta de bayoneta, rubricándola con el galope de sus briosos caballos.

No olvidemos, por lo demás, que unos y otros, políti­cos y generales, se vieron decisivamente apoyados por agentes extranje­ros, principalmente ingleses, norteamericanos y franceses, hambrientos desde hacía siglos de la América hispana. Las logias masónicas, que ya en el XVIII habían difundido por el continente el espíritu de la Ilustración, anticristiano, racionalista y libertario, constituyeron entonces la red eficaz para todas estas conexiones e influjos convergentes.

Bolívar, San Martín, Sucre, O’Higgins, fueron masones de alta graduación, lo mismo que Mi­randa y otros líderes de la independencia. Y también lo eran en España muchos de los políticos liberales y de los militares que favorecieron la emancipación.

Por último, como señala Salvador de Madariaga (Bolívar I,53), la invasión napoleónica de la península «impidió a España que reforzara a tiempo con sus armas la mayoría que en el Nuevo Mundo, hasta 1819, fue favorable a la unión».

 

–Fragmentación territorial

A partir sobre todo de 1821 las independencias de las nuevas naciones de la América hispana se producen en cascada. Pero hasta última hora, hubo una posibilidad, y quizá una probabilidad, de que Hispanoamérica permaneciera unida, formando de una u otra forma una especie de Commonwealth. Muy rápidamente, sin embargo, se produjo la descompo­sición del mundo unido hispanoamericano.

Así fueron naciendo un buen número de Estados, que correspondían más o menos a las partes menores del imperio hispano, audiencias, capi­tanías generales o intendencias. Desde un principio, Miranda, Bolívar, Artigas, San Martín o Rodríguez de Francia, pensaron en una gran unión de naciones hispánicas; pero aquello era entonces sólo un sueño. La uni­dad real de México a la Patagonia había existido durante tres siglos, pero una vez rota, era ya irrecuperable. El presente de la América hispana estaba sellado por la división, y con relativa frecuencia por el enfrenta­miento fratricida entre naciones vecinas.

 

–Historia falsa para naciones nuevas

En todos los lugares ocurrió más o menos lo mismo: se hacía preciso y urgente crear una nueva identidad nacional. Pero la tarea que recaía sobre la oligarquía local era realmente muy difícil. ¿Cómo hacerlo? Era imposible fundarla en indigenismos ancestrales, menospreciados entonces, a veces múltiples y contradictorios, y en todo caso era, a la vista de ciertas insurrecciones recien­tes, de muy peligrosa exaltación. Tampoco era posible acudir al pasado hispánico, pues la emancipación se había hecho precisamente contra él.

Quedaba, pues, solamente afirmar la propia identidad nacional contra los países vecinos y más hondamente contra España, rompiendo lo más posi­ble con el pasado, con la tradición, partiendo de cero, y procurando elimi­nar de la memoria histórica aquellos tres siglos precedentes de real unidad hispano-americana, que en ade­lante no serían sino un prólogo oscuro y siniestro del propio logos nacional moderno, luminoso y heroico.

Todo esto, claro está, no podía hacerse sin una profunda y sistemática falsifica­ción de la historia, que en la práctica habría de llegar a niveles sorpren­dentes de distorsión, olvido e ignorancia. Así, por ejemplo, sería preciso fingir que en las guerras de la independencia las naciones ameri­canas se habían alzado, como un solo hombre, contra el yugo opresor de la Corona hispana. Sería urgente también engrandecer los hechos bélicos, y más aún mitificar los héroes patrios recientes, que habían partido Hispanoamérica en una veintena de naciones desunidas y enfrentadas muchas veces entre sí.

 

«Los sueños de Bolívar»

Es el caso, por ejemplo, de un Simón Bolívar, rico terrateniente, mujeriego notorio, hombre que declara «guerra a muerte» a quienes no conciben como él el futuro de Amé­rica, mata a prisioneros, ordena en 1823 la deportación masiva de los habitantes de Pasto, rebeldes a su causa: «Los pastusos deben ser liquidados –escribe el 21-10-1825–, y sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando aquel país a una colonia militar» (Lucena Salmoral 82-83).

En realidad, la idea bolivariana de América es, como en tantos otros patriotas del momento, sumamente improvisada, confusa y cambiante. Bolívar es un hombre que, en medio de sus apu­ros militares y políticos, piensa entregar a Inglaterra «las provincias de Panamá y Nica­ragua, para que forme en estos países el centro del comercio de universo, por medio de la apertura de canales» (49). O proyecta colocar a Colombia, o incluso a Hispanoamérica en su conjunto, «bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección», Ingla­terra, concretamente; o somete al Congreso de Colombia la decisión de instaurar allí la monarquía. O piensa un Senado vitalicio, «hereditario, como el que propuse en Angostura, incluyendo los arzobispos y obispos» (148-149)… «Los sueños de Bolívar» no eran más que fantasías inútiles, que aspiraban a unificar el continente sudamericano, cuya unidad él mismo había roto en pedazos.

No es, pues, extraño que Bolívar confesara a Mosquera poco antes de morir: «No sé si he hecho un bien o un mal a América en haber combatido con todos mis esfuerzos por la causa de la independencia» (149)… Y que en una carta a su amigo Urdaneta (5-7-1829) le dijera: «Yo vuelvo a mi antigua cantinela de que nada se puede hacer bueno en nuestra América. Hemos ensayado todos los principios y todos los sistemas y, sin embargo, ninguno ha cuajado… En fin, la América entera es un tumulto, más o menos extenso… Éste es un caos, mi amigo, insondable y que no tiene pies, ni cabeza, ni forma, ni materia; en fin, esto es nada, nada, nada» (150).

Como no pocos distinguidos masones de la época, murió Bolívar cristianamente en la Iglesia.

 

–La revolución liberal en Hispanoamérica

Tanto el caos político que en el XIX se va haciendo crónico como el subdesarrollo económico consecuente, también crónico, no proceden en América principalmente del hecho de la independencia, o del temperamento, o del clima, o de la cultura de tradición hispana: provienen del paso en la vida pública del Evangelio a la Ilustración liberal. Es decir, nacen, ya desde finales del XVIII, de la rup­tura con la tradición, del liberalismo político y del liberalismo económico. Nacen del capitalismo salvaje que a partir de la independencia se impo­ne en sus formas más duras. En España, que no está en América, las co­sas del XIX no van mejor, pues el país padece la misma enfermedad políti­ca, social y económica..

Miquel Izard, en Latinoamérica, siglo XIX; violencia, subdesarrollo y dependencia, aunque lo explica todo a la luz de «la lucha de clases», y piensa que en las Indias «se encomendó a la Iglesia la represión ideológica» (73) –es decir, aunque denota en sus análisis una mentalidad marxista y anticristiana–, tiene interesantes observaciones críticas sobre la Revolución liberal allí cumplida.

Éste fue, afirma, «el conjunto de medidas que podríamos llamar ilustrado o liberal. A nivel material, todas las reformas propuestas giraban alrededor de un eje: el tránsito del abastecimiento a la producción [excedentaria], asunto en el que estaban absolutamente de acuerdo todos quienes querían y pensaban beneficiarse del cambio; se trataba de liqui­dar los últimos restos de la trama autosuficiente, acabar con el usufructo comunal de las tierras, las praderas y los bosques (en las Indias, esencialmente los llamados resguardos), donde podían obtener lo necesario para sobrevivir, permaneciendo así bien poco vulnera­bles y apenas dependientes. Con estos cambios los naturales se verían obligados a con­vertirse en trabajadores, muy vulnerables ahora ya, pues si no podían trabajar no podían comer, y, posiblemente, se convertirían también en compradores. El programa implicaba además la desamortización, para liquidar los vestigios de las tierras no privadas, permitir la construcción de redes de transporte y el drenaje de la producción autóctona, y asegurar la entrada de productos industriales, procedentes de la periferia local o del todo foraste­ros. Un desarme arancelario, para derribar las viejas trabas aduaneras impuestas por el mercantilismo, que congestionaban entradas y salidas, completaba el proyecto transfor­mador.

«En conjunto, se trataba de imponer la nueva cultura… una moral nueva, la occidental, que habla de las excelencias del crecimiento material, del triunfo y del éxito individuales, de una sola idea válida de progreso, o de los beneficios del ahorro y de la laboriosidad, frente a una moral coherente, basada en la solidaridad, la reciprocidad y la cooperación. El ocio, que era en aquellas comunidades participativo y variado, se vio convertido en una mercancía de consumo para continuar la tarea desarticuladora iniciada en la familia y en la escuela. La culminación vendrían cuando, en pleno siglo XIX, se instaura, falsamente, el engaño del parlamentarismo, como única forma posible de gobierno democrático» (9).

 

–La política del liberalismo

Analizaremos por partes, siguiendo también a Miquel Izard, algunos de los rasgos fundamentales del liberalismo en la América hispana, ateniéndonos sobre todo al siglo XIX:

Imposición de una nueva cultura. –El liberalismo «establece patrones estéticos, legales, religiosos y económicos», y les da «condición normativa» sobre las masas. «La cultura liberal controla la información, decide lo que puede llegar a la gente del pueblo» (147). Siendo a un tiempo anti-tradi­cional y anti-rural, el liberalismo está convencido de «la ignorancia de los campesinos, a los que además tacha de retrógrados» (148). Trata, pues, en general de redimir al pueblo sencillo de su oscurantismo secular mediante la escuela laica, gratuita y obligatoria. Y no tolera que nadie escape a su influjo. De este modo «los sectores sin poder se ven a sí mismos como carentes de saber en todos los ámbitos y, por consiguiente, interiorizan la posición desfavorable que ocupan en la estructura social como una conse­cuencia de sus propias limitaciones… Los miembros de las clases popula­res saben que no saben» (148-149).

 

Democracia falsificada. –Como la emancipación de la América hispana no había sido preconcebida, hubo que improvisar las nuevas formas polí­ticas entre prisas y provisionalidades, al paso de los acontecimientos. En este apuro, las clases dirigentes criollas, más bien perplejas, fueron pronto orientadas por liberales, radicales y logias, y así no pensaron en construir, al viejo modo de la tradición hispana, una democracia real y orgánica –concejos y gremios, juntas y fueros–, sino que, siguiendo la vía inglesa, o mejor, francesa, adoptaron formas de democracia aparente e inorgánica.

De esta manera, bajo lemas de progreso y modernidad, se hizo cuanto fue posible por eliminar todos los núcleos naturales y todas las formas tradi­cionales, indígenas o hispanas, de asociación, para transformar así al pueblo en una masa, perfectamente manipulable al haber perdido sus raíces históricas. Se consiguió, pues, que unos pequeños grupos oligárqui­cos, con Bancos y prensa, logias y partidos, usurpasen para mucho tiempo un poder político omnímodo: el poder que dió lugar al Estado liberal mo­derno.

Es cierto que «su programa político era en principio el de cualquier liberalismo: liberta­des básicas (de culto, de imprenta, de palabra, de pensamiento, etc.), abolición de la es­clavitud, secularización legal y moral, reforma del sistema judicial y del tributario. Pero también propugnaban, lo que enmascaraba racismo y deslumbramiento ante lo europeo, blanquear la población, intentando la atracción de inmigrantes. Sin embargo, y supo­niendo que en verdad desearan estas libertades, pensaban, aunque no lo dijesen abierta­mente, que sólo la élite estaba capacitada para ejercerlas» (55).

Con todo ello, «en todas las nuevas repúblicas latinoamericanas –y por supuesto en el resto de Occidente– las masas fueron explotadas y nadie pensó que pudieran ser consultadas para conocer su parecer sobre la organización estatal. En el caso de México, y quizás en alguna otra república de población mayoritariamente de color, las masas no sólo fueron marginadas, sino que fue­ron derrotadas a principios de siglo en las guerras que siguen llamándose de la indepen­dencia, y a partir de este momento, los rurales y las masas urbanas serían no sólo tenidos como seres inferiores, sino también como enemigos a los que se había vencido y a los que debía tenerse constantemente bajo vigilancia para poder sofocar cualquier nueva revuelta antes de que se extendiera» (61).

Los liberales hallaron con frecuencia en el positivismo la justificación filosófica de la violencia política sobre las masas. Señala François Cheva­lier que «desde la España ilustrada y el final de los imperios ibéricos nin­gún movimiento intelectual americano ha tenido la importancia que cobró el positivismo, aunque este término encierra en realidad ideas diversas, a veces muy distintas de las de Auguste Comte» (América Latina… 282).

Es muy sig­nificativo que «durante más de medio siglo desde el último tercio del siglo XIX, la mayoría de los gobiernos de América latina sean dictaduras que se califican a sí mismas de Orden y Progreso»; el lema, por ejemplo, de la bandera del Brasil.

Efectivamente, «Augusto Comte era partidario de un poder fuerte, capaz de mantener la cohesión social en el difícil paso del es­tado metafísico al estado positivo –una especie de despotismo ilustrado, en cierto modo–. En la realidad, sería interesante analizar desde el punto de vista sociológico e histórico estas dictaduras, curiosa mezcla de espíritu progresista o novador, de ideal masónico, y de caciquismo o caudillismo, marcado a veces con el cuño de los peores abusos del poder personal» (286).

 

Enriquecimiento de los ricos y dependencia extranjera. –El pleno desa­rrollo del capitalismo liberal exigía la formación de grandes capitales y de mucha mano de obra barata. Se eliminó entonces casi totalmente la pro­piedad comunal (resguardos, ejidos, etc.), y totalmente la propiedad ecle­siástica. Lógicamente, «la vieja oligarquía virreinal se llevó la parte del león en la desamortización» (Izard 62). De hecho, «el resultado final de la Reforma [liberal] fue no una expansión de la mediana propiedad, sino, contrariamente, el fortalecimiento del latifundismo» (60). Llegaron así a producirse grandes latifundios y poderosas empresas, controladas frecuen­temente por capital extranjero.

En efecto, con el enriquecimiento de la oligarquía se fue produciendo a lo largo del siglo XIX un crecimiento  de la dependencia del poder econó­mico extranjero. Empresarios y comerciantes, y lo mismo políticos o cau­dillos en apuros –y tantas veces se veían en apuros–, buscando sus venta­jas personales, se hicieron con mucha frecuencia meros abogados de los intereses forasteros.

Sin duda, «los nuevos gobernantes no pudieron ima­ginar que, tras las guerras que llamaron de la independencia, las nuevas repúblicas se iniciaran mucho más dependientes de lo que lo habían sido durante el período colonial. Porque las decisiones esenciales, la incorpo­ración de nuevas tierras, la exportación de nuevas materias primas, la apertura de nuevos mercados, serían tomadas en Londres, New York o París, al margen, por supuesto, de las aspiraciones o deseos de los gobier­nos de los países capitalistas peri-féricos» (40).

La invasión del poder económico extranjero se produjo, a mediados sobre todo del XIX, por la implantación local de filiales de Bancos extranjeros, británicos primero (London Bank of South America, Mexican Bank, Anglo-Argentine Bank, etc.), alemanes después, y en seguida franceses e italianos, belgas y norteamericanos (47). «A otro nivel, capitales fo­rasteros se dirigían hacia los servicios: así, el puerto de Buenos Aires era de una compa­ñía británica, como los ferrocarriles del mismo país y los del Brasil, Chile, México o Perú. También controlaban –ingleses, franceses o alemanes– los transportes urbanos, el agua, gas o telégrafo y, más tarde, la electricidad» (49). Añádase a esto el control británico de grandes actividades agropecuarias en Argentina o Brasil, el capital norteamericano in­troducido en la explotación del azúcar o la fruta, y el dominio de unos y otros sobre la producción y el comercio de nitratos o cobre, café, máquinas…

«El paquete de medidas económicas convertía a los liberales en aboga­dos del capitalismo exterior, en correveidiles, conscientes o no, de los intereses forasteros, favoreciendo la navegación fluvial a vapor, el libre­cambio o lo que el profesor Jordi Nadal ha llamado la desamortización del subsuelo (la cesión de los yacimientos mineros a empresas extranjeras, en la mayoría de los casos a cambio de nada para el gobierno), la exportación de bienes primarios sin elaborar o la introducción de manufacturados que arruinaron los obrajes autóctonos» (55).

 

Pérdidas territoriales. –En esa misma lógica se inscriben ciertas pérdidas territoriales, a veces enormes, como las producidas en México. Ya en 1803 el gobierno español devolvió la Loui­ssiana a Napoleón, y éste la vendió a Washington. Más aún, en 1848, en la guerra con los Estados Unidos, México cede casi la mitad de los territo­rios que tenía al emanciparse, Texas, Nuevo México, Arizona, California, Utah, Nevada y parte de Colorado, gracias a la complicidad de políticos nativos li­berales.

 

Subdesarrollo e injusticia social. –Con todo esto, el liberalismo económico, o si se quiere, «la secesión exacerbó los antagonismos socia­les» (Izard 96), y condujo a la gente pobre y a los indios a situaciones generalizadas de miseria. «No estoy defendiendo la feudalidad –sigue diciendo Izard–, ni cosa que se le parezca; me limito a insinuar que durante aquel período [anterior], viviéndose bajo la opresión, no hubo condiciones tan degradantes como se dieron desde finales del siglo XVIII, a partir de la consolidación de la sociedad excedentaria o capitalista» (96).

En efecto, «las reformas liberales podrían resumirse en algunas caracte­rísticas: total desarticulación de las sociedades aborígenes, creciente vulnerabilidad de su componentes que, en el mejor de los casos, consegui­rían proletarizarse en unas condiciones calificadas de feudales, aunque insisto, una vez más, jamás se había alcanzado esta degradación en la edad media; expansión de los latifundios coloniales» (107)… Y dependencia creciente, como hemos visto, del poder económico de extranjeros. Políticos, empresarios y comerciantes de la burguesía liberal americana fueron «las más de las veces meros abogados de intereses forasteros» (97). 

Todo esto explica que «casi coincidieron cronológicamente guerra de la independencia e inicio del creciente atraso material» (37), pues «la liquidación del poder colonial en bene­ficio de los grandes propietarios, y la apertura al mercado mundial no condujeron al cre­cimiento económico y al progreso material, sino a todo lo contrario» (38). En efecto, «terminadas las guerras, la oligarquía, que ya controlaba de hecho el mando en el [final del] período colonial, pasó a hacerlo también de derecho. Los gobiernos representaron y defendieron exclusivamente los intereses del reducido grupo de grandes propietarios de la tierra, más algunos mineros, comerciantes u obrajeros, despotismo jamás amortiguado por la demo­cracia parlamentaria aparente, que los beneficiarios finales de la contienda estuvieron dispuestos a otorgar» (39).

El nuevo ejército. –En los siglos hispanos, como es sabido, «no fueron ne­cesarios ejércitos permanentes» en las Indias (76), pero con las guerras de independencia se fueron formando poderosos ejércitos nacionales, que cumplían varias funciones importantes: acentuar la nueva identidad na­cional, afirmar las inciertas fronteras, y controlar todo el territorio nacio­nal, que hasta entonces, en buena parte, había estado dejado más o menos al uso libre de los indios no asimilados. Políticos, empresarios y terrate­nientes, decidieron ahora, sirviéndose del ejército, hacerse con todo el te­rritorio nacional. Estas campañas se justificaron «hablándose de «recuperar nuestro territorio», «llevar la soberanía del Estado hasta sus verdaderos confines» o «civilizar las zonas más deshabitadas del país»» (77).

Los indios. –Puede decirse que en el período hispano la Corona hizo grandes esfuerzos por asimilar a la población india, trayéndola a vida cristiana y civilizada; pero dejó normalmente a su albedrío a los indios de las regiones más hostiles y resistentes. Por eso «las comunidades conser­varon los principales elementos de su cultura; pongo por caso, la Corona sólo empezó a pensar que los aborígenes debían ser obligados a aprender el castellano y abandonar su lenguas, a finales del período colonial [en los gobiernos de la Ilustración], lo que por supuesto ni empezó a poner en práctica. A lo largo [en cambio] del siglo XIX recibieron el embate, cada vez más impresionante, del proyecto liberal» (121-122).

Este embate, como ya hemos comprobado en otros lugares de nuestra crónica, comenzó ya en el XVIII, cuando la Ilustración decidió liberar los poblados de indios, sustituyendo la tutoría de los misioneros por funcio­narios civiles, con los resultados que ya conocemos. Pero ahora ya, en el siglo XIX, esas bolsas, a veces muy extensas, de población indígena no asimilada, no podían ser ya consentidas, «sino que debían asimilarse o liquidarse los aborígenes independientes, que señoreaban los territorios de expansión posible, no ocupados todavía por otros estados, que fueron víctimas, como en el resto del continente, de una política agresiva que te­nía varios objetivos: ampliar el territorio dominado por los terratenientes; liquidar economías competitivas (los aborígenes cazaban ganado orejano o libre); convertir a los aborígenes, una vez domesticados, en mano de obra barata; acabar con sociedades resistentes y alternativas, que era un muy mal ejemplo e, incluso, un santuario para los refractarios internos» (123-124).

«Los liberales no podían tolerar que grupo alguno –de lo que ellos llamaban la nación– rechazasen su paquete. Por ello continuó la violenta acometida contra pueblos que, uno tras otro, iban quedando en las fronte­ras reales» (124).

En adelante, el trato que los políticos hispano-america­nos van a dar a los indios no va a ser muy diferente de la política de los anglo-americanos con los pieles-rojas. Un mismo espíritu ilustrado –libe­ralismo político y económico, positivismo jurídico, capitalismo salvaje– es­taba vigente de Alaska a la Patagonia, aunque en el sur se viera más suavizado por el catolicismo.

Por esos años, pues, los gobiernos ilustrados resolvieron definitivamente el problema de los indios no asimilados. «A mediados del XIX el gobierno mexicano, copiando una idea del colonialismo inglés en el Norte, compraba cabelleras de indígenas, pagando cien dóla­res por la de un guerrero, cincuenta por la de una mujer y veinticinco por la de un niño… En Guatemala, para someter a los quichés, se incendiaban aldeas o se obligaba coerciti­vamente a consumir alcohol… Poco más tarde, se cazaron lacandones que fueron conduci­dos, encadenados, a la ciudad de Guatemala y enjaulados en el zoológico. En el Brasil, a finales del siglo XIX, se inició el exterminio sistemático de los aborígenes amazónicos; eran todavía unos dos millones y han quedado reducidos a unos doscientos mil» (124).

Los araucanos en Chile, en una guerra terrible, no fueron vencidos hasta 1885. La campaña contra los indios de la Patagonia argentina duró de 1876 a 1881. En México, la guerra con los yaquis, iniciada en 1825, duró casi un siglo, y en ese tiempo se peleó también contra los coras; de mediados de siglo fue la rebelión de los indios de Sierra Gorda, que se exten­dió por buena parte del centro de la nación; también por esa época la insurrección masiva de los mayas del Yucatán fue resuelta en una guerra terriblemente sangrienta; miles de ellos fueron vendidos como esclavos en Cuba.

Finalmente, muchos pueblos de indios o cimarrones de la Amazonia o del Llano venezolano no fueron sujetos o eliminados hasta hace pocos años (78-79). Acerca del tratamiento aplicado a indios y gente pobre durante el período de Porfirio Díaz (1876-1911) John Kenneth Turner refiere verdaderas atrocidades en la obra México bárbaro, escrita en 1911.

 

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

  

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