–«Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa».
–«Lávame: quedaré más blanco que la nieve… Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 50). [Nota.-Por esta vez no hay discusión en este inicio; pero conste que no sienta precedente).
Examen de conciencia (fe), dolor de corazón (caridad), propósito de la enmienda (esperanza), expiación por el pecado (caridad/justicia), son los actos fundamentales que integran la virtud de la penitencia (conversión, metanoia).
–El examen de conciencia, del que ya traté (363), realizado a la luz de la fe y con la ayuda de la gracia, nos da a conocer y a reconocer la realidad de nuestros pecados, tantas veces ignorada. Es el acto primero de la conversión, el que nos muestra con una lucidez sobrenatural, que «nos viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17), la verdad –la mentira– de nuestros pecados. Mientras una persona no conoce y reconoce sus culpas, no es posible que se duela del pecado y que procure la enmienda. No puede ni siquiera iniciar el proceso de la conversión.
Por eso uno de los principales términos griegos que en el NT expresan la conversión y la penitencia es precisamente la palabra metanoia (metanoéo, convertirse, hacer penitencia), que en primer lugar significa un primer cambio de mente: meta-nous, que hace posible en el hombre una verdadera conversión de la voluntad y de la vida personal.
Para esta transformación radical del pensamiento, tanto San Juan como San Pablo emplean simplemente el término fe: «el justo vive de la fe» (Rm 1,17). Es ella la que nos permite no «conformarnos a este siglo», y nos mueve en cambio a «transformarnos por la renovación de la mente, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta» (12,2). La fe, pues, significa participar en modo nuevo del pensamiento de Dios, verlo todo por los ojos de Cristo, asimilar los pensamientos y caminos de Dios, que se elevan tan por encima de los pensamientos y caminos de los hombres «cuanto son los cielos más altos que la tierra» (Is 55,8-9). Ella es el principio absoluto de la conversión.
En este sentido conviene señalar que la conversión es en el sentido pelagiano o semipelagiano algo que se centra casi exclusivamente en la voluntad; y que, por el contrario, en la visón bíblica y católica se vincula en modo muy principal al entendimiento. Sólo si la persona cambia, bajo la acción de la gracia, su modo de pensar, podrá cambiar su modo de querer, de actuar y de vivir: es decir, podrá convertirse.
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