(554) Evangelización de América (65). San Martín de Porres, O. P.

San Martín de Porres, O. P. 

 –No dice usted nada de su alegría.

–Tenía en Cristo la alegría propia de todos los santos, especialmente la de los más humildes.

 

Martín niño

En el año 1962 fue canonizado en Roma, con gran alegría del mundo cristiano, fray Martín de Porres, peruano mulato y dominico. En ese mismo año Jesús Sánchez Díaz y José María Sánchez-Silva publicaron biografías suyas. Me atengo a ellas.

Don Juan Porres, hidalgo burgalés, caballero de la Orden Militar de Al­cántara, estando en Panamá, se enamoró de una joven negra y convivió con ella. Cuando se trasladó al Perú, buscando obtener alguna gobernación en la cabeza del virreinato, se la llevó consigo, y allí, en Lima, nació su hijo Martín, de tez morena y rasgos africanos.

No lo reconoció como hijo, y en la partida de bautismo de la iglesia de San Sebastián se lee: «Miércoles 9 de diciembre de 1579 baptice a martin hijo de padre no cono­cido y de ana velazquez, horra [negra libre] fueron padrinos jn. de huesca y ana de escarcena y firmelo. Antonio Polanco». Dos años después nació un niña, Juana, ésta con rasgos de raza blanca.

Ana Velázquez fue una buena madre y dio cuidadosa educación cris­tiana a sus dos hijos, que no asistían a ningún centro docente, aunque en Lima había muchos. Con ellos vivía sola, y el padre, que estaba destinado en Guayaquil, de vez en cuando les visitaba, proveía el sustento de la fa­milia y se interesaba por los niños.

Viendo la situación precaria en que iban creciendo, sin padre ni maestros, decidió reconocerlos como hijos su­yos ante la ley, y se los llevó consigo a Guayaquil, donde se ocupó de ellos como padre, dándoles maestros que les instruyeran. Un día, teniendo ocho años Martín y seis Juanita, iban de paseo con su padre, y se encontraron con su tío abuelo don Diego de Miranda, que preguntó quiénes eran aque­llos niños. Don Juan contestó: «Son hijos míos y de Ana Velázquez. Los mantengo y cuido de su educación».

Don Juan, a los cuatro años de tener consigo a sus hijos en Guayaquil, fue nombrado gobernador de Panamá. Dejó entonces sus hijos con su ma­dre en Lima, les aseguró una ayuda económica suficiente, y confió a los tres al cuidado de don Diego de Miranda.

 

Martín muchacho

Confirmado Martín por el santo arzobispo don Toribio de Mogrovejo, se mostró muy bueno desde pequeño. Al cumplir los recados que le encargaba su madre, volvía a veces con la compra hecha a medias o sin hacer: había te­nido lástima de algún pobre. Mateo Pastor y su esposa Francisca Vélez, unos vecinos, querían mucho al chico, y le trataban como a hijo, viendo que su madre estaba sin marido.

Este matrimonio fue siempre para él como una segunda familia. Mateo tenía una farmacia, con especias y hier­bas medicinales, y allí solía acudir, a la tertulia, Marcelo Ribera, maestro barbero y cirujano, médico y practicante. Este se fijó en seguida en las buenas disposiciones de Martín, hizo de él su ayudante, y pronto el apren­diz supo tanto o más que su maestro. Tenía dotes naturales muy notables para curar y sanar. Con ese oficio hubiera podido ganarse muy bien la vida.

Pero la inclinación interna de Martín apuntaba más alto. Muy de ma­drugada, se iba a la iglesia de San Lázaro, donde ayudaba a misa. Des­pués de trabajar todo el día en la clínica-barbería de Ribera, por la noche, a la luz de unos cabos de vela, estaba largas horas dedicado a la lectura, preferentemente religiosa, y a la oración ante la imagen de Cristo crucifi­cado. Había en Lima entonces dominicos, franciscanos, agustinos, mercedarios y jesuitas, pero a él le atraían especialmente los primeros. Y a los 16 años de edad decidió buscar la perfección evangélica bajo la regla de Santo Domingo.

 

Martín dominico

El convento dominico de Nuestra Señora del Rosario, edificado en Lima sobre un solar donado por Francisco Pizarro y ampliado por el Consejo municipal en 1540, era un edificio inmenso, en el que había múltiples dependencias –iglesia, capillas, portería, talleres, escuela, enfermería, corrales, depósitos y amplia huerta–, y en él vivían con rigurosa observancia unos dos­cientos religiosos, y un buen número de donados y también esclavos o criados.

Entre los dominicos de entonces había tres clases: los padres sacerdotes, dedicados al culto y a la predicación, los hermanos legos, que hacían tra­bajos auxiliares muy diversos, y los donados, también llamados oblatos, que eran miembros de la Orden Tercera dominicana, recibían alojamiento y se ocupaban en muchos trabajos como criados. Padres y hermanos llevaban el hábito completo, y en aquella provincia era costumbre llevar dos rosa­rios, uno al cuello y otro al cinto. Los donados llevaban túnica blanca y so­brehábito negro, pero no llevaban escapulario ni capucha.

Cuando Martín, un muchacho mulato de 16 años, en 1595, solicitó ser recibido como donado en el convento del Rosario, el prior, fray Francisco de Vega y el provincial, fray Juan de Lorenzana, que ya debían conocerle, lo admitieron sin ninguna dificultad. No tardó en enterarse don Juan Po­rres de que su hijo había dado este paso, y aunque aprobaba que se hiciera religioso, hizo cuanto pudo para que fuera hermano lego, y no se quedara como donado, ya que esto era como hacerse un criado para siempre. Pero Martín se resistió decididamente: «Mi deseo es imitar lo más posible a Nuestro Señor, que se hizo siervo por nosotros». Tomó, pues, el hábito do­minico de donado, y al día siguiente recibió ya su primer ministerio con­ventual: barrer la casa.

 

Un fraile humilde

Conocemos muchas anécdotas de la vida de fray Martín, recogidas como testimonios jurados en los Procesos diocesano (1660-1664) y apostólico (1679-1686), abiertos para promover su beatificación. Buena parte de es­tos testimonios proceden de los mismos religiosos dominicos que convivie­ron con él, pero también los hay de otras muchas personas, pues fray Mar­tín trató con gentes de todas clases. Pues bien, de las informaciones recibidas destaca sobremanera la hu­mildad de San Martín. Acerca de ella tenemos datos impresionantes.

Fray Francisco Velasco testificó que, siendo él novicio, acudió a la barbería del con­vento, y como fray Martín no le hiciera el arreglo como él quería, se enojó mucho y le llamó «perro mulato». Respuesta: «Sí, es verdad que soy un perro mulato. Merezco que me lo recuerde y mucho más merezco por mis maldades». Y dicho esto, le obsequió luego con aguacates y un melocotón.

En otra ocasión, no habiendo podido acudir inmediatamente a atender a un fraile enfermo que reclamaba sus servicios, éste le dijo cuando por fin llegó: «¿Esta es su caridad, hipocritón embustero? Yo pudiera ya haberlo conocido». A lo que fray Martín le respondió: «Ése es el daño, padre mío; que no me conozco yo después de tantos años ha que trabajo en eso y quiere vuestra paternidad conocerme en cuatro días que ha que me sufre. Como esas maldades e imperfecciones irá descubriendo en mí cada día, porque soy el peor del mundo».

Otra vez estaba fray Martín limpiando las letrinas, y un fraile le dijo medio en broma si no estaría mejor en el arzobispado de México, a donde quería llevarlo el Arzobispo electo. El respondió: «Estimo más un momento de los que em­pleo en este ejercicio que muchos días en el palacio arzobispal».

Pero una de las muestras más conmovedoras de su humildad fue la si­guiente. En el convento del Rosario se produjo un día un grave aprieto económico, y el prior tuvo que salir con algunos objetos preciosos para tra­tar de conseguir algún préstamo. Enterado fray Martín, corrió a alcan­zarle para evitarlo. El sabía que los negros vendidos como esclavos eran bien pagados, hasta unos mil pesos. Y recordaba que Santo Domingo se ofreció como esclavo a los moros para sustituir al hermano de una pobre viuda. Mejor, pues, que desprenderse de objetos preciosos del convento, era otra solución: «Padre, yo pertenezco al convento. Disponga de mí y véndame como esclavo, que algo querrán pagar por este perro mulato y yo quedaré muy contento de haber podido servir para algo a mis hermanos». Al prior se le saltaron las lágrimas: «Dios se lo pague, hermano Martín, pero el mismo Señor que lo ha traído aquí se encargará de remediarlo todo».

 

Orante y penitente

La oración y el trabajo fueron las coordenadas que enmarcaron siempre la vida de San Martín. En aquel inmenso ámbito conventual, en claustros y capillas, en escaleras y celdas, en talleres y enfermería, siem­pre estaban a la vista las imágenes del Crucificado, de la Virgen y de los santos. En aquella silenciosa colmena espiritual dominicana el estudio y el trabajo se desarrollaban en una oración continua.

Fray Martín se veía especialmente atraído por la capilla de la Virgen del Rosario, y allí se re­cogía por la noche y en el tiempo de silencio por la tarde. Al paso de los días, la celebración de la Eucaristía, que solía ayudar en la capilla del Santo Cristo, el Rosario, la celebración en el coro de las Horas litúrgicas y del Oficio Parvo, eran para nuestro santo fraile tiempos de gracia y de glo­ria.

Junto al Crucifijo y la Virgen María, su devoción predilecta era la Euca­ristía. Le fue dado permiso, cosa rara entonces, de comulgar todos los jue­ves, y para no llamar la atención, esos días recibía la comunión fuera de la misa. En el coro había hallado un rincón donde podía ver el sagrario, es­condido de todos, en adoración silenciosa, durante horas del día y de la no­che. Su amigo don Francisco de la Torre, oficial de la guardia, una vez que le es­taba buscando, le encontró allí en oración extasiada, de rodillas, alzado a unos palmos del suelo. Según muchos testigos, fray Martín tuvo numerosos éxtasis y arrobamientos en la oración, y con frecuencia fue visto, estando en oración, levantado del suelo, envuelto en luz y abrazando al Crucificado.

Su devoción a Cristo crucificado fue inmensa. En el convento de Santo Domingo hay un tríptico en el que el pintor representó a Cristo llevando la cruz y a San Martín de rodillas. De la boca de Jesús salen estas palabras: «Martín, ayúdame a llevar la Cruz», y de la de Martín: «¡Dios mío, Reden­tor, a mí tanto favor!».  Llevaba normalmente cilicio y se ceñía con una gruesa cadena. Ayunaba casi todo el año, pues la mayor parte del tiempo se limitaba a pan y agua, y en cuarenta y cinco años de vida reli­giosa nunca comió carne. El domingo de Resurrección, «como gran regalo, comía algunas raíces de las llamadas camotes, el pan de los negros. El se­gundo día de Pascua tomaba un guisado y algo de berzas, sin nada de carne».

No tenía celda propia, sino una de la enfermería, en la que su ca­tre era de palos con una estera o piel de borrego y un trozo de madera como cabezal. Dormía muy poco tiempo, y las más de las veces pasaba la noche en un banco del Capítulo, junto a la cama de algún enfermo, ten­dido en el ataúd en el que depositaban a los religiosos hasta el momento de su entierro, o en el coro, donde sus hermanos le encontraban al alba cuando venían a rezar las Horas.

Otras penitencias suyas fueron tan terribles que apenas pueden ser descritas sin herir la sensibilidad de los cristianos de hoy. Él siempre quiso mantener sus mortificaciones en el secreto de Dios, y cuando era preguntado acerca de ellas, sufría mucho y salía por donde podía. De todos modos, sabemos bastante de sus disciplinas por información de Juan Vázquez, un chicuelo que llegó de España con catorce años –como tantos otros, que iban a las Indias como grumetes o polizones, y que allí desembarcaban sin oficio ni bene­ficio–, y que él recogió por compasión como ayudante.

Por testimonio de este Juancho, que vivía con él como ayudante y recadero, sabemos que San Martín se azotaba con una triple cadena después del Angelus de la tarde, uniéndose así a Cristo, azotado en la columna del pretorio. A las doce y cuarto de la noche se azotaba con un cordel de nudos, ofreciéndolo por la conversión de los pecadores. La tercera disciplina era en un sótano, poco antes del alba, y la ofrecía por las almas del Purgatorio. Para esta disciplina pedía a veces el concurso de Juan o de algún indio o negro de sus beneficiados. Y cuando alguna vez el chico Vázquez le ayudaba a curar las heridas causadas por tan duras disciplinas, fray Martín le consolaba asegurándole que esto era muy bueno para la salud.

 

Vencedor del Demonio

Viendo el Demonio que para perder a Martín ya no podía contar para nada con la complicidad de la carne, y menos aún con la del mundo, tuvo queasediarle él mismo en varias ocasiones. Es cosa que vemos en la vida de todos los santos. En una ocasión en que fray Martín iba por una esca­lera solitaria, normalmente sin uso, llevando entre las manos un brasero encendido, se le atravesó en el camino el Enemigo mirándole con odio. El santo fraile le insultó y le mandó al infierno. Al no obtener resultados po­sitivos con esto, se quitó el cinto y la emprendió contra él a correazos, cosa que al parecer fue bastante eficaz. Allí mismo trazó Martín en la pared una cruz con un carbón del brasero, y de rodillas dio gracias a Cristo por la victoria.

Otra vez don Francisco de la Torre, el guardia amigo que com­partió dos meses la celda de fray Martín, durmiendo en una alcoba próxima, vio una noche con espanto como el Santo, mientras anatematizaba a los invisibles demonios, era sacudido y volteado por éstos en todas direcciones, al tiempo que se producía un incendio. Después se hizo la paz y el silencio. Cuando a las tres de la noche, según costumbre, se levantó fray Martín para tocar el Angelus, su amigo Francisco se le­vantó para ver a la luz de una vela los destrozos causados en la habita­ción, pero lo halló todo en orden y sin ninguna señal de quemaduras.

 

 

Hermano dominico, pobre y obediente

Cuando ya llevaba fray Martín nueve años en el convento, viendo los superiores su gran virtud, quisieron que profesara los tres votos, para admitirlo así plenamente en la Orden. El nunca lo había pedido, pero se vio feliz de poder hacer la profesión.

Dice el acta: «El 2 de junio de 1603 hizo donación de sí a este convento para todos los días de su vida el her­mano Martín de Porras, mulato, hijo de Juan de Porras, natural de Bur­gos, y de Ana Velázquez, negra libre; nació en esta ciudad y prometió este día obediencia para toda su vida a los priores y prelados de este convento en manos del P. Fray Alonso de Sea, superior de él, y juntamente hizo vo­tos de castidad y pobreza, porque así fue su voluntad, siendo prior de este convento el R. P. Presentado Fray Agustín de Vega»… Y allí está su firma: «Hermano Martín de Porras», que éste era, según se ve, su apellido real.

Martín vivió a fondo la pobreza profesada. Nunca usó ropa o zapatos nuevos. Siempre sus prendas eran usadas, y con él se estaban, continua­mente remendadas, hasta que se caían a pedazos, o hasta que dejaban ver la ropa interior de saco y el cilicio de crin de caballo. Una vez su hermana Juana le llevó con todo cariño un hábito nuevo, pero no consiguió que se lo quedara:

«Hermana, en la religión no desdicen pañetes pobres y remenda­dos sino costumbres asquerosas y sucias. Si tuviera dos túnicas poco sin­tiera la necesidad del pobre religioso, que advierto que para lavar la tú­nica me quedo con sólo el hábito, y para lavar éste, cubro mi modestia con la túnica. Así que tengo todo lo que he menester».

Estando muy enfermo con cuartanas, que él solía padecer por el invierno, el provincial fray Luis de Bilbao le mandó por obediencia usar sábanas. El se resistió a ello, pero finalmente accedió por obediencia, como el mismo provincial pudo com­probarlo al día siguiente con el padre Estrada. Efectivamente, estaba acostado entre sábanas. Ya se iban, cuando el padre Estrada le dijo algo al provincial, y al entrar de nuevo en la celda pudieron comprobarlo: y «hallaron que estaba vestido y calzado de la misma suerte que andaba por el convento». Fray Martín, al ver descubierta su trampa, se rió y se justi­ficó como pudo. Después de todo, estaba entre sábanas, como se lo habían mandado.

Tuvo fray Martín una gran veneración hacia todas las au­toridades, civiles o religiosas, convencido de que estaban representando al Señor. Y obedeció siempre, con suma facilidad.

El lego fray Santiago Acuña testificó que nuestro Santo «cumplió el voto de obediencia con voluntad pronta y alegre». Fray Francisco Velasco confiesa que «el Siervo de Dios no era nada para sí, sino todo para la religión y para quienes le mandaran algo, sin que nada se opusiera en él a esta virtud». No era, sin embargo, su obediencia un automatismo irresponsable, sino que estaba subordinada a la caridad y regida por la prudencia. Lo ve­mos en varios casos, como por ejemplo en éste.

A veces, en circunstancias especiales o de particular apremio, recogía en su propia celda a enfermos o heridos, lo que traía consigo no pequeños problemas, enojos y a veces protestas de sus hermanos. Enterados los supe­riores, le prohibieron severamente que siguiera haciéndolo. Al poco de esto, un pobre indio en una pelea cayó apuñalado en la puerta del convento, y fray Martín, ante la urgencia del caso, a pesar de la prohibición, lo llevó a su celda y allí lo curó. Acusado del hecho, el provincial le reprendió con gran aspereza, y el santo fraile trasladó al indio a casa de su hermana Juana, que vivía cerca. Más tarde, apenado Martín del disgusto que le había ocasionado al provincial, una noche le preparó un cocido que sabía era de su gusto, y al llevárselo le dijo: «Desenójese Vuestra Paternidad, y coma esto, que ya sé le sabe tan bien como a mí la corrección que he recibido». El Padre le precisó: «Yo no me enojo con la per­sona, sino con la culpa. Pídale el hermano perdón a Dios, a quien ha ofendido». Martín, por ser humilde, andaba siempre en la verdad: «Yo, Padre, no he pecado». «¿Cómo no, cuando contravino mi orden?». «Así es, Padre, mas creo que contra la caridad no hay pre­cepto, ni siquiera la obediencia».

 

Hermano enfermero

Una vez profeso, el hermano Martín fue nombrado enfermero jefe, dada su competencia como barbero, cirujano y entendido en hierbas medicina­les. Con ayuda de otros enfermeros, él se llegaba a cada doliente, siempre jovial: «¿Qué han menester los siervos de Dios?». Apenas alguien necesi­taba algo, fray Martín se personaba al punto, a cualquier hora del día o de la noche, de modo que los enfermos se quedaban asombrados, no sabiendo ni cuándo ni dónde dormía, ni cómo sacaba tiempo y fuerzas.

Fray Cristó­bal de San Juan testificó que «a los religiosos enfermos les servía de rodi­llas; y estaba de esta suerte asistiéndoles de noche a sus cabeceras ocho y quince días, conforme a las necesidades en que les veía estar, levantándo­les, acostándoles y limpiándoles, aunque se tratase de las más asquerosas enfermedades».

Esta caridad suya con los enfermos, continua, heroica y alegre, es el mayor de los milagros que San Martín obraba con ellos, y los milagros de sanación por él realizados, ya en vida, fueron innumerables. Fray Martín solía distinguir con una precisión asombrosa, que iba más allá del ojo clínico, si una enfermedad era fingida o real, leve, grave o mortal. Y cuando él había de intervenir, preparaba sus brebajes, emplastos o vendajes, y decía: «yo te curo, Dios te sane». Los resultados eran muchas veces prodigiosos.

Normalmente los remedios por él dispuestos eran los indicados para el caso, pero en otras ocasiones, cuando no disponía de ellos, acudía a medios inverosímiles con iguales resultados. Con unas vendas y vino tibio sana a un niño que se había partido las dos piernas, o aplicando un trozo de suela al brazo de un donado zapatero le cura una grave infección. Estaba claro que fray Martín cu­raba con el poder sanante de Jesucristo.

El padre Fernando Aragonés, que fue primero Hermano cooperador, y ayudante de fray Martín en la enfermería, dio testimonio en el Proceso de beatificación de algunos milagros particularmente espectaculares. Contó, por ejemplo, que él se quedó un día con fray Martín amortajando a un re­ligioso, fray Tomás, que acababa de morir. Pero fray Martín, después de rezar a un Crucifijo que había en la pared, llamó por tres veces a fray To­más por su nombre, hasta que volvió a la vida. «Todo lo cual yo tuve por conocido milagro. Aunque por entonces callé por el ruido que pudiera cau­sar. Dios permitió que lo callase por entonces para decirlo ahora en esta ocasión».

En otra ocasión, el obispo de la Paz, don Feliciano Vega, cuando iba a marchar a México, para cuya sede había sido elegido arzobispo, cayó gra­vemente enfermo. Los médicos le dijeron que se preparara a bien morir, y él así lo hizo. Entre los familiares que le cuidaban en su alcoba de mori­bundo estaba fray Cipriano Medina, a quien fray Martín había curado de grave enfermedad cuando estaba ya desahuciado por los médicos. El en­fermo pidió entonces que se llamase a fray Martín, pero tardaron en en­contrarlo y llegó bastante tarde. El Prelado le reprendió, y el santo Her­mano hizo la venia, postrándose, sin levantarse hasta que el obispo dio una palmada.

Había en el cuarto familiares, médicos, damas y domésti­cos. El Obispo enfermo mandó luego a fray Martín que le diese la mano. Éste, que previó lo que se le iba a pedir, permanecía con las manos bajo el escapulario, y en un principio se resistía. «Traed la mano y ponedla en el sitio donde siento el dolor». El Hermano la puso, cesó en el enfermo todo dolor y quedó sano. Más tarde el Obispo quiso con toda insistencia lle­varse a fray Martín consigo a México, y en un principio a éste le agradó la idea, pues desde México era más fácil pasar a las misiones de Filipinas, China o Japón, en las que siempre había soñado. Pero el Provincial no lo quiso permitir.

 

Apostolados de fray Martín

Nuestro santo fraile apreciaba mucho el estudio teológico, como buen discípulo de Santo Domingo, y solía animar a los estudiantes para que aprovechasen bien en sus estudios. Hay testimonios de que en varias oca­siones los estudiantes le consultaban cuestiones, o sometían a su arbitraje discusiones que traían entre ellos, y fray Martín respondía siempre con una profundidad sencilla y verdadera, aunque se tratase de cuestiones muy abstrusas.

No era, pues, San Martín un fraile exclusivamente dedicado a la ora­ción, a la penitencia y a los trabajos manuales. Atendiendo en la puerta del convento a la comida de los pobres o en otras gestiones y mandados, fray Martín tenía muchas relaciones con indios, negros y mulatos, con emigrantes sin fortuna o antiguos soldados, con mercaderes o carreteros o funcionarios. Y siempre que podía les daba una palabra de luz, de aliento, de buena doctrina. Lo mismo hacía en la enfermería, donde después de haber distribuido las comidas, reunía algunos jóvenes y criados que traba­jaban en el convento, para enseñarles las oraciones, recordarles la doc­trina cristiana y exhortarles con sencillas pláticas.

Este género de apostolado lo practicaba Martín especialmente cuando estaba en la estancia de Limatambo, una de las haciendas que el marqués Francisco Pizarro había concedido a los frailes, en donación confirmada en 1540. Allí fue enviado en ocasiones para fortalecer su salud quebrantada, con buenos resultados. Entre los negros de la hacienda y la gente de las aldeas vecinas, las catequesis de aquel fraile mestizo de tez oscura, que les visitaba en sus chozas, que les ayudaba en sus trabajos de campo, que sanaba a sus enfermos y que les hablaba con tanta sencillez y bondad, lo­graban un gran fruto espiritual.

Por otra parte, eran muchos los que acudían a él para pedirle oraciones o consejo, lo mismo frailes o seglares que oficiales de la guardia o licencia­dos, encomenderos o esclavos, y también el gobernador o el virrey.

El pa­dre Barbazán testifica que «acudían a él, como a oráculo del Cielo, los pre­lados, por la prudencia; los doctos, por la doctrina; los espirituales, por la oración; los afligidos, para el desahogo. Y era medicina general para todos los achaques».

 

Fray Martín y los pobres

En Lima había un buen número de hospitales: el de San Andrés para españoles, el del Espíritu Santo para marinos, el de San Pe­dro para sacerdotes, el de San Bartolomé para negros libres, el de San Lá­zaro para leprosos, el de la Inocencia para niños expósitos, el de San Cosme y San Damián para españolas, el de Santa Ana y Nuestra Señora del Carmen para indios.

A estos hospitales fray Martín de Porres añadió otro, en el podían ser recibidas personas de todas las antes señaladas. Le ayudó mucho en este empeño un Hermano dominico extremeño, antiguo soldado en México, que era un gigantón, fray Martín Barragán. Pero la mayor ayuda fue la de su hermana doña Juana de Porres. Casada en Guayaquil con un español, el matrimonio se trasladó después a Lima, donde les nació una hija. En la misma ciudad tenían una gran casa, y poseían también en las afueras una estancia.

Animada Juana por su santo hermano, cedió una parte de su casa limeña para acoger enfermos. Muchos amigos le ayudaron a San Martín con sus limosnas, para que pudiera sacar adelante su hospital-hospicio, entre ellos el virrey Conde de Chinchón, que en propia mano le entregaba cada mes no menos de cien pesos. También a instancias de San Martín, don Mateo Pastor, su antiguo vecino y protector, fundó un hospi­tal para niños de ambos sexos.

La agitada y alegre Ciudad de los Reyes hacía y deshacía muchas fortunas, y en aquel pequeño mundo abigarrado y revuelto se daba con bastante frecuencia la especie de los pobres vergonzantes, viudas y huérfanos de españoles, descendientes de encomenderos que ya no tenían encomienda, hijos arruinados de antiguos conquistadores, mercaderes peninsulares en quiebra, clérigos pobres, emigrantes sin fortuna. A todos éstos, que antes hubieran muerto que pedir, por aquel sentido del honor de la época, era preciso ayudarles en secreto. Para ello fray Martín elaboró una lista con la ayuda de su fiel ayudante Juan Vázquez.

Y como para aquellos pobres tan dignos sería un deshonor verse socorridos por un pobre fraile mulato, Juan Vázquez era el encargado de hacer las visitas correspondien­tes, según él mismo lo cuenta: «Ocupóme [fray Martín] en primera instancia en dar a ciento sesenta pobres cuatrocientos pesos, que se repartían entre ellos de limosnas, los cuales buscaba Fray Martín, los martes y miércoles, porque el jueves y viernes lo que buscaba era para clérigos pobres; porque las limosnas que juntaba el sábado se aplicaban a las ánimas».

También a los presos se acercó fray Martín con su jovial presencia, con sus ayudas y buenos consejos. A todos, pues, llegaba la caridad de San Martín –y éste sí que es un milagro cierto–, dando así muestra clara de lo que sucede cuando un cristiano, muriendo por completo a sí mismo, se deja mover por el amor de Cristo a los hombres.

 

Bilocación y sutileza

Cuando se leen los numerosos testimonios sobre la vida y milagros de San Martín de Porres, son tantas las obras, trabajos y milagros que de él se cuentan, que a veces es como para dudar de si están hablando de una sola persona o de varias. ¿Cómo pudo hacer tantas cosas, acudiendo a tan innumerables personas y trabajos? ¿De dónde sacaba tiempo para dedicar tantas horas a la oración y a la penitencia? ¿Cómo podía llegar a tantos si­tios y multiplicar su presencia de tal modo?

Efectivamente, la caridad le llevaba en ocasiones a San Martín a multi­plicar su presencia, es decir, a estar en dos sitios a la vez. Fray Bernardo Medina cuenta que un comerciante amigo, estando gravemente enfermo en México, se acordó de fray Martín, queriendo tenerlo consigo en su úl­tima hora. Al poco tiempo se presentaba éste en su habitación: «¿Qué es esto? –le dijo fray Martín, amenazándole con el índice– ¿Queríase mo­rir? ¡Oh, flojo, flojo!». Extrañado el comerciante, le preguntó de dónde ve­nía. «Del convento». Al día siguiente el comerciante, completamente sano, anduvo buscando por los conventos de la ciudad a fray Martín, para darle las gracias, pero no le halló. Vuelto a Lima, los dominicos le informaron que el Hermano no había salido de la ciudad, con excepción de una corta visita a Limatambo. Y cuando halló a fray Martín, éste le dijo, abriendo sus brazos: «¿Queríase morir? ¡Oh, flojo, flojo!». Algo semejante, conocido con fechas y circunstancias, sucedió en Portobelo, y también hay noticias de que fray Martín estuvo en Japón, en China y en Berbería.

Se cuenta de numerosos casos en que enfermos y necesitados, deseando la presencia de San Martín, recibían su visita al punto, sin que nadie le abriera la puerta. Y en algún caso se conoce el hecho con gran exactitud. En una epidemia de sarampión, sesenta frai­les del convento, la mayoría novicios, contrajeron la enfermedad, y fray Martín se multi­plicaba atendiendo a unos y a otros, de día y de noche, entrando y saliendo «con las puer­tas cerradas y echados los cerrojos o cercos».

Una noche, estando el Noviciado ya cerrado, uno de los religiosos jóvenes llamaba afiebrado a fray Martín, y éste se presentó a ser­virle, sin que el otro supiera cómo había podido entrar. «Callad –le dijo el Hermano–. No os metáis en eso», y le atendió con su acostumbrada destreza. Fray Andrés de Lisón, el maestro de novicios, que le vio en ello, sin ser visto, salió con cautela, y se quedó en el claustro, sabiendo que el Noviciado estaba cerrado con las llaves que él guardaba. Esperó un rato, para ver por dónde salía fray Martín, hasta que se cansó de esperar, y entró en la celda del novicio. Pero ya el enfermero se había ido, y estaría haciendo algo bueno en otro sitio.

De los relatos que se guardan de sus milagros, que son muchísimos, pa­rece deducirse que San Martín se daba cuenta de que los hacía, es decir, de que el Señor los hacía sirviéndose de él. Pero da también la impresión de que no les daba mayor importancia. A veces, incluso, al imponer silencio acerca de ellos, solía hacerlo con joviales bromas, llenas de donaire y humildad. En la vida de San Martín de Porres los milagros parecen obras naturales.

 

Fray Martín y los animales

El amor de Martín llegaba también a los animales, a quienes trataba con amigable bondad, y al mismo tiempo con el señorío que corresponde al hombre, por ser la imagen de Dios en este mundo. Son muchas las anéc­dotas contadas por testigos presenciales.

El padre Aragonés iba con fray Martín cuando encontraron un pobre gato sangrando, descalabrado por alguno. «Véngase conmigo y le curaré –le dijo Martín–, que está muy malo». Le hizo una cura en la cabeza y quedó el gatucho como si en la ca­beza llevara un gorrito de dormir. «Váyase y vuelva por la mañana, y le curaré otra vez». Y el gato vino puntualmente, y se quedó aguardando en la puerta de la celda, hasta que vino fray Martín y le curó.

Trajeron en una ocasión al convento cuatro becerros bravos para lidiar­los en el patio del estudiantado, y entre tanto quedaron encerrados en un lugar sin que les dieran de comer ni de beber. A fray Martín le dio pena verlos con hambre y sed, y por la noche les bajó unas brazadas de hierba y unos cu­bos de agua. El padre Diego de la Fuente, desde una ventana, vió con asombro cómo Martín daba de comer tranquilamente a los animales, y apartaba al más bravo, cogiéndole de un cuerno, pues molestaba a sus compañeros, al tiempo que le decía que se portase bien y no fuese abusa­dor, que había comida para todos.

Fray Bernardo Medina cuenta otro suceso no menos sorprendente y gra­cioso. Los ratones roían a veces la ropa que estaba guardada en la enfer­mería, y un día que atraparon a uno estaban ya para matarlo.

San Martín no lo permitió, sino que lo tomó en la palma de su mano izquierda y le amonestó muy seriamente: «Vaya, hermano, y diga a sus compañeros que no sean molestos ni nocivos, que se retiren todos a la huerta, que yo les llevaré allá el sustento de cada día». Y así fue. Los ratones ya no merodea­ron la ropería de la enfermería, y cada día podían ver los religiosos cómo acudían a recibir la comida que a la huerta les llevaba fray Martín.

 

La muerte de un santo

En 1639 sucedió algo nunca visto: fray Martín estrenó un hábito nuevo, planchado y limpio, de cordellate, más áspero que cualquier otro de los que antes tuvo. Fray Juan de Barbazán le felicitó con solemnidad irónica: «Enhorabuena, fray Martín». Y éste le contestó: «Padre mío, con este mismo hábito me han de enterrar».

A mediados de octubre, San Martín, con sus sesenta años muy trabaja­dos y mortificados, se puso enfermo con grandes fiebres y dolores. Nunca se quejó ni pidió alivios. Se confesó varias veces, comulgó con suma devo­ción y recibió la unción de los enfermos. El 3 de noviembre, según atesti­gua el padre Fernando de Valdés, «estando ya parar morir, ordenaron los Prelados y médicos que le quitasen una túnica de jerga basta, de que sue­len hacerse las albardas.

«Y fue tan grandísimo el sentimiento que tuvo por ello, tanto por la ocasión que se le quitaba de mortificarse, como por la ocasión de vanagloria que de ahí se podía seguir al ser vista, que hizo todo lo que pudo para impedirlo. Y los circunstantes, así religiosos como segla­res, cedieron de buen grado a sus ruegos al ver la repugnancia del Siervo de Dios a que se la quitasen».

Algún rato se le vio angustiado, como tentado por el Demonio, que le turbaba, y un religioso le dijo que no entrara en discusión con él. «No tenga cuidado –le dijo fray Martín–. El demonio no empleará sus sofis­mas con quien no es maestro en Teología: es demasiado soberbio para em­plearse así con un pobre mulato». Por la tarde acudió el virrey, el Conde de Chinchón, pero el Santo, extático, tenía la mirada fija en la mesa donde había estado hace poco el Santísimo. Cuando volvió en sí, el virrey se arrodilló junto al lecho y besó la mano del moribundo: «Fray Martín, cuando esté en la Gloria, no se olvide de mí, para que el Señor me ayude y me dé luz a fin de que pueda gobernar estos reinos con justicia y amor, con objeto de que algún día también me reciba a mí en el Cielo».

Se fue el virrey, y fray Gaspar de Saldaña le reprochó en broma al enfermo: «Fray Martín ¿cómo ha hecho esperar al virrey?». El contestó: «Padre, entonces tenía otras visitas de más importancia». «¿Quiénes eran?». «La Virgen Santísima, Santo Domingo, San José, Santa Catalina virgen y mártir y San Vicente Ferrer».

En tan santa compañía murió el 3 de noviembre de 1639.

 

El milagro de su perfecta santidad

Los prodigios y milagros, tan numerosos en la vida de San Martín y tan llenos de gracia divina y humana, no deben hacernos olvidar el milagro más importante de su santidad personal. Sobre ella traemos ahora varios testimonios que la sintetizan:

Fray Laureano de Sanctis: «Fue muy observante en el cumplimiento de los tres votos esenciales y de las constituciones de la Orden, de tal manera que nunca se le vio fal­tar».

Fray Fernando Aragonés: «Como tenía a Dios tan vivamente en su alma, nada le era di­ficultoso. Y se echaba de ver en su mucha virtud, santidad y paciencia, sufrimiento, hu­mildad y ardientísima caridad, en que fue extremado, de la cual parece imposible tratar, porque no tiene bastante encarecimiento ni ponderación ni palabras la elocuencia hu­mana. Perfeccionóse mucho en todas las virtudes los años que pasó en religión, que fue­ron muchos [cuarenta y cinco], viviendo siempre con una sed insaciable de obrar mucho en el servicio de Dios. Y así, todos los frailes, indios y negros, chicos y grandes, todos le te­nían por padre, por alivio y consuelo en sus trabajos».

Fray Juan de Aguinao, arzobispo del Nuevo Reino de Granada: «En lo adverso de esta vida mortal, siempre vi al venerable Fray Martín de Porres con un mismo semblante, sin que lo próspero le levantase ni lo adverso le deprimiese o contristase; siempre se mos­traba pacientísimo, conformándose con la voluntad de Dios, que era su norte y guía».

Esta santidad perfecta es «el milagro» de San Martín de Porres, beatifi­cado en 1836 y canonizado en 1962. Sus restos son venerados bajo el altar mayor de Santo Domingo, en Lima, junto a los de San Juan Macías, O.P., y Santa Rosa, terciaria dominica. Ya les contaré también de éstos, Dios mediante.

.José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

 

 

 

 

 

 

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