(555) Evangelización de América (66). Más santos en Lima

–La Ciudad de los Reyes, Lima, viene muy pronto a ser la Ciudad de los Santos.

–A los cien años de fundada. Y qué santos…

 

–San Juan Macías (1585-1645), hermano dominico

San Martín de Porres procuraba consagrar íntegramente a Dios los domingos y días de fiesta, en cuanto le era posible. Y esos días solía ir al otro convento dominico limeño, el de la Magdalena, a visitar al Hermano portero, San Juan Macías, seis años más joven que él. Los dos compartían oraciones, conversaciones y penitencias.

Nació Juan en Ribera del Fresno, provincia de Badajoz, en 1585. Sus padres, Pedro de Arcas e Inés Sánchez, modestos labradores, eran muy buenos cristianos, y dejaron en él una profunda huella evangélica. Teniendo cuatro años, quedó Juan huérfano, él solo con una hermanita menor. Los parientes que les recogieron pusieron a Juan de pastor. Y con siete años tuvo una visión de San Juan Evangelista, que fue decisiva en su vida.

Él mismo la contó después: «“Juan, estás de enhorabuena”. Yo le respondí del mismo modo. Y él: “Yo soy Juan Evangelista, que vengo del cielo y me envía Dios para que te acompañe, porque miró tu humildad. No lo dudes”. Y yo le dije: “¿Pues quién es san Juan evangelista?” Y él: “El querido discípulo del Señor. Y vengo a acompañarte de buena gana, porque te tiene escogido para sí. Téngote que llevar a unas tierras muy remotas y lejanas adonde habrás de labrar templos. Y te doy por señal de esto que tu madre, Inés Sánchez, cuando murió, de la cama subió al cielo; y tu padre, Pedro de Arcas, que murió primero que ella, estuvo algún tiempo en el purgatorio, pero ya tiene el premio de sus trabajos en la gloria”. Cuando supe de mi amigo san Juan la nueva de mis padres y la buena dicha mía, le respondí: “Hágase en mí la voluntad de Dios, que no quiero sino lo que El quiere”».

Muchas noticias del Nuevo Mundo llegaban a aquellas tierras extreme­ñas, y con frecuencia pensaba Juan si estaría de Dios que pasara a aque­llas lejanas y remotas tierras. Por fin se decidió, y tras una demora de seis años en Jerez y Sevilla, en 1619 embarcó para las Indias, teniendo 34 años. Desde Cartagena, por Bogotá, Pasto y Quito, llegó a Lima, donde trabajó como pastor. Siempre guardó buen recuerdo de su patrón, y algún dinero debió ganar, pues en dos años ahorró lo suficiente para enviar di­nero a su hermana, dejar doscientos pesos a los pobres y algo más para el culto de la Virgen del Rosario.

En 1622, Juan Arcas Sánchez recibió el hábito en el convento dominico de la Magdalena, en Lima. Se convirtió así en fray Juan Macías, y toda su vida la pasó como portero del convento. Hombre de mucha oración, al es­tilo de San Martín, también él fue visto en varias ocasiones orando al Se­ñor elevado sobre el suelo. Estando una noche en la iglesia oyó unas voces, procedentes del Purgatorio, que solicitaban que intercediera por ellas con oraciones y sacrificios. A esto se dedicó en adelante, toda su vida.

Con un amor apasionado, su caridad encendida se entregó muy especialmente a ayudar a las almas del Purgatorio y al servicio de los pobres. A éstos los acogía en la portería, y en Lima era conocida la figura del santo portero de la Magdalena, que de rodillas repartía raciones a los pobres, sin que su olla se agotara nunca. Este mismo milagro en 1949 se reprodujo en el Ho­gar de Nazaret de Olivenza (Badajoz), cuando la cocinera invocó su nom­bre sobre una pequeña cantidad de arroz.

Fray Juan Macías acompañaba su oración con durísimas penitencias. Solía dormir arrodillado ante una Virgen de Belén que tenía en la cabe­cera de su cama, apoyando la cabeza entre los brazos. Y una vez confesó él mismo: «Jamás le tuve amistad al cuerpo, tratélo como al enemigo; dábale muchas y ásperas disciplinas con cordeles y cadenas de hierro. Ahora me pesa y le demando perdón, que al fin me ha ayudado a ganar el reino de los cielos».

También fray Juan, como su amigo fray Martín, se veía alegrado por las criaturas de Dios. Según él mismo refirió, «muchas veces orando a desho­ras de la noche llegaban los pajarillos a cantar. Y yo apostaba con ellos a quién alababa más al Señor. Ellos cantaban, y yo replicaba con ellos».

A los sesenta años de edad, en 1645, seis años después de la muerte de San Martín, murió San Juan Macías, habiendo revelado antes de morir, por pura obediencia, los favores y gracias que había recibido del Señor. Fue beatificado, tras innumerables milagros, en 1837, y canonizado por Pablo VI en 1975.

–Santa Rosa de Lima (1586-1617), terciaria dominica

El suboficial de arcabuceros Gaspar Flores, español cacereño, desposó a María Olivia en 1577. La tercera de los nueve hijos que tuvieron, nacida ya en Lima, en 1586, fue bautizada como Isabel, aunque por el aspecto de su rostro fue siempre llamada Rosa. Fue confirmada por Santo Toribio de Mogrovejo en Quives, a unos 70 kilómetros de Lima, donde su padre era administrador de una mina de plata. Y ya desde muy chica dio indicios claros de su fu­tura santidad.

En el Breviario antiguo se decía de ella: «Su austeridad de vida fue singular. Tomado el hábito de la Tercera Orden de Santo Domingo [en 1610], se propuso seguir en su arduo camino a Santa Catalina de Siena. Terriblemente atormentada durante quince años por la aridez y desolación espiritual, sobrellevó con fortaleza aquellas agonías más amargas que la misma muerte. Gozó de admirable familiaridad con frecuentes apariciones de su ángel custodio, de Santa Catalina de Siena y de la Virgen, Madre de Dios, y mereció escu­char de los labios de Cristo estas palabras: “Rosa de mi corazón, sé mi esposa”. Famosa por sus milagros antes y después de su muerte, el papa Clemente X la colocó en el catá­logo de las santas vírgenes».

Aún se conserva su casa en Lima, la habitación en que nació, hoy con­vertida en oratorio, la minúscula celda, construida con sus manos, en la que vivió una vida eremítica, como terciaria dominica consagrada al amor de Cristo, y dedicada a la contemplación y a la penitencia. También se conserva junto a la casa la pequeña dependencia en la que ella recogía y atendía a enfermas reducidas a pobreza extrema. Su solicitud caritativa prestó atención preferente a la evangelización de indios y negros, y no pu­diendo realizarla personalmente, contribuía a ella con sus oraciones y sa­crificios, así como recogiendo limosnas para que pudieran formarse semi­naristas pobres.

Ella se negaba por humildad a aceptar el nombre de Rosa, hasta que la Virgen completó su nombre llamándola Rosa de Santa María. Pero tam­bién hubiera podido ser su nombre Rosa del Corazón de Jesús, pues el mismo Cristo la llamó «Rosa de mi corazón». Esta santa virgen dominica, aunque conservó su inocencia bautismal, se afligió con terribles peniten­cias, ayunos y vigilias, cilicios y disciplinas, como si hubiera sido la mayor pecadora del mundo; y cumpliéndose en ella la palabra de Cristo, «los lim­pios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8), le fue dada una contemplación al­tísima.

En efecto, según declaró el padre Villalobos, Rosa «había alcan­zado una presencia de Dios tan habitual, que nunca, estando despierta, lo perdía de vista». Y el médico Castillo, íntimo confidente de la santa, ase­guró que Rosa se inició en la oración mental a los cinco años, y que a par­tir de los doce su oración fue ya siempre una contemplación mística uni­tiva. Tuvo éxtasis que duraban del jueves al sábado.

No recibió de Dios Santa Rosa la misión de predicar a los hombres públicamente, pero su corazón ardió en el fuego de la misión evangelizadora, como se ve en este escrito suyo al médico Castillo: «Apenas escuché estas palabras [de Cristo, estando en oración], experimenté un fuerte impulso de ir en medio de las plazas, a gritar muy fuerte a toda persona de cualquier edad, sexo o condición: “Escuchad, pueblos, escuchad todos. Por mandato del Señor, con las mismas palabras de su boca, os exhorto: No podemos alcanzar la gracia, si no sopor­tamos la aflicción; es necesario unir trabajos y fatigas para alcanzar la íntima participa­ción en la naturaleza divina, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta felicidad del espí­ritu”.

«El mismo ímpetu me transportaba a predicar la hermosura de la gracia divina; me sentía oprimir por la ansiedad y tenía que llorar y sollozar. Pensaba que mi alma ya no podría contenerse en la cárcel del cuerpo, y más bien, rotas sus ataduras, libre y sola y con mayor agilidad, recorrer el mundo, diciendo: “¡Ojalá todos los mortales conocieran el gran valor de la divina gracia, su belleza, su nobleza, su infinito precio, lo inmenso de los tesoros que alberga, cuántas riquezas, gozos y deleites! Sin duda alguna, se entregarían, con suma diligencia, a la búsqueda de las penas y aflicciones. Por doquiera en el mundo, antepondrían a la fortuna las molestias, las enfermedades y los padecimientos, incompa­rable tesoro de la gracia. Tal es la retribución y el fruto final de la paciencia. Nadie se quejaría de sus cruces y sufrimientos, si conociera cuál es la balanza con que los hombres han de ser medidos”».

Esta es la Rosa mística, que murió a los treinta y un años de edad, en 1617. Después de pedir la bendición de sus padres y de signarse con la señal de la cruz, invocó tres veces el nombre de Jesús, y diciendo «Jesús sea con­migo», entregó su espíritu. Beatificada en 1668, fue canonizada en 1671, como Patrona de América, Filipinas y las Indias Occidentales.

 

–Santa Mariana de Jesús (1618-1645)

Y también en el Virreinato del Perú, más al norte, en Quito, al año siguiente de mo­rir Santa Rosa en Lima, nació la niña Mariana, en 1618. Hija del capitán Jerónimo de Paredes y Flores y de Mariana de Granobles y Jaramillo, que descendía de los primeros conquistadores del país, esta santa ecuatoriana pasaría a la historia con el nombre de la Azucena de Quito. Su vida es muy semejante a la de Santa Rosa.

Huérfana a los cuatro años, vivió en la casa de su hermana mayor y cu­ñado, que le dieron una educación muy cuidada. Mostró grandes cualida­des, en especial para la música, y aprendió a tocar el clave, la guitarra y la vihuela. A los ocho años hizo su primera confesión y comunión en la igle­sia de la Compañía de Jesús, que fue siempre el centro de su vida espiri­tual. Ya entonces, con admirable precocidad religiosa, tomó el nombre de Mariana de Jesús, y ofreció al Señor su virginidad, añadiendo más tarde los votos de obediencia y pobreza.

Pensó primero, como Santa Teresa de Jesús, irse a tierra de infieles o emprender la vida eremítica, en tanto que su familia sugería la vida reli­giosa en alguna comunidad. Pero la Providencia desbarató estas ideas, y terminó viviendo en la parte alta de su casa en un departamento de tres habitaciones, del que solamente salía para ir a misa cada día. Allí se de­dicó a una vida de oración y penitencia, con una fidelidad absoluta:

«A las cuatro me levantaré, haré disciplina; pondréme de rodillas, daré gracias a Dios, repasaré por la memoria los puntos de la meditación de la Pasión de Cristo. De cuatro a cinco y media: oración mental. De cinco y media a seis: examinarla; pondréme cilicios, re­zaré las horas hasta nona, haré examen general y particular, iré a la iglesia. De seis y media a siete: me confesaré. De siete a ocho: el tiempo de una misa prepararé el aposento de mi corazón para recibir a mi Dios. Después que le haya recibido daré gracias a mi Pa­dre Eterno, por haberme dado a su Hijo, y se lo volveré a ofrecer, y en recompensa le pe­diré muchas mercedes. De ocho a nueve: sacaré ánima del purgatorio y ganaré indulgen­cias por ella. De nueve a diez: rezaré los quince misterios de la corona de la Madre de Dios. A las diez: el tiempo de una misa me encomendaré a mis santos devotos; y los do­mingos y fiestas, hasta las once. Después comeré si tuviere necesidad. A las dos: rezaré vísperas y haré examen general y particular. De dos a cinco: ejercicios de manos [trabajos manuales] y levantar mi corazón a Dios; haré muchos actos de su amor. De cinco a seis: lección espiritual y rezar completas. De seis a nueve: oración mental y tendré cuidado de no perder de vista a Dios. De nueve a diez: saldré de mi aposento por un jarro de agua y tomaré algún alivio moderado y decente. De diez a doce: oración mental. De doce a una: lección en algún libro de vidas de santos y rezaré maitines.

«De una a cuatro: dormiré; los viernes, en mi cruz; las demás noches, en mi escalera; antes de acostarme tomaré disci­plina. Los lunes, miércoles y viernes, los advientos y cuaresmas, desde las diez a las doce, la oración la tendré en cruz… Y todos los días comenzaré con la gracia de Dios… –Esta regla de vida, asombrosa por su austeridad y oración, Mariana la guardó desde los doce años», estrechándola aún más en los últimos siete de su vida ( Amigó Jansen, Año cristiano 453).

Por con­sejo de los jesuitas que la atendían, se hizo terciaria franciscana, pues no había en la Compañía orden tercera. Sus abstinencias y ayunos eran pro­digiosos, y según un testigo, «se ejercitó cuanto pudo y permitía su condi­ción en obras de caridad espirituales y corporales en beneficio de los pró­jimos, deseando viviesen todos en el temor y servicio de Dios; y para el efecto diera su vida».

Dió su vida, efectivamente, en 1645, cuando hubo en Quito terremotos y epi­demias, y ella, conmovida por los sufrimientos de su pueblo, se ofreció al Señor como víctima. Nada más realizado en la iglesia este ofrecimiento, se sintió gravemente enferma. Apenas pudo llegar a casa por su pie, recibió los sacramentos y expiró. Tenía veintiséis años de edad.

El amor y la de­voción de los quiteños y ecuatorianos la envolvió para siempre, y en 1946 la Asamblea Constituyente de su nación la nombró «heroína de la Patria». Beatificada en 1853, fue canonizada por Pío XII en 1950.

 

–Lima, Ciudad de Santos

Lima, la Ciudad de los Reyes, un siglo después de su fundación (1535), ya pudo mejor llamada la Ciudad de los Santos, pues asistió en cuarenta años a la muerte de cinco santos: el arzobispo Toribio de Mogrevejo (1606), el fran­ciscano Francisco Solano (1610), y los tres santos de la familia domini­cana, Rosa de Santa María (1617), Martín de Porres (1639) y Juan Macías (1645).

Estos santos, y tantos otros, como la ya citada quiteña Mariana de Jesús (1618-1645) o la dominica sierva de Dios, Ana de los Ángeles Monteagudo (1606-1686), peruana de Arequipa, son quienes, con otros muchos buenos cristianos religiosos o se­glares, grabaron el Evangelio en el corazón de la América hispana meri­dional.

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

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