¿Es lícito luchar por Cristo? (2 de 3)

Pero volvamos a nuestro tema; los musulmanes habían irrumpido violentamente al punto de hacer peligrar a la misma Europa en su asalto. Se trataba de ir a la reconquista de Tierra Santa. El hombre medieval conocía esa tierra hasta en sus más ínfimos detalles, ya que había sido espiritualmente alimentado desde su más tierna infancia con las Sagradas Escrituras. Todo le resultaba familiar, la cueva de Belén, el pozo de Jacob, el Calvario, los lugares por los que viajó San Pablo, los salmos que narraban la belleza de aquellos parajes…, todo le hablaba de los Santos Lugares. Por otra parte, en la época feudal, montada toda ella sobre el fundamento de posesiones concretas, parecía obvio que la Tierra del Señor fuese considerada como el feudo de la Cristiandad; pensar lo contrario hubiese implicado en cierta manera una injusticia.

Algunos historiadores modernos, influenciados por la ideología marxista, han asignado a las Cruzadas razones únicamente de índole económica. Pero, como bien señala Régine Pernoud, semejante interpretación no es sino el fruto de una extraña transposición del pasado a la mentalidad de nuestra época, que todo lo ve a la luz de ese prisma. Mucho más cerca de la realidad estaba Guibert de Nogent, abad benedictino del primer cuarto del siglo XII, cuando en su “Historia de las Cruzadas” aseguraba que los caballeros se habían impuesto la tarea de reconquistar la Jerusalén terrena con el fin de poder gozar de la Jerusalén celestial, de la que aquella era imagen. Es de él la célebre frase que se repetía en Francia para mostrar la valentía de los hijos de Clovis: “Gesta Dei per francos” (“los hechos memorables de Dios a través de los franceses”).

Las Cruzadas iban a durar casi hasta fines del siglo XIII, y durante su entero transcurso estarían en el telón de fondo de todos los acontecimientos de la época, fueran estos políticos o religiosos, económicos o artísticos. Se suele hablar de ocho cruzadas, pero de hecho no hubo un año en que no partiesen de Europa contingentes más o menos numerosos de «Cruzados», a veces sin armas, conducidos sea por señores de la nobleza, sea por monjes. Por eso parece acertada la opinión de Daniel-Rops de que no es adecuado hablar de «las Cruzadas», sino más bien de «la Cruzada», único y persistente ímpetu de fervor, ininterrumpido durante dos siglos, que arrojó a lo mejor de Occidente de rodillas ante el Santo Sepulcro[1].

La primera oleada de la marea fue tan incontenible que la jerarquía de la Iglesia no pudo mayormente influir sobre ella. Fue la Cruzada “popular”, convocada por un religioso de Amiens, Pierre l’Ermite (Pedro el Ermitaño), hombre carismático y austero, a quien siguió toda clase de gente: algunos caballeros, por cierto, pero también numerosos mendigos, ancianos, mujeres y niños. Esa caravana de gente humilde que se ponía en camino para reconquistar un pedazo de tierra entrañable, ha sido un fenómeno único en la historia. Recordemos que en la Edad Media la guerra era prerrogativa de la nobleza y de los caballeros, y por eso resultaba tan exótico que aquellos aldeanos apodados paradojalmente «manants», es decir, los que «se quedan», se transformasen súbitamente en guerreros. La historia empezaba a convertirse en epopeya. Militarmente hablando, el proyecto de Pedro el Ermitaño acabó en un resonante fracaso, como era de esperar. Sin embargo no lo consideraron así sus contemporáneos. Porque, según señala con acierto Pernoud, en aquellos tiempos no se esperaba necesariamente que el héroe fuese eficaz:

“Para la antigüedad, el héroe era el vencedor, pero, como se ha podido comprobar, las canciones de gesta ensalzan no a los vencedores sino a los vencidos heroicos. Recordemos que Roldán, prácticamente contemporáneo de Pierre l’Ermite, también es un vencido. No debemos olvidar que nos hallamos ante la civilización cristiana, para la cual el fracaso aparente, el fracaso temporal y material, acompaña a menudo a la santidad, a la par que mantiene su fecundidad interna, fecundidad a veces invisible de inmediato y cuyos frutos se manifestarán posteriormente. Tal es, no lo olvidemos, el significado de la cruz y la muerte de Cristo. En ello estriba toda la diferencia entre el héroe pagano –un superhombre– y el héroe cristiano, cuyo modelo es el crucificado por amor”[2].

Sea lo que fuere, al mismo tiempo que Pedro el Ermitaño lanzaba sus turbas, los nobles preparaban todo con gran seriedad, constituyendo varios cuerpos de ejército, cuatro en total. El primero de ellos estaba formado por belgas, franceses y alemanes cuyo jefe era el duque Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena; un hombre espléndido desde todo punto de vista, fuerte, valiente, de un vigor extraordinario, a la vez que sencillo, generoso, y de piedad ejemplar, el paradigma del Cruzado auténtico, casi un santo. Las crónicas relatan que cuando entró en Jerusalén el año 1099, se negó a aceptar el título de rey de Jerusalén, por no querer ceñir corona de oro allí donde Jesús había llevado una corona de espinas. Cuando murió en 1100, su hermano Balduino tendría menos escrúpulos, y con él comenzaría formalmente el Reino Franco de Jerusalén y la instauración de una Monarquía feudal.

Este no es un dato menor, ya que prueba una vez más que el espíritu de la Cruzada fue el de la Cristiandad Feudal, al punto tal de trasladar su estructura, incluso sus castillos, que en última instancia, fue lo que posibilitó el gobierno cristiano por casi un siglo en tierra Oriental[3].

Uno de los datos poco recordados, es que hasta los santos asistieron y promovieron las Cruzadas, cosa que veremos en el próximo post.



[1] Daniel-Rops, op. cit., 538.

[2] Régine Pernoud, op. cit., 55-56.

[3] Cfr. Hillaire Belloc, Las Cruzadas, Emecé, Buenos Aires 1944, 183-188.